La extraña muerte de Levi Richards

Capítulo 3. Las memorias de Levi Richards.

Mi nombre es Levi Richards. Lo que estoy por referir comparte lo ocurrido hasta antes de mi salida al anfiteatro de la universidad Serenity en la capital Terión homónima a esta. No puedo decir que siento arrepentimiento por lo que he hecho, pero, asimismo, espero que quien me lea entienda las razones que me encauzaron a este destino.
Como datos autobiográficos debo añadir cosas que son irrelevantes, nimiedades que una figura o pública como yo no debería darse el lujo, pero no puedo aseverar mi supervivencia después de esta noche; de manera que quisiera dejar constancia de la huella del hombre llamado Levi Richards antes de embarcarse a una aventura que podría no terminar bien.
Nací en el seno de una familia bien acomodada en la parte agreste de Terión, en los lindes de esta con Selfina, en Delow, una localidad no portuaria de Terión la ciudad al sur. Mi padre es David Richards, mi madre es Emma Richards, ambos agricultores buscando una vida mejor en la ciudad capital.
Crecí en Terión en una zona poco concurrida por la disposición de esta. En una de las avenidas principales, una escarpada calle se alza mayestática en una escarpada pendiente, y las casas preternaturales parecen suspenderse sobre las nubes los días de vaho matutino. Al final de esta calle escarpada una tapia circuye el vecindario, medida tomada por personas ancestrales, anteriores a nosotros, después que los deslaves continuos en la pendiente tras del asentamiento destrozasen un consultorio dental cercano a mi hogar. Un pasaje se abrió entonces entre las fachadas de las casas más cercanas al cielo y la tapia, un corredor que serpeaba irregular entre los hogares.
La calle escarpada y todas aquellas que subían hasta el vecindario tenían solo tránsito local, excluyendo a los pacientes de los odontólogos del lugar, pues, al ser tan extenuante empresa subir la pendiente, era rehuido por las personas en general. Hasta la disposición de un alcalde de hacer escaleras comunes en el lugar; esto motivó a los vecinos a subir a conocer las hermosas vistas de detrás de la tapia, solo asequibles desde la mansión de los Zwai antaño.
Ahí fue cuando lo conocí: Lou Bedek. Un chico transido de las vicisitudes a las que estaba sujeto con su padre: un detective local, Antonio Bedek. Para su padre, Lou debía significar el pase de estafeta en el negocio de la criminalística; en casos menores como la desaparición de Liz July, una niña de padres muy ricos, el nombre de Lou ya había hecho eco después que se enfrentase al captor de la niña con apenas quince años.
Cuando Lou subió por las escaleras hasta mi fachada, encontré a un hombre famélico, no de piel o carne, sino de espíritu. Sus ojos no bajaban por el cansancio, pero su mirada era lánguida por alguna otra razón; siempre fui alguien solícito, de manera que fui abajo a ofrecerle un poco de agua, pensando erróneo que aquel era un chico necesitado.
—Gracias — diría él con un poco de aspereza en la voz, parecía cansado — no creí que hubiese tal hospitalidad después de haberme hecho con el empleo de subir hasta acá. Aunque he de conjeturar que es empático, ustedes hacen esto todos los días, deben estar bien y conscientes del esfuerzo hecho para subir.
Reí un poco.
—Disculpa, amigo, te creí un necesitado, tu mirada denota hastío, quizá de un largo y sinuoso camino que has ido vadeando.
—Físicamente no lo he hecho — dijo Lou, alzando la cerviz fausto y respirando el aire ofrecido por el desnivel atmosférico en la cima de la escarpa —. Es Antonio, Antonio, el detective, Antonio el de la pulcra trayectoria. Me sorprende que no me hayas reconocido por el caso de July, se habló mucho en su tiempo.
—¡Oh! Sí que lo conozco — reí más, Lou alzaría perplejo una ceja, parecía que mi actitud le hacía mantener su distancia, me enserié para continuar —. Perdona, mi padre suele usar siempre esa muletilla en su discurso: «¡Oh!, Amigos».
La sinceridad surtió efecto positivo en ambos, entregándonos a las conferencias una tarde, misma que encontramos a un panadero a unas cantas casas de distancia hacia abajo. A Lou le pareció buena idea acercarnos a él y pedirle escolarización en su oficio; Lou se empeñaba afanoso en no caer en el trabajo de detective policial o agente de inteligencia en el gabinete de Terión.
Durante un par de meses bajábamos hasta aquella puerta, donde nos construimos como panaderos aprendices. El nombre de nuestro maestro de oficio era Amy Peterkov, contrario a lo evidente, Amy era un hombre; muy rudo en realidad. El primer indicio de una cólera enfermiza en ambos y la ambición del conocimiento vendría después que una mujer del vecindario hablase a Antonio de la convicción de su hijo por aprender el oficio de las harinas y las leches procesadas.
