—Hijo. Es menester que te hagas de información de fuentes fiables, y, de ser posible, que entres a la buhardilla donde Levi solía contemplar el cielo. Averigua sus rutinas, lugares de recreo.
Para Lou Bedek la visita a la universidad Serenity en calidad de informante gubernamental suponía algo personal ultramontano a los deberes con la legalidad y rectitud. Cuando dobló el recodo que lo llevaría a la calzada principal que desemboca en Serenity, su mente se disparó a rincones álgidos contenidos en su propia infinidad; la amistad entablada con Levi salía allende de una confraternidad, su entendimiento mutuo se ensalzaba en los anales de la familiaridad. Levi era un hermano para Lou.
Helena Zwai parecía contener respuestas, aún cuando Antonio se reservase el contenido de su entrevista con ella para sí y los archivos clasificados del despacho. De manera que su primera arbitrariedad sería encontrar a Helena y desclasificar por su propia boca la información dada por esta a Antonio.
Por otro lado, existía Selma, quien brindó menos información y de menos precisión con respecto a las narrativas de Helena, quien, aunado a esto, sentíase más alcanzada por los sucesos, no por ello más trastornada o lamentada de la muerte de Levi. La fachada de Serenity difería mucho de aquella presentada el día oficial del cambio de Lou a Serenity. ¿Sería capaz de recordar el visaje y el rostro de la mujer que rehuía con pavor el anfiteatro que fungiese como aprisionamiento para ella por tanto tiempo? Sabía que Levi había escamoteado las intenciones para con ellas, pero aún se mostraba reacio a la idea de que Levi fuese un asesino o un caterva que trafique con féminas por un interés financiero. Algo en todo aquello se antojaba ominoso y su primer parada era la única posible: Helena Zwai.
Una vez sorteada la recepción, una calzada natural bordeada de arbóreas selvas urbanas y alfombrada con retoños dulces y fuertes daba la bienvenida, mostrando como primer cuadro el pintoresco edificio erguido a guisa de centro administrativo, con guarniciones barrocas y balaustradas de pésimo gusto, bañadas en ónice y resplandecientes al ínfimo rayo incidente sobre él.
La bifurcación ofrecida tras de la recepción conducía a las dos discriminaciones de estudio: Ciencias exactas y Ciencias humanas. Siguiendo el camino que sale de la dirección se accede al zócalo donde Levi fue hallado, allende, y vadeando las fuentes colocadas como proyectos de Biología en el estudio de anfibios y batracios, se llega a la torre de astronomía que se alza fausta varios metros hasta confundirse en el cielo, tocándola en su punta, a guisa de pararrayos.
Los edificios de Medicina se insertan celosos detrás de otro largo camino de musgo tapizado, dejando entrever vestigios experimentales de los botánicos en plantíos enteros foliados y etiquetados en peligrosidad por tribulaciones llamativas. No es sorpresa que el edificio de más afluente sea el de Matemáticas que permite hacer un corte de camino por el corredor conocido como la “hipotenusa”, de la recepción al zócalo principal. Sin embargo, en aquellos catetos desahogados de tránsito escolar nacían los caminos hacia los laboratorios de Biología y Química, razón que sus pasillos se circuían tranquilos no esperando la intervención de la ignorancia de un transeúnte que pudiera lograr un accidente.
Por la bifurcación caminaban las mentes en estupor, pues la filosofía y la historia es materia de complejidad equiparable a los casos tomados por Antonio Bedek en su despacho. Músicos, instrumentistas, muralistas y pintores lograron que aquel corredor se amenizara no solo con naturaleza corrupta por el bisturí y el ojo humano, sino con las abstracciones de estos mismos, un arte que no busca la destrucción y el desequilibrio material para encontrar belleza.
Antes del edificio de Matemáticas, y por un pasillo adosado a la cafetería celado por las sombras proyectadas gracias a esta, se encontraba el edificio de arqueología, lugar donde Lou Bedek suscitó sus ideas y ordenó pensamientos, entrando luego al anexo teórico de la carrera, para atender la primer clase.
