La extraña muerte de Levi Richards

Parte II. El caso Levi Richards. Capítulo 1. La escena.

La noche del 14 de abril del año en curso, en la academia Serenity, al este de Terión, en las localidades que lindan con las costas, se encontraron los restos del joven Levi Richards, empalado en medio del patio de la Universidad, con una lanza de corte imperial, desgarrando las fibras musculares ascendentes hasta rezumar solo la sanguinolenta punta por su boca. Hendido a la altura del hígado, cortando transversalmente en un ángulo perpendicular se encontraron varios pares de cuchillas y objetos punzocortantes.
Por obviedad se ha omitido la probabilidad de un suicidio; obra de un homicidio, el joven Levi parece haber huido (según reportes forenses de huellas y rastros) del anfiteatro de la universidad donde se encontró evidencia en un libro de cuentos infantiles, siendo los más remarcables, un par, que el detective Bedek decidió agregar al reporte con mal talante desde la incomodidad del despacho desvencijado.

El dios del viento.

Cada tarde, el florero arriaba su coche donde movía sus flores del plantío al local comercial del centro del pueblo, y cada tarde el hombre miraba con asombro la suntuosidad de una mujer de piel de alabastro y manos de princesa que deambulaba feliz entre las mesetas y el desfiladero de la montaña.
—Querida, no debes jugar en esas pendientes tan escarpadas — comentaba el alegre hombre cada vez que aquella niña subía hacia el pico de menor altura, no sin esto suponer una nimiedad en el peligro.
Aquella tarde el Dios del Viento bajaba de haber jugado con la esteatita y, habiendo cumplido sus deberes, buscaba divertirse ahora con los humanos, fue aquella tarde cuando el Dios del Viento se enamoró de una joven de grácil figura y largo cabello quebradizo, hollando para ella figuras arcaicas en las faldas donde la niña solía ir a tomar el sol. Profusa decepción tragó el joven Dios cuando aquella mujer angelical hizo caso omiso a la bella figura que el joven había tallado para ella.
La siguiente tarde, el campesino de acercaría con una flor que se antojaba labrada en ónice de hermoso esplendor. El estupor al que se sometió la azorada joven pronto devino en alharaca de medidas ingentes gracias a la perfección de aquella mortecina y mate Camelia que parecía adherirse al espejo de su corazón.
El Dios del Viento resolvió pues, desfogar la pasión de la joven con una idea; haría correr un viento dulzón mientras ella jugase en la falda de aquel pico menor, de esa manera, la belleza de su flor sería potenciada por un efecto natural, que ella debiera atribuir al monzón de temporada.
La bella joven ascendió con inocencia y agilidad hasta la cima del pico, donde dejó su flor espejo en un rincón mientras suspiraba por aquel honrado hombre, cuyo amor guarnecía los pétalos de aquella Camelia. El Dios del Viento lloró desconsoladamente a pies de aquel ángel, y fue ese mismo sentimiento el que hizo visible su presencia y la materia de su cuerpo.
La joven tendió su mano indulgente al Dios del Viento, quien la tomó entre sus dedos y la besó, con la alevosía de quien busca saciar la lascivia de su corazón. Acto seguido, sometiendo la voluntad de la joven virginal, hizo de aquella fruta el jugo infernal que le valiera su eterno arrepentimiento. De aquel acto vil nacería el primer ser incapaz de percibir los sentimientos humanos, mismos que pronto se llamarían Heros en el folclore de Taured.
El Dios del Viento, con un visaje corrupto, cató la escena; la mujer virginal bruñía por el ensalmo de su liquen, aún enzarzado entre las piernas de aquella mujer, y las lágrimas eran ya sólo sales que rezumaban de unos ojos extenuados de llorar.
Pero así no es como debería terminar un cuento de hadas…


Aquella última frase parecía relacionarse con los actos cometidos dentro del anfiteatro, donde se encontraron circuidas un grupo menor de féminas, atadas de manos, pero con excelente salud, sin signos de violencia. Un libro quemado acompañaba al siguiente texto correlacionado con el incidente, y que parecía menester adjuntarlo al archivo antes de acudir nuevamente a la escena.

 

En la torre mas alta.

Toda epopeya de fantasía y romance estriba en el rescate de una princesa en la torre más alta; aquella que descolla entre el conjunto Palatino, el príncipe vence obstáculos planteados para proteger la integridad virginal de la princesa, pero, vedado de tal meta, el hombre siente enardecido su orgullo, y en el desfogo pletórico vadea cada retrato épico de luchas sangrientas hasta la habitación donde un pecho henchido de amor suspira su triunfo.
La pátina acumulada en el cerrojo impele al barbián a devolver sus pasos hacia el corredor al inicio del castillo, donde su memoria anida la idea de haber avisado el brillo de una llave plateada. El amor que la dama le inspira lo ayuda en la afanosa empresa de descender por ruinas y comedores desvencijados, sorteando diques cadavéricos de hacinamientos inhumados.
Una vez descendido el corredor que había sido vencido por una batalla inveterada de caballeros predecesores a él, la llave se reveló ante ojos inexpertos, y cuyas manos se atenazaron de óxido conservándolo como prueba de su valiente esfuerzo en franquear cada obstáculo.
Habiendo colectado cada medalla honorífica en los anales escritos para los caballeros de fantasía, se plantó frente a la puerta, una vez más, sesgando cada movimiento interno, aguzando los sentidos en búsqueda de un hermoso aroma desprendido por la deposición de amores idílicos en la mente de tan virginal dama. Sin embargo, la única compañía era una devolución adusta, desértica, una vacuidad total de vida con los datos organolépticos capaces desde detrás de aquella pared.
Impelido ahora por una fuerza vesánica, abrió lentamente aquella puerta, lascivo en pensamiento y circunspecto en la tarea del rescate a una damisela de la torre más alta.
Pero la escena que se permeaba desde el dintel de la puerta difería de toda alusión fantástica al amor de una mujer encerrada por la celosía de un padre.
Sobre la cama yacían los restos de un hombre, cercenado de sus miembros inferiores y mesado de cada vello corporal, siendo ahora solo una masa de carne colgante. En las mesas se advertían juguetes sexuales fabricados con materia prima natural, dejando como residuo un hacinamiento más ominoso que aquel que se recibía en el corredor del cual provenía el caballero.
Tendida en el suelo, con sus hermosos cabellos reposando sobre sus labios a manera de bozal yacía la princesa, con un par de dedos carcomidos a su lado, pringosos y llenos de jugos frutales, de un árbol que ya no se pertenecía a la castidad. Los restos de cada caballero que osó intentar rescatar a la damisela, y habiéndolo logrado fueron recibidos con el dedo de una muerte lasciva; una muerte destinada a satisfacer las fantasías de una joven trastornada por el aislamiento social.
La fetidez de un sexo consumido en los horrores de la lujuria más primitiva enrarecían el ambiente con un perfume tanto más desagradable como irresistible a una mente igual corrupta por el premio de rescatar a una mujer de su prisión; prisión que ella misma había construido para su propia privacidad, para entregarse al goce de una pasión vesánica.
Aquel caballero llevó a aquella mujer a la cama, que ya despejada de cada resto humano hacía de lecho para un despertar ignominioso, cuando la primera imagen viniera por un hombre que rompía activamente las fibras sensoriales del sexo de la joven, que se desgarró en gritos, conociendo finalmente el horror que tanto había hecho pasar a quienes se atrevieron a hollar semejante infierno de lascivia y podredumbre moral.
Pero así no es como debiera terminar un cuento de hadas…




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