Nací hace setenta y dos años, el 29 de febrero de 1942, en una fecha inusual, un año bisiesto. He de añadir que mi familia era pobre, gente campesina, pero con sueños de mejorar la vida. Mi madre se llamaba Carmen María Aragón Rodríguez y mi padre Pedro Pablo Gonzales López; según yo nombres gastados por los comunes y populares que son, aún siendo para mi gusto poco bonitos. Según mi tía materna Aurora que cuando yo nací, después de un par de años se mudaron a la capital en busca de una mejor vida, a un pequeño barrio casi en las afueras de la ciudad, en una mísera casita para albergar a cinco personas. A los seis años cuando podría decirse que comencé a retener recuerdos, aunque un poco vagos. Sé que nuestra residencia contaba con tres piezas; una de ellas albergaba a mis padres, la otra a mis hermanos y a mí y la tercera servía de sala y cocina; como no tenía baño mi padre improvisó uno en la parte trasera del minúsculo patio.
Como el cuarto común era chico mis hermanos se debatían por sus pocas pertenecías, y cuando alguno agarraba algo del otro se gritaban tirándose en ocasiones de los pelos, mientras yo les observaba sentada desde mi catre, siendo la menor de todos, nunca reclamé cuando era a mí que me agarraban mis pocas cosas; ya que en mi mente de niña pensaba que no era bueno pelearse porque tomasen equivocado o por apuro mi peine, una liga para el cabello o mi toallita vieja para secarse la cara, no era tanto.
Cuando cumplí 8 años inicié a estudiar en el mismo colegio al que asistían mis hermanos. En ese momento mi padre había dejado de estar pendiente del portón principal en la casa que servía para ser jardinero de la misma; mamá trabajaba en la casa, a parte de realizar los deberes de nuestro hogar con un poco de ayuda nuestra, lavaba ajeno y en ocasiones salía a planchar. Para mí, en mi poco comprender vivíamos en una gran pobreza y segura de que no podíamos estar peor, sin embargo, David que era mi hermano mayor, que para entonces tenía 14 años decía que no era así, de que antes de llegar a la capital nuestra familia vivía en una casucha en peores condiciones, que dormían en el suelo, compartiendo aquella residencia con nueve familias más, las cuales también trabajaban en la hacienda. Pero yo no acertaba a imaginar semejante calamidad.
Era una estudiante regular, no suspendí una clase, pero no era buena alumna; a pesar que de pequeñita era la más reposada de los tres, a medida que iba creciendo mi carácter cambiaba. Cuando estaba en el quinto grado con 12 años empezaba a vislumbrarse en mí un poco de rebeldía ante mis padres. En ese año una compañera celebraría una fiesta de cumpleaños, a la cual estaban invitados todos los de la sección y yo deseaba ir junto a mis amigas. El día en que Ofelia hizo la invitación pasé toda la mañana junto a Karla y Dina haciendo planes de qué haríamos y cómo la pasaríamos dicho día, así pasamos una semana, para la celebración hacían falta tres días, cuando se lo comuniqué a mis padres no obtuve la respuesta esperada.
- No vas a ir –dijo mi padre.
- ¿Por qué papá?
- Porque no tienes edad suficiente.
- Si ya tengo 12… a David de mi edad fue ya a fiestas.
- Tú hermano es hombre.
- ¿Y eso qué tiene que ver?
- No vas a ir y es mi última palabra.
Salí corriendo al borde de las lágrimas a encerrarme en el mísero cuartucho que por el momento estaba solo. Lloré con recelo, sintiendo fastidio por mi padre, no era posible que mí hermano pudiera hacer lo que a él se le diera la gana, desde que cumplió 10 años vagabundeaba por las calles, jugando a las canicas, fútbol, baseball, etc., y de los 12 años inició en las parrandas, era injusto que a mí me no dejase ir a una simple celebración de cumpleaños de la compañera de clase y solo por ser mujer. Esa noche no cené para que papá supiera que estaba molesta y no quería verle. A las ocho de la noche un poco antes de que mis hermanos llegaran al aposento a descansar entró mamá sentándose al borde del catre a un tiempo que me acariciaba los cabellos.
- Mi niña no te disgustes… entiende que es por tu bien.
- Nada de eso mamá, es… es injusto –los sollozos habían iniciado nuevamente y no me dejaban pronunciar las palabras, sino que salían de forma temblorosas– a David nada le dicen, solo porque es varón.
- Mija no te quejes, es normal, los chicos son más fuertes y pueden defenderse solos –mi madre tenía los pensamientos comunes que casi todas las mujeres de esa época donde el hombre podía hacer lo que fuese y era tolerable, mientras la mujer debía esclavizarse y someterse a ellos– además así va aprendiendo como debe comportarse, además tu hermano no sale mucho.
- Sí, pero cuando se le antoja lo hace y ya… y no es justo, porque es la primera vez que pido un permiso, cosa que David no hace y no es posible que a mí me lo nieguen.
- Clara es mayor que tú y no sale pa ningún lado, está muy tranquilita aquí haciendo sus deberes, ¿por qué tú no?
- Porque ella es una tonta y yo no…. Mejor vallase y déjeme sola, si con que esté aquí no va hacer nada, pues no me dejaran ir.
Mi madre se levantó muy triste sin comprenderme, ya que en los tiempos en que ella era joven el machismo estaba más pronunciado, por así decirlo. La verdad fui muy grosera con ella, sin embargo, en esos instantes no lo miraba así.
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Editado: 16.02.2021