Para Mei el desayuno se imprecaba con la ausencia materna que tanto observase y criticase antaño en una escena ya referida. Los huevos hervidos ebullían lacónicamente en su tenedor, y las bebidas matutinas no se endulzaban al contacto asaz de las mieles y azúcares granulados. Ora sea esto por la aspereza del caso de Levi Richards cuya afinidad recordaba espantada por las refriegas de su madre, ora por la ausencia perenne de esta en sus asuntos, ora por una mezcla termodinámica de estas, ora incluso por la pendencia que sugería un día escolar naciente.
Sea como fuere, Mei, transida de las cavilaciones y las conjeturas internas inició el diálogo con esa otra entidad que mora ajena a todos, pero que sin embargo funge como segunda consciencia y confidente en días laxos de acompañamiento. Algo ominoso crecía en torno a Levi Richards en cada ocasión que su nombre se instalase en ella.
—¿Es que acaso le he visto observarme impaciente desde las cornisas, jamás impelido a entablar conversación, misma que siempre ha sido ausente en una vida agreste, pero anodina como la mía?
En esto se detenía esperando la diligencia que le acompañaría hasta Serenity, secundada por otra hueste impaciente, y cuyos temas se bifurcaban, confundiendo la mente en sus cavilaciones internas. Expresando nunca sus ideas o encontrando otra alma curiosa como la suya, Mei se había avezado a la tranquilidad de una vida laxa, una anti-socialidad demarcada como prístina característica de su carácter manso.
Sin embargo, y no preparado ante la novedad, aquella diligencia brilló en dilación a su siempre acostumbrado reloj; y una mano en la fila se devolvió hasta los hombros de Mei, quien se sobresaltó, azorada por tan inusual acontecimiento.
—Disculpa que te haya amilanado, nunca me ha sobrecogido la prudencia. De los semblantes que han colegido aquí, creo adivinar que, acaso tú y aquel otro cuya presencia me repugna — señaló el barbián a un joven de fachada desgarbada y sin orden —; creo suponer bien que somos los únicos arqueólogos que esperan el transporte.
—Acerca del mendigo que suele limosnear en este punto de espera, creo que has acertado bien. Conozco un poco a ellos, compañeros habituales de camino: esa es Rebecca Lemon, y su novio Billy Nake, ambos facultativos en derecho.
—¡Graduados! — exclamó con estupor el interlocutor.
—Así es, personas que han sido vendidas al mismo sistema que estudian con afanosa empresa. Y la crudeza de sus palabras han repelido el afecto de casi cualquiera, no obstante, es bueno verlos puntuales a la espera de la diligencia. Se aseguran los tiempos gracias a todos y nuestros horarios habituales. Allí, en tiempo, se encarrera Martín Meiwes, cuya presencia avisa el rezago matutino; motivo que estriba las sospechas que ya se corren del retraso del transporte.
—¡Creíame abandonado en este mundo de egoísmo visual! No había resonado jamás el tinte que siempre lanzo de las puntuales observaciones que suelo hacer de cada cuadro en mi vida, pintándolo en áureo retablo para su estudio. Razón que impele mi siguiente conjetura: ¿eres acaso una artista tácita? Escudada en el estudio de una ciencia exacta para el aseguramiento de un futuro, de una calidad alimenticia del porvenir. O acaso por acuerdo oneroso con los padres que se acusa de falsedad, siendo nuestro estudio una complacencia a su naturaleza de buscar la especiación y evolución.
—¡Hombre!, ¡qué glosa!, y cuánta verdad acaparan tus palabras. Cierto es quizá que no es la plenitud de mi alma el estudio de la arqueología, pero esta retrata las mejores postales y postrimerías históricas. Sabiendo la rectitud de la disciplina, ahondar en su carta artística no será difícil. ¡Y ahora que las nimiedades morales han sido cubiertas!, ¿gusta que pasemos a las presentaciones, noble artista de la palabra?
—Mi nombre es Douglas Emek — según la disponibilidad de inteligencia, se adivinará que Lou Bedek está detrás de aquel disfraz, en su faceta de encubierto, pero que, sin embargo, la conferencia hecha a guisa de discurso con Mei eran sinceridades de un corazón que se hastía del trabajo que realiza, pero se mueve con la energía del espíritu aventurero y desvelador de aquellos misterios que envuelven su sangre o amistoso círculo.
