La extraña muerte de Levi Richards

Capítulo 2. Antonio Bedek.

El despacho de investigación de criminología se separaba por un par de kilómetros de la Universidad, por otro lado, existían restricciones ulteriores a la espacial que retrasarían su llegada a la universidad de buscar arribar antes del horario de entrada.
La denuncia fue hecha durante las primeras horas de la madrugada, cuando la luna aún no despuntaba el horizonte, las estrellas fulguraban débiles a guisa de filigrana, de un retablo romántico inveterado a un par de décadas. Bedek se preparaba entonces, saco en mano, a abandonar el despacho, cuando el timbre sonó, una mujer horrorizada, de manos trémulas y áureos cabellos se presentó, en su mano se aseveraba sangre, y su estado mental se ponía en duda ante la imposibilidad de hacer uso de la sintaxis inglesa con cabalidad.
—Cuando Myrna sentencia la partida de un alma lasciva, cohechada por las labradas espigas de la lujuria y una pasión que amor ninguno puede describir o permitir en sus anales —. Murmuraba la pobre envuelta en mantas, habiendo cruzado el río a nado.
Terión forma parte de una depresión de la meseta imperial al noreste de la comarca central, adosado al desfiladero del diablo y lindando con el océano al este, con Lobano al oeste, y con Selfina y Kêsoá al sur, entre sus calles corre el cauce del río Pigmeo, que nace en las montañas del desfiladero, terminando en el Cazo de la Bruja al norte de Hermendía. Es la misma depresión la que sesga el cauce del río y lo lleva a desembocar al océano a la altura de Kyle, la localidad habitable más distal del centro, pues las tierras de la veta del Pigmeo en el norte, adosados al desfiladero del diablo sufren inundaciones anuales desde tiempos de Taured.
Existen localidades al oeste del cauce del río, son todas dehesas ocupadas por industrias, laboratorios y oficinas gubernamentales, a tratar, existen tres puentes que unen las dos comarcas en Terión: Belfish, Sae y Hoerse. Es en Belfish, que corre paralelo al dique que da paso al océano donde coligen los carros de las oficinas gubernamentales, incluida la de seguridad e investigación, de donde partió Bedek.
Para encauzarse hacia el paso, hacía falta descender una pendiente de fresca pavimentación de hormigón, por donde las espigas medraban despuntando hacia el cielo estrellado que se difumina por la inerte y tenue pincelada de un astro ascendente al horizonte. Desde la altura, el retablo pintado por manos divinas se acometía al parecido ocupado por las ciudades construidas por los infantes en sus días de recreo; que estos suelen caricaturizar la vida, y Terión, desde la meseta en la colina, con sus techos cuyas buhardillas se escapaban conforme la tierra asimilaba al océano como vecino.
Retrotraídos, no existían registros en retrospectiva de un asesinato tan escandaloso desde el caso irresoluto del Doctor Edel, mismo que repercutió nacionalmente, alertando a autoridades en localidades varias de la isla. En esas disquisiciones se detuvo Bedek mientras su carro descendía cabal por la calle de hormigón, espaciando los intersticios en el tiempo de traslado, cuando, antaño, había que hacer usanza de un desvencijado servicio de botes que recortaban el cauce del río.
Cuando por fin se adentraron en la calzada, y el recodo hacia el vetusto consultorio de Edel fue sorteado, las campanas rezumaron su cantar vesánico al compás de las gallinas cuyos cánticos alertaban al vulgo de la entrada del día y el inicio de la jornada.
Había algo particular para Bedek, que marcaba la delimitación entre el caso de Edel y el de la universidad Serenity; y eran las demarcaciones de la forma de asesinato, si bien Edel fue un hombre puntual, cuya inteligencia lo llevó incluso a contribuir al caso con los expedientes de facultativo de sus propias víctimas, para Bedek el asesinato de Serenity asomaba más como una empresa de adolescentes estólidos cuya resolución no pareció ser fructífera; en el sentido del apunte hacia un juego macabro.
Por las bifurcaciones y desembocaduras adyacentes, se abrían en estampía multitud de empleados y estudiantes en el alba de una jornada nacida, aún así el carro de Bedek se abrió paso por la calzada hasta el punto de encuentro. Los oficiales se aglutinaban con cómica inhibición cerca de los portales de entrada al colegio, conteniendo la expectante confusión de alumnos y empleados que exigían derecho a la reanudación de actividades.
—¡Oficial Bedek! — saludó imperioso un joven entusiasta, recluta joven rayado en las llanuras de la joven adultez.
—Haz tu trabajo, Wimbley, habrá miríadas de jóvenes como tú esperando violar tu autoridad, afirma con presteza si no buscas que tu torpeza haga vedar el trabajo de los inveterados como yo —. Anunció Bedek sin detenerse y aún circunspecto y taciturno en sus cavilaciones.
La entrada a la universidad recordaba más a la entrada a un museo, encontrando en el recibidor un par de esculturas pictóricas custodiando las entradas a espaldas del mostrador donde no se encontraba una guapa joven recibiendo jovial a los visitantes, o, en dado caso, hollada por el amilanamiento, fenotípico en los ojos engrandecidos. En su lugar, un hombre de cincuenta con un bigote profuso pasaba revista a los oficiales y facultativos que corrían en vaivén por la entrada a la universidad.
—Antonio Bedek, de sangre italiana, mestizo con… — fue interrumpido por Bedek.
—Calla, Nellamy, ¿cuáles han sido las impresiones de los forenses?
