Algunos lo llaman el Limbo. Otros prefieren no nombrarlo en absoluto, como si hacerlo fuera una invitación a desaparecer. Para los vivos, es una leyenda sin coordenadas; para los muertos, un error en el tejido de lo eterno.
Un umbral sin nombre entre la vida y la muerte, donde el tiempo se pliega sobre sí mismo como un cuervo cerrando las alas.
Pero lo cierto es que existe. No como lugar, ni como tiempo..Sino como una herida abierta en la realidad. Observando. es aquel pliegue invisible donde los relojes no se atreven a avanzar.
Un rincón del cosmos que no pertenece ni al mundo de los cuerpos ni al de los espectros. Allí, la materia se deshace en niebla y el pensamiento flota, atrapado en un bucle que no recuerda cuándo comenzó.
Nadie habla de él sin bajar la voz. Todos los seres lo temen, lo odian… y lo respetan.—incluso aquellos que niegan su existencia—
Y con razón. Porque ese umbral no perdona. Ese umbral observa.
Incluso los dioses —los antiguos, los olvidados, los usurpadores de nombres— saben bien dónde no poner el pie. Saben que hay regiones donde el poder no significa nada. Donde no existen jerarquías, ni leyes, ni redención.
Ese dominio no les pertenece, ..ese dominio pertenece a los innombrables. A los Prohibidos.
A quienes nunca fueron creados por palabra ni intención.
Seres que no solo han rozado a la Muerte…Han danzado con ella, descalzos, en el borde de la Nada, y han regresado con los ojos llenos de secretos.
Allí habitan las sombras que no proyectan ninguna luz. Los recuerdos que no son de nadie.
Las historias que fueron arrancadas antes de nacer.
Los ecos que todos, en algún rincón de sí mismos, desean olvidar…o recordar…o amar.
Ese mundo sin nombre ni mapa está gobernado por aquellos a quienes la historia no puede escribir del todo.
Los llaman de muchas maneras:
Parcas.
Mercaderes.
Contratistas.
Coleccionistas.
Estafadores celestiales.
Repartidores de deseos y ruinas.
Nombres…solo nombres.
Lo único que todos comprenden es esto: ellos comercian con el alma. Para ellos, el alma no es un símbolo. No es un misterio. Es valor puro, materia emocional destilada, una ofrenda viva que sangra con memoria. El alma es todo lo que fuiste. Todo lo que callaste. Todo lo que temiste desear.
Es historia cruda. Es error y anhelo. Es dolor no dicho. Y ellos… la coleccionan como otros coleccionan libros raros o mariposas extintas.
Porque allí, en ese espacio que no debería existir, las almas no descansan. Se negocia. Se firman. Se olvidan.
Se intercambiaron como si fueran relaciones inconclusas en manos de un autor invisible. Y todo aquel que cruza esa frontera, quiera o no, deja algo atrás.
Algo que jamás recuperará.... las almas no descansarán.
Se coleccionan.
Aquel dominio no se posee. Se hereda como un veneno refinado, como un eco que susurra a través de la sangre, ineludible.
Entre ellos —los innombrables, los antiguos, los que no deben ser recordados— el poder no es un trono… es un espectro que cambia de rostro. Y aún allí, donde el tiempo se pliega y la muerte se curva, existen jerarquías.
Altos y bajos.
Brillantes y rotos.
Grifos disfrazados de linajes.
Para estos seres, la sangre no es más que una tinta espesa que asegure la continuidad. No hay amor en la descendencia. No hay ternura en los nombres heredados. Solo el ansia de conservar el fuego sin quemarse.
Para ellos la descendencia no es más que un método para perpetuar el poder.
Conservan el legado como se conserva un arma: con frialdad, con desconfianza, con la certeza de que algún día será usado contra ellos.
Y ellos no se aman entre sí. Se observa. Se miden. Se sostienen en equilibrio como cuchillas suspendidas sobre un abismo.
Están huecos. Tan huecos como la palabra jamás dicha. Como la puerta que no se abre ni se cierra. Como la promesa que no espera ser cumplida.
Su hambre es antigua. Su sed, incurable. Y lo único que alivia esa punzada sin fin es la recolección de almas. Pero no cualquier alma.
Buscan aquellas que vibran con contradicción: las humanas. Frágiles. Impulsivas. Finamente agrietadas.
Los mortales, al vivir como si el final fuera un latido detrás del cuello, imprimen en su alma una sinfonía desordenada de errores y deseos. Eso los hace irresistibles. Por eso, los Coleccionistas caminan entre nosotros disfrazados de silencio. No para dar, no para arrebatar… sino para observar.
Para oler el miedo. Para tocar el amor en su punto más ciego. Y luego… para guardar esas historias en frascos invisibles.
Entre todos ellos, hay una que no necesita presentación.
Su nombre no se pronuncia: se intuye.
Su presencia es como la bruma: no se ve llegar, pero cuando envuelve, ya es demasiado tarde.
Dicen que fue forjada sin errores. Que sus gestos son matemáticamente perfectos.
Hija del más antiguo, heredera de un linaje que ni los dioses se atreven a invocar. Ella no llora.No tiembla.
No se permite mirar más de la cuenta en las almas que recolectan.
Pero aún así… las acaricia con guantes de sombra, como si fueron delicadas partituras compuestas por un dios enfermo.
Y en el fondo —aunque nunca lo admita— las ama como se ama a un secreto: con devoción silenciosa.
Se le conoce como el mejor de todos. La más precisa. La más temida. Y aún así… Incluso el reloj más exacto tropieza con el tiempo.
Incluso la daga más fina puede partirse en el punto exacto donde no debía golpear.
Ella lo supo.
Lo supo cuando ya no había vuelta atrás.
Cuando una sola historia —una historia que debió haber dejado pasar— se aferró a su carne como un fuego imposible de extinguir.
Ni el poder, ni el legado, ni el abismo pudieron salvarla.
Porque incluso los dioses del equilibrio…caen.
Caen cuando se atreven a mirar demasiado hondo en los ojos de aquello que no debía importar.
Caen cuando olvidan que algunas almas no están hechas para ser coleccionadas… sino para desordenarlo todo.
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Editado: 17.07.2025