—Soy Mei Fennel, de una estirpe de comerciantes en la comarca asiática de Marsweet, pero a cuyo báculo no nos logramos hacendar ni mi madre, ni, ergo, la fragilidad de esta niña. La partida de mi padre supuso nada más que dificultades en la interpelación entre madre e hija; Selfina es foco ahora en estos tiempos, incluso así me esperanzo en que Marsweet esconda alguna reliquia de interés, así pudiendo resguardarme en aquella familia que ha tiznado nuestros nombres hasta las cenizas calcáreas del olvido.
En esto llegaba la imprudente diligencia, armando la movilidad y atenazando amistades entre Lou y Mei, quienes abordaron el carro y se apearon luego de veinte minutos de confidencias y escaramuzas personales que resonaron entre ambos. Tras apearse de la diligencia, Mei bifurcó caminos con el joven Bedek, quien pudo referir la puntual descripción de la universidad Serenity. Y, antes de empezada la clase, Helena se emplazó en escena, atrayéndose con indiscreción hacia Lou, quien miraba atento por la ventana del salón dos del segundo piso esperando avisar la llegada de Mei y anticiparse a esta.
—Buenos días, caballero — Helena no se destacaba por su languidez o coquetería, más aún, se presumía de la austeridad inmediata a cualquier espécimen masculino que buscase su conquista. Esta, a su vez, escaseaba, pues los tesoros y el oro por eso son preciados, lo exiguo y raro de su naturaleza es lo que los entronizaba a los ojos del pecador y el lisonjero; los unos buscados por su valor, y las reliquias como Helena por la ferviente belleza contenida en sus maneras y visajes.
De corta estatura y dulces ojos, Helena se jactaba de sus figuras gráciles y espontáneas al tacto, en el sentido más infantil de la palabra. Su pequeñez era relativa, pues la gente de Terión suele ser de gran altura, y para los estándares de esta ciudad capital, Helena se encogía al promedio. Nunca coqueta, solía vestir con recato y pudor, rara vez dejando entrever acaso los dedos de sus manos entre sus tersos guantes aterciopelados. Por lo demás, el luto en su vestimenta no coincidía con la cotidianeidad habituada en ella.
Aquella mañana, Helena se guarnecía de un largo vestido mayestático y de porte elegantemente fúnebre. Sus acostumbrados guantes blancos se sustituyeron de unos negros a juego con el velo que cubría su rostro, vedando así también las expresiones resueltas en ojos y labios de aquella, mismos que se entronizaban con un colorante de jaspe rojo. Las interrogantes se volvieron interpretaciones erradas de lenguas inexpertas en la psicología, pues claros eran los escapes y excusas en cada pregunta alzada contra la solícita conspicua de Serenity.
—¡Hola!, debes ser Helena, ¿cierto? Aquella que fue retenida contra su voluntad en aquel álgido sitio, debió ser infernal cada minuto contenido en el anfiteatro. ¿Has logrado mejorar tu estado?
—Lo hacía hasta hace poco, noble caballero, pero los dioses disponen de nuestros libros de vida como sea su conveniencia; y para mi porvenir no hubo mejor infección que aquella que recaba todas las desgracias de un luengo periodo temporal para soltarlos cuán rayo en una sola y gran tragedia.
—¿Y cuál es esa, si no es inverecundia preguntar por ello?
—¡Oh!, ¡de eso nada! Es mi gato, ayer ha fallecido en condiciones muy extrañas, y los dictámenes del facultativo disponen de un asesinato intencionado, o, como dicen en los edificios próximos a la gran calzada: un acto doloso.
—Ya veo, me presento, mi nombre es Douglas Emek, de una famosa estirpe de transportistas en la comarca central, en Hermendía.
—Mucho gusto, Douglas. Ya que hemos confraternizado, ¿pecaría mucho de hacer pedido de su compañía esta tarde?
—Retrotrayendo su frase: «¡de eso nada!». Con gusto la acompañaría, solo hace falta disponer de las nimiedades técnicas de tiempo y lugar.
—Es una sucinta visita a unos familiares con quienes hay que sincronizar los funerales de nuestro gato y un hijo que murió en las mismas condiciones, aunque este médico haya apuntado a una causa natural, no habiendo señales de violencia, claro que Micifús las presentaba, pero no menos se esperaría de un cuerpo que ha caído desde la azotea.
