Resguardado por la umbría nocturna, un hombre que evade la ebriedad se dirige con paso firme y furtivo hasta una callejuela escarpada, similar al callejón que conduce a la casa de los Richards, salvo que esta desciende. Esta se halla flanqueada por pescantes estentóreos que cubren la atención, así siendo un sitio conocido exiguamente en las lenguas prístinas de la lascivia.
Dicho hombre anodino, de lustroso traje y lúgubre mirada cata ulterior las disposiciones antes de adentrarse a la callejuela, que se tuerce antinatural desde sus primeros metros en un recodo recto que conduce a una calzada más amplia y subrepticia; en ella se encauzan dos vertientes, optando este por la segunda, en el funeral sepulcro al que se encuentra abandonado aquel sitio. Una vez encontrando la tercer puerta del lado derecho, dirige una tercia de leves disparos con los nudillos en la aldaba, que se inmuta lacónica, dando paso a unos ojos centinelas que no discurren las materias, sino buscan solo el pecuniario, que es mostrado raso entre los pliegues del saco del hombre, que entra al lugar, dejando en abandono mortuorio aquella calzada una vez más.
Una vez dentro, los visajes no se mostraron más hostiles, solazados de la cantidad mostrada, condujeron aquellos pasos hasta un corredor donde se mostraban los productos principales, frutos inmaculados recién capturados, cosechados algunos después de ciertas materias complejas. Ocho eran aquellas, pues los servicios especiales se conferían en un local diferente. Pasando revista de cada una de ellas, se decidió por aquella que le había prestado el servicio en el par de ocasiones anteriores, el hombre fue conducido solícito hasta un cuarto en la parte alta del recinto; no la misma suerte acaeció a la chica, quien a empellones subió las escaleras, prendados de sus cabellos, el patrón bramaba silencioso las advertencias pertinentes para un trabajo a un cliente frecuente. Un último golpe se escuchó, seco, antes de que la puerta fuese cerrada a cal y canto. El negocio de la prostitución florecía en aquellos tiempos de cólera y desvarío público.
Los titulares de los periódicos mostraban el mismo fenotipo de hace unas semanas, se trataba de las últimas novedades de los casos de desaparición, o la exclusiva de un nuevo plagio, no obstante, esta vez pasó desapercibido para la prensa, al tratarse de un caso especial.
—Quiero hablar con Antonio Bedek — pidió amablemente un hombre acendrado y acémila —.
—Seguro, pero los tratos con el jefe del departamento de inteligencia son únicamente urgencias, y para poder entrevistarse con él hace falta que el director lo apruebe, ¿gusta antes pagar una visita al director?
—Sin ningún problema, señorita — en el traje del hombre apenas se asomaba el ápice de un bolígrafo de punta de diamante, su sonrisa estaba pulida con las cuerdas de la divinidad, y su pelo se relamía hacia la derecha, era un cuadro totalmente sobrio el que Hugo Salazar presentó en la recepción de Serenity a la recepcionista, que dirigió una coqueta mirada a él y su cuerpo de guardia recién contratado.
Al entrar a la academia, Hugo se maravilló de la naturalidad con la que se desenvolvían las historias dentro de la casa de estudios. Fuera, Terión se había sumido en una paranoia colectiva, las aves cantaban aterradas, y el óxido se había apoderado de las cuerdas vocales de ciertos animales nocturnos, creando una sinfonía distópica en el ulular de los búhos. En Serenity el relente todavía daba paso a un rocío hidratante y fresco, las frases no contemplaban el caso Levi-Bedek como un tópico de interés, se departían disquisiciones filosóficas y matemáticas en tanto y en torno de las estatuas erigidas a otros héroes del conocimiento y la filología. Con paso firme, pero en estupor, Hugo se dirigió a la dirección, donde no hubo de preguntar por indicaciones, ya que Matthew Edel regresaba en conferencia con Antonio Bedek, las dos personas a las que buscaba encontrar, y a las que interceptó hostilmente.
—Caballeros, buen día — inició el acémila.
—Señor, le pediría agendar una cita, ya que el señor Bedek y yo tenemos calendarios sumamente apretados y debemos atender casos mayores —. Finó Edel, autoritario, y dispuesto a dirigirse a las escaleras, fue vedado el paso por los guardias de Salazar, movimiento que llevó a desenfundar el arma a Bedek, así como los guardias, esta escena se suspendió un momento, hasta que Hugo rompió el silencio.
—¡Oh!, pero creo que no tendrá el contratiempo si se detiene a tratar el caso con un hombre de negocios, ¿no es así, doctor? —ante el silencio de Edel, Salazar siguió —. Mi nombre es Hugo Salazar, y quisiera ponderar ciertos asuntos con el jefe de inteligencia, Antonio Bedek, si no es molestia.
—¿Guarda algún parentesco con Vania Salazar, caballero? — apuró Bedek, al observar que Edel se disponía a hablar. El silencio de Hugo afirmó su pregunta, y este bajó su arma, lo mismo que la guardia, que nuevamente flanqueó al magnate.