Teníamos que buscar un entretenimiento diferente, y mi padre nos dio la respuesta. Había conseguido en una compra a uno de sus clientes un rústico telescopio que nos confío alegremente. Desde entonces subíamos las noches donde los gritos de Antonio eran más profusos a mirar las constelaciones:
—¡Un abyecto hombre sujeto al yugo del comercio, de las sucias manos de los dependientes, de los que empacan las materias primas!, ¡mi hijo no será un esclavo! — aquellas y otras palabras más altisonantes alcanzaban mi hogar cuando la puerta de los Bedek se abría al mundo, señal de que Lou estaba por subir. A pesar de todo ello, jamás una lágrima precipitó por las mejillas de mi amigo, endeble en su cuerpo, pero hercúleo en su espíritu.
Cuánto más nos acercábamos a los conocimientos del libro, más contumaces se volvían nuestras vidas y faenas nocturnas. Nunca profanamos tumbas o asaltamos al transeúnte en busca de experiencias más interesantes, sino buscábamos algo que acelerase nuestros corazones y alborozase nuestro cerebro; queríamos que la adrenalina corriese por nuestra parte de mundo. Comenzamos con excursiones a los barrancos adosados a la dehesa de los Zwai, y entonces nos enteramos de ciertas muertes que habían recluido una ciudad del centro hacía tiempo, y las asociaban a un libro maldito. Hollamos la historia de Lennon Fairbanks y quisimos encontrar la fuente de todo ello.
Pero llegó la hora de entrar a la universidad y la severidad de Antonio y la de mis padres sesgó tajantes nuestras resoluciones infantiles. El último día que conversamos luengos Lou y yo fue un día cercano a mi cumpleaños, cuando mi padre me anticipó el regalo con una membresía a la biblioteca de la capital; un enorme acervo de conocimiento listo para que mis ojos los develasen.
Había sido cautivado por la arqueología según las noticias de Selfina sobre unos aparentes monolitos al fondo del mar; la atención se encauzaba a ellos, y mi hambre filosófica me llevó a buscar ser catedrático de esa ciencia. Lou miró triste la invitación a todo ese conocimiento, pues entraría de académico a la policía como agente de inteligencia, el mal había triunfado.
Dejé de ver a Lou, y mi compañía se vio dominada por aquel lugar, aquellas estanterías, y el lugar donde lo conocí: Matthew Nihel Edel. El bibliotecario parecía alguien un poco allende de su trabajo, en mi primera visita, cuando miraba los libros de fisiología y remedios arbóreos, Edel se acercó, dándome entonces una cátedra de Medicina.
Cada tarde, después de clases acudía a la biblioteca, y fue él quien alcanzó ante mí el hermoso conocimiento del que tanto habíamos quedado prendados Lou y yo en el pasado, “el Grimorio Teratológico” estaba en mis manos, y las creencias de los antiguos nativos de Taured se desplegaba augusta ante mí. Entonces he de volver un poco a los días de instituto.
Los taciturnos y adustos como yo siempre solemos adornos a las primeras muestras de gentileza mostradas por alguien. El día donde nos mostrarían la universidad a los elegidos, mis padres no pudieron acudir, y quedé a mitad de una gran calzada, preguntando a muchos profesionistas el camino hasta Serenity, encontrando la indiferencia y el “voy recortado de tiempo” de cada uno. Hasta que una mano me brindó apoyo.
Aquella era una chica muy linda, baja para la estandarización de Terión, pero con dulzura en su voz y en sus ademanes, de luengo y lacio cabello, Mei Fennel me había ayudado a encontrar Serenity, y, casi eludiéndolo, quedé enamorado a los tres meses de ella. Pasó un largo tiempo hasta que manifestase eso con Edel, el mejor confidente que había tenido luego de que el desapego adolescente con mi padre, bueno, adoleciera (quizá de ahí el nombre), la tarde siguiente departimos acerca del Grimorio, y el compendio que este significaba en la historia de la isla.
Edel desapareció días después, Antonio, el padre de mi entonces amigo Lou Bedek estaba en la pista del doctor por los suicidios acaecidos tiempo antes, los pacientes personales de Edel habían sufrido destinos compartidos en la postrimería de pastillas y alcohol o simples cortes de garganta; no sabiendo qué provocaba sus defunciones pues, según las familias, los difuntos sí poseían algo de depresión, pero no la suficiente para exacerbarse a ese punto.
Eso había quedado relegado después que los capítulos del Grimorio se mostrasen ante mis ojos. Uno particular había cautivado mi atención, ignorando las palabras de Matthew Edel, mismas que ahora crean anatema en la antesala de mis acciones; el capítulo de Myrna parecía tener las respuestas ideales a mis exigencias: Mei Fennel, ella era el objeto póstumo de mi deseo, el pedestal hacia el cual ascendería sin importar los caminos que haya que sortear.
Las acciones y rituales parecían excesivos a la meta a la cual quería prendarme, de esa manera inicié con ideales mucho más ínfimos. Mi padre comenzó a sospechar después de encontrarme leyendo el siguiente pasaje sobre un ave que capturé para adverar las palabras del libro:
Las almas del puro,




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