—Si bien es extraño el número creciente de muertes, no creo prudente mi presencia en el solemne acto.
—¡Oh!, pero, caballero, apelo a su sentido común. Busco su grata compañía durante el camino, no su presencia en el acto, que, como ya refiere, sería por menos incómoda y fútil —. Dicho esto, se acordó la partida a las tres de la tarde y como reunión el atrio fuera de la recepción. Conferidos ya los ápices de la empresa, Mei asomó su cabeza por el umbral de la puerta, y por la cima de los libros que cargaba con dificultad, solo Lou acudió a ayudarla.
—Gracias, Douglas, qué amable. ¡He visto que hablabas con Helena! Parece una dama de luto, ¿qué le ocurre?
—El fallecimiento de un familiar que parece menos enternecedor para ella que la muerte de su gato.
—Hay que entender que a veces las mascotas se apoderan de más familiaridad que la misma —. Su largo cabello caía majestuoso sobre sus cuadernos, apartándolo con un ademán infantil.
—¿Sabes algo del caso del chico, Levi Richards?, tengo entendido que parecía acercarse a las chicas del colegio.
—Era muy discreto, no vacilo en afirmar que aquel era un joven de los que no se ven en la cotidianeidad. Si bien lo arisco y lo taciturno es inherente en cada quien, restando solo proporciones en la desenvoltura de cada quien; en él se manifestaba como gangrena ascendente desde sus ojos hasta su voz, ambas rehuidas de los reflectores y el ojo público.
» No con esto quiero decir que repelía por naturaleza a cualquiera, sino que esta misma lo aislaba. Siempre me pregunté cómo no se atrevía a congeniar, era muy inteligente y sus conversaciones chispeaban. Recuerdo recibir una cátedra nada despreciable de astronomía por su lengua, una lástima que se haya carcomido por la ilusoria intención de un libro de ofrecerle placeres ominosos.
—También solía ser mi amigo, y es lastimoso sentir impotencia ante sus actos. Quizá no fue el más prudente, pero algo más se pudo hacer por él, daría lo que fuera por encontrar una causa.
—Ni hablar — finó Mei, jugando con su cabello y dirigiendo miradas intermitentes a Helena, quien devolvía, a juzgar por la mortecina pose adquirida, una mirada helada, calculadora, una admiración de los muertos —. ¿De qué más has departido con Helena?
—Quiere que la acompañe al lugar donde se celebrará el acuerdo para el fúnebre fin del chico y el gato. Iremos hasta la localidad de Sert, al sur, antes de cruzar el río. Dudo que sea lo correcto invitarte, dado que he recibido particularidades con ella.
—No, no es eso — señaló, agitando su mano, queriendo mover algo, quizá sus pensamientos —. Hay algo en ella que no está bien. Helena tampoco era escándalo, pero siempre mantuvo un perfil bajo, y sus miradas henchían el cuerpo con positivismo; ahora su mirar es álgido, y el velo que la cubre impide discriminar el visaje que muestra. Deberías andar con cuidado.
—No tomes cuidado, ya imagino que el trastorno de haber sido secuestrado y perder integrantes de la familia debe ser duro. Acaso estará llorando en silencio y para sí, no pudiendo ya precipitar ninguna lágrima, habiéndose desecado con la amarga noticia que antecedió a aquellos momentos de pánico —. Y con esto dio inicio el día, con el que, bajo orden de Antonio, Lou debía esforzarse como siendo alumno presto de esa carrera.
El reloj corría y, durante los períodos de ocio y de comodidad, Lou confirió con Mei acerca de temas joviales y más mundanos que la extraña muerte de Levi Richards. Gracias a esto, en ellos, en corto plazo, se enlazó una amistad sincera, e incluso los profesores premiaban la amistad por la brillantez y cordura que circuía a Mei desde la llegada de Lou Bedek; parecían complementarse. Y justo antes de la cita con Helena, aunado a que Mei no compartía la última clase con Lou, estos se despidieron efusivamente a las puertas de otro noble edificio, siendo luego llamado Lou a la oficina del director.