—Debe ser su padre — intervino Matt, señalando con su mano las escaleras, para que los tres pudieran conferenciar en un salón más adecuado — pase usted.
Desde la intromisión de Lou en el despacho, la decoración había sufrido cambios ínfimos que lograron la conmutación del espacio de un director, en el despacho de un médico retirado, con un cadáver didáctico cubierto de notas, una calavera humana a guisa de lapicero y pisapapeles de huesos.
—¿Es usted osteólogo? — preguntó Hugo, mientras Edel comunicaba a una mujer que se les fueran otorgadas tres tazas de café negro.
—No, estoy especializado en psiquiatría, pero mi mujer sí era osteóloga, precisamente osteóloga forense, esperábamos los permisos para operar una clínica local, así como abrir un laboratorio forense, ya que supimos, el último fue consumido por un incendio.
—¿Quiere decir que su esposa no vive?
—No, señor Salazar, Linda murió poco después de que nos mudáramos a Terión, ella tenía una enfermedad respiratoria, una condición ciertamente extraña. Cada tercer día solíamos bajar a Milén, a dar un paseo en la ensenada, ella solía amar los dulces de coco de Selfina, se comercian en la frontera marítima, y desde entonces conservo algunos, ¿gusta? — asintiendo gentilmente, Hugo y Edel compartieron una mirada de complicidad, él había logrado acceder a los sentimientos del álgido y vesánico director de Serenity. El café había llegado y cada uno sorbió un poco.
—Los retoques médicos le dan al despacho un aire — se detuvo, tratando de hallar un adjetivo correcto —, asceta —. Mencionó tras quitar la mirada a un frasco con un cerebro conservado en ámbar.
—¿Cuál es su consulta, señor Salazar?, ¿es Vania hija suya? — terció Bedek, con una impavidez natural.
—Ella es mi hija adoptiva, señor Antonio, llegó a la familia Salazar hace doce años, a la edad de cuatro, después de la desaparición de nuestra hija biológica — un silencio de aquellos que claman por no ser interrumpidos se extendió en la sala, hasta que, con un tono quebrado, Hugo prosiguió —. La llamo desaparición pues creo que aún sigue viva, aunque hay más hechos a favor de que ella ha muerto.
—¿Cuál era el nombre de la otra chica? — inquirió Edel, tras su escritorio, bebiendo plácido su café.
—¿Mi otra hija?, ¿es eso relevante? — dispuso seriamente Salazar, tras carraspear y aclararse la voz.
—Cualquier información que nos pueda proporcionar para dar con Vania será útil, señor Hugo.
—Mi otra hija debería tener ahora veintiuno, es cinco años mayor que Vania. Esa noche — Hugo se detuvo a mirar por la ventana, el sol no miraba al despacho del director, ya que el primero de ellos odiaba el exceso de luz, de manera que la ventana daba al Norte, y el sol corría a los costados, así, la vista de Hugo se nubló por los edificios pequeños que subían por la escarpada pendiente —. Esa noche fue el cumpleaños nueve de mi hija, su madre se afanaba en dejar reluciente el salón, recibiríamos a los Zwai y a Kouli Lonhard, afamado científico. Ella era una niña feliz, y esa tarde paseaba a caballo con su nodriza, ambas llegaron a salvo a casa, y decidí llevar a la niña al mercado local a que eligiera un obsequio, y a tomar mi chaleco del sastre, quien lo remendaría, así como me ve hoy día, he estado adelgazando desde entonces por la pena. Cuando entré a ver al sastre, ella se quedó jugando con unos pichones, me entretuve más de la cuenta, he de admitirlo, y al regresar a donde mi pequeña, había desaparecido, y mi corazón no pudo descansar ese tiempo.
» Una semana después, llevé a Lezi, mi esposa, a que diéramos un paseo por los lindes del bosque, allí encontramos a un hombre que paseaba ebrio, anunciando un centro de adopción que cerraba a causa de la falta de fondos, al parecer abandonarían a su suerte a los niños que no fueran tomados de inmediato. Luego reparé en que no se trataba de un beodo, sino de un pregonero; una de esas niñas se acercó a nosotros, y Lezi quedó enamorada de ella, decidió llamarla Vania, y desde entonces ella se ha cobijado en nuestro apellido.
» Sé que he abierto su corazón, señor director, mientras me relataba acerca de su esposa, de manera que sé, no le es ignoto el sentimiento de perder a alguien tan amado, imploro a usted que encuentre a mi Vania, no me perdonaría si pierdo otra hija en manos de las desapariciones. Aquel que cometió la primer felonía pudo aprovecharse del fragor por el caso de su hijo, señor Bedek, para sustraer a mi Vania y llevarla a quién sabe qué destino.
—No, sin duda se trata de Lou — afirmó Matt.
—¿Cuál dijo que era el nombre de la primera niña?, su hija biológica — terció Bedek, omitiendo el comentario de su interlocutor.
—¿Perdone?, ¡oh!, pero si no lo dije. Ella se llamaba Sanna, Sanna Salazar.