La Flor Y La Llama Azul

3. El Pacto Centenario

Noxferia no era un reino como los demás. No se encontraba en los mapas de los hombres ni en las rutas de los mercaderes, pues pertenecía a otro plano de existencia un lugar donde la realidad misma se desgarraba y la luz era un intruso. Se le conocía como la Tierra de Sombras y Llamas Azules, un dominio regido por fuerzas que escapaban a la comprensión de los mortales.

Desde las alturas, Noxferia se extendía como un océano interminable de oscuridad que brillaba con destellos incandescentes, como brasas eternas encendidas bajo la corteza de la tierra. No había sol que guiara los días ni luna que marcara las noches; en su lugar, un resplandor espectral de fuego azul surgía de grietas en la roca y de torres volcánicas que jamás dejaban de rugir. Ese fuego no ardía como las llamas comunes era frío al tacto, pero consumía el alma de aquel que se acercaba demasiado.

Los cielos de Noxferia eran un manto de ceniza perpetua, con relámpagos que estallaban en destellos púrpuras. Las montañas parecían colmillos que emergían de las entrañas del mundo, y los ríos, lejos de ser cristalinos, eran corrientes de sangre negra y azufre. Aun así, había belleza en aquel reino sombrío un tipo de majestad oscura que fascinaba a los valientes y destruía a los ingenuos.

Los habitantes de Floralia, el reino de las hadas, contaban historias a los más pequeños "Nunca sueñes con Noxferia, porque si lo haces, sus demonios encontrarán el camino hacia ti." Y aunque pareciera una advertencia exagerada, había un dejo de verdad en cada palabra.

El reino estaba habitado por criaturas que habían nacido de las sombras mismas, engendradas en un ciclo interminable de violencia, miedo y ansias de poder.

Los Baal'gor, criaturas gigantescas de piel escarlata, ojos como carbones ardientes y cuernos curvados. Su fuerza era inigualable, y eran usados como tropas de choque en las guerras internas. En las leyendas, se decía que cada paso de un Baal'gor dejaba un cráter encendido de fuego azul.

Los Arakthys, bestias con alas desgarradas, semejantes a dragones, pero cubiertas de escamas negras que reflejaban las llamas azules del reino. Su grito podía romper la mente de los humanos. Eran cazadores solitarios, pero cuando el Señor Demonio lo ordenaba, se unían en bandadas devastadoras que arrasaban aldeas enteras.

Los Necrófagos, no eran demonios natos, sino humanos condenados que, tras pactar con Noxferia, habían perdido su humanidad. Sus cuerpos se retorcían, la