Retrotraído a su llegada a Serenity, Lou se inició en la recepción para atender la cita con el directivo. La fachada del edificio se mantenía indemne a pesar de que millares de ojos lo hollasen, y las lenguas mencionaran su nombre en infinitas ocasiones, ora para periódicos y revistas, ora por la morbosidad provocada por un asesinato tan poco ortodoxo, ora incluso por intereses meramente arquitectónicos, la fachada del edificio del director, con la graciosa saliente del balcón recibía alegre a Lou Bedek, quien penetró impelido por la curiosidad sobre las menudencias de Helena sobre el caso de Levi Richards.
En el recibidor, una guapísima secretaria revolvía documentos y los membretaba vertiginosamente con fiereza. Su escritorio era una media luna con varias plantas de interior reposadas con dulzura sobre hamacas improvisadas con lianas que cruzaban la maceta, meciendo la hojarasca con un ulular del viento. A su derecha las escaleras ascendían hasta los despachos de las sociedades administrativas, a su izquierda descendían quizá a los cuartos de calderas o al drenaje subterráneo, descartando por una nimiedad la idea de que fuese una bodega de documentación.
Una vez arriba, las augustas puertas del despacho del director descollaban, robando la atención a los otros cubículos y despachos menores a diestra y siniestra del conspicuo corredor. Con una llamada de aldaba, la grave voz del entonces director le invitó a pasar amablemente.
Un modesto escritorio y un hombre apurado en inventario daban la primera impresión a quien se molestase en visitar aquel pulcro lugar. Macetas con helechos y trofeos entronizados en pedestales se apostillaban en la parte trasera del despacho, mientras los diplomas y fotos con personalidades de alcurnia tapizaban la pared a guisa de papel tapiz, no encontrando vestigios de este salvo un asomo cercano a la pared, donde un documento ovalado permitía conjeturar el color y textura de la piel de las paredes.
—Las otras cinco cajas son de documentos ya foliados por Denisse; por hoy has terminado, Terry, pero te espero puntual mañana a primera hora en las cocinas, hay que declarar —. Así despachó al joven presuroso, quien bufó de alivio y se apremió a la puerta, acuciando su salida. A pesar del desorden del inventario, la oficina se hallaba diáfana, y, ayudando al viejo director a mover las pesadas cajas a un recoveco, el despachó bruñó una vez más, pecando de perfecto. El amistoso hombre tendió un cazo con dulces de mantequilla a Lou, quien tomó uno e inició la conferencia.
—¿Cuál es la causa de la visita, señor?
—Joven Lou, conozco de antemano su trabajo de colaboración con su padre en el esclarecimiento del caso de Levi Richards; aun debo insistir en algo que preocupa no solo a mí, sino al departamento de Salud en general, y es la utilización de la repetición para resolver el caso. Sea cual sea la estrategia usada por los detectives, he de exhortar a usted que se atenga estrictamente a las comandas hechas por su padre.
—Tengo órdenes de conversar con los sospechosos que se vayan discriminando en las investigaciones en orden de poder encontrar pruebas fehacientes que ayuden a inculpar a los responsables. Dudo mucho que estos señalamientos supongan un peligro para mí.
—¡Señor Bedek! — bramó vesánico el director —. ¡Tengo una trayectoria impecable de veinte años de docencia! No crea que desconozco a los adolescentes; y tampoco infiera que soy ignoto de su relación con el joven Levi. A ojos de su padre parecerá acatar las órdenes dadas, pero sé bien qué usted hará una investigación por su parte, como hablar en primer lugar con la señorita Helena.
» Debe saber, joven Bedek, que aquello en lo que, personalmente conjeturo, Levi Richards ha jugado no es algo que deba repetirse; e ignoro la manera en que el joven Levi haya tenido acceso a tales libros, de modo que una vez más debo exhortar a que no siga la pista del joven Richards, y se abstenga terminantemente del contacto con todo aquello que haya sido hollado por él. Las autoridades dispondrán de ello como es debido sin su intervención. ¡¡Escúcheme, señor Bedek!!, ¡no juegue con este caso, por su bienestar!
» Asimismo pienso que los detectives y el departamento de Salud pierden el tiempo remendando las actividades con entrevistas y datos de adolescentes. Si yo hubiera de buscar las causas que llevasen a Levi Richards a cometer sus acciones, buscaría en la literatura; pero eso es algo que debería confiar a su padre, no a usted, joven Lou, de manera que, au revoir.