—Creíamos que no regresarías, Bedek —. El duro visaje que se presentó en Bedek, hizo continuar a Nellamy, obviando la ignominia de haber sido zaherido ante su cortesía, continuando así el dictamen profesional —. ¡Bah! Parecen labriegos departiendo con panaderos acerca de la construcción del Belfish. Un facultativo de buen ver hace una conjetura acerca del asesinato, cuando un ensalzado y estólido menor refuta la teoría con meras especulaciones, llevándoles nuevamente al estudio de la escena.
—Sabes que detesto el trabajo de oficina, Nellamy, y, siendo un estudio preliminar, fue cause de transcribir los párrafos del oficial en jefe, así como las historias encontradas en manos del difunto. Fue la tarea más afanosa al intentar descifrar las palabras eclipsadas por la sangre.
—¿Qué determinas de los impresos? — su sola mención estremeció a Nellamy, quien fue el encargado de revelar la escena del crimen, a mitad del atrio ocupado por el club de astronomía en días despejados. “Una escena anti natural, incluso considerando las barbaridades de la naturaleza acometida por alimento” declaró Nellamy durante las entrevistas de más tarde.
—Parecen cuentos infantiles, modificados cada uno con finales horribles que obedecen a la más vil y cruenta expresión de la pasión vehemente; un requiebro para los dioses paganos de la lujuria.
—¿No hay impresiones sobre rituales o acciones a emprender con algún fin?
—Parecen todas cintas naturales de ideas devanadas por una mente cuerda, cuyo trastorno se emplea como un cambio labrado y escarpado. Aunque bien mencionas que no asemejan cercanías con escritos cabales o cristianos. Habrá que hacer una investigación más profunda.
—¿Y por qué has vuelto si tú hijo ya está aquí? Fue por eso que asumimos, esperarías las pesquisas de tu primogénito desde la oficina —. La expresión deformada del ya afeado rostro de Bedek sobresaltó al viejo Nellamy, quien se limitó a arquear un dedo en la dirección del paradero de su hijo.
Bedek zampó metros con zancadas gigantescas, cruzando sin inmutarse de la fachada del recodo que conducía a los auditorios a un costado de la dirección, edificio que se alzaba cuan peñasco con hermosos decorados occidentales serpeando hasta las balaustradas que asomaban en un balcón lejano, y de donde el relente hecho rocío pendía anti gravitatoriamente, empapando la patilla de Bedek que caminaba presto hacia el zócalo. Sustituido, el vigía habitual dormía en su silla, mientras un oficial examinaba con estupor la arquitectura de la edificación antes referida.
El fragor medraba allá donde los alumnos ya conscientes, peleaban por entrar a la escena, o, a expensas de la vida por donde lo undívago no corre, luchaban por la libertad de tomar sus clases, siendo mediados de trimestre. A los oídos de Bedek, quien sumaba metros desde la cafetería humeante; decisión tomada por los jefes de departamento quienes ya desayunaban en una mesita desproporcionada para los hombres en senectud; escuchó los gritos del director, quien bramaba la retahíla de actividades que urgían en atención, e incluso a las lisonjas de las mujeres de la cafetería, las incordias y otros improperios nacidos de boca del escolar resultaban una estólida hipérbole 
Finalmente, y tras cortar camino por “la hipotenusa”, un corredor que cruzaba en medio de un edificio donde se impartía arquitectura, holló el césped del zócalo, e ínfima ignominia lucía de la escena mortuoria a espaldas de un joven mancebo en perspectiva con el semblante que su padre lanzaba cuán proyectil sobre este.
—¿A qué has venido, Lou? — bramó Bedek, desorbitado del enlace social y alzándose por la fuerza de la paternidad encima de cada colega presente.
—¡He querido llegar antes a mi primer día de clases, padre! — repuso sereno el joven Lou, calzando en sus hombros un saco de corte casual, acompañado de un cómodo pantalón marrón a juego con su corbata atada de nudo sencillo. Lou carecía del atractivo bizarro de etiqueta en las imperiosas narraciones fantásticas, sin embargo, su mirada se imponía hasta lo fausto, adverando la impresión de realeza presente en él. Su figura era frágil, mas no endeble, y su castaño cabello se recortaba, dejando solo un mechón decayendo en su frente, quizá armando el retablo de un pintor antiguo.
—¡No es motivo para violar la ley!, ¡es una escena de crimen!, ¡podrían detenerte! —. En las manos de Bedek se hizo manifiesto el temblor raquítico de quien la furia ha amainado con presteza.
—No he violado la ley, Nellamy me ha autorizado la entrada, y el jefe de departamento me ha hecho la invitación al desayuno. Será mejor darnos prisa, las cocinas deberán estar listas en un instante.
Las reprimendas ya anticipadas por Bedek decayeron lentamente por el fragor que ya resultaba agobiante y crecía paulatinamente. Fue Wimbley quien, ya apocado, acudió hasta el zócalo, precedido por el jefe de departamento, derramado de café y una ulterior masa amorfa e ingente de estudiantes, trabajadores y supervisores de piso que pendían teorías en torno a la escena de tan cruel asesinato.
La más próxima al lugar era una joven de la edad de Lou, de largo y lacio cabello negro, de manera que Bedek resolvió la situación.
—Llora — ordenó en un susurro a su hijo.
—¿Qué? — respondió este, con lasitud.
—Entrarás en cubierto a hacer la investigación, de manera que no se debe saber que trabajas por nosotros, finge dolor por los hechos —. Habrase convencido el joven Lou de las palabras de su padre y del tácito requiebro hecho a sus dotes histriónicas, o hayan sido las increpaciones conexas en el semblante del hombre las que devolvieron a Lou a la misión propuesta por Bedek o aún el verdadero dolor que le provocase la escena.




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