Gozando de un privilegio divino, la hora de salida colindaba directamente con un fenómeno en Terión donde los cielos corren apocados por alguna fuerza inerte en la atmósfera, barriendo las nubes con estética en un retablo poco habitual en las costas. La capital de Terión recibe su mismo nombre y se asienta en la veta del río que corre desde el desfiladero del diablo; su altitud logra que desde ciertos valles y miradores altos se logre vislumbrar el océano impertérrito con facilidad.
Lou aún digería la conferencia con el director, cuando una suave mano se posó sobre él, estremeciendo no solo su cuerpo por la respuesta intuitiva, sino que lo álgido del contacto había corrido sobre su médula espinal.
—¿Lo he azuzado, joven gallardo? — soltó Helena con una voz infantil que dejaba suponer una calma fría sobre las últimas muertes en su familia —. Debieron ser cavilaciones muy profundas, quizá.
—¡Oh!, eso. No realmente, he recibido un par de admoniciones del director, eso es todo.
—¡No sea tan duro, caballero! — con un sensual ademán, Helena llamó a la movilidad a Lou, quien se puso en marcha con presteza, aun con miedo e intriga. Suerte acaso que la visita con Helena quedase relativamente cerca de la casa de Levi, que buscaba visitar antes de presentar orden a Antonio sobre su primer día de investigaciones —. Debe concientizarse acerca de la situación. Nada normal apuntan los asesinatos en tan corto periodo; y los intersticios cada vez parecen más lacónicos y desapercibidos, ahí tiene a mi gato y mi sobrino, cuya paz dudo que alcance su reposo. Al menos no hasta el esclarecimiento del caso.
—Con todo ello y siendo prudente con las preocupaciones del hombre, creo que las increpancias que ha tenido hacia mí son injustas. Pero es algo que concierne mis asuntos, quisiera hablar algo más de usted, señorita Helena. ¿No notaste nunca un aciago apego de Levi hacia ti?, ¿nunca fue extraño el desenvolvimiento de este con tal rapidez?
—¡Qué curioso, caballero! — saltó Helena, cuando llegaban a un gran centro comercial de donde se expelían profusas huestes cargadas de regalos. — Es la misma pregunta con la que inició el interrogatorio con la policía.
—Ah, ya lo creo. Supongo que mi sangre se enerva ante los casos tan extraños como el de Levi — Helena detuvo a empellones el paso, lanzando luego una fuerte mirada a Lou, quien se estremeció desde su núcleo hacia el exterior; manifestando apenas un suspiro casi imperceptible.
—Bueno, quién adivinaría las vicisitudes que me han conducido hasta este escenario. Es decir, supongo que tengo ese apego natural hacia los hombres de placeres intrínsecos en lo ignoto — dijo esta, señalando un carro que ya abría sus puertas para ellos —. Joven Douglas, hónreme presto a su abordaje, que el reloj aprieta, aunque bien hemos de departir en el camino.
Aquel carro se bañaba en la opulencia y el brío que había sido descartado de la creación de la diligencia que hacía de transporte para las callejuelas aledañas a la localidad. Bien se adivinaba el pingüe parné y la atavía que colegía a aquella familia antes del horror que a estos se atenderán una vez esclarecido el caso de Levi Richards y en el cual he visto la horrible evolución.
—¡Conque por ello no llegas en la diligencia colectiva! — exclamó con elocuencia el gallardo hombre al tiempo que sus ojos asomaron el pasar undívago de la sociedad de Terión al paso de la barroca diligencia particular.
—¿Perdón?, no atino a ver aquello de lo que gusta hacerme partícipe.
—El transporte colectivo que sale de la gran calzada para llevar a los alumnos a Serenity.
—Joven, veo que no le han sido alcanzadas las noticias y normas impuestas desde el caso de Levi Richards. Sabrá bien que estos armatostes están hechos para una socialité cuya pereza se ensalza en su opulencia e imprudencia, siendo inútil usar un artefacto móvil en estas calles tan pedregosas y entregadas a los que se mueven por sus medios motrices naturales. Y siendo tan bella experiencia caminar por el vulgo, saludando aquí y allá a todo integrante de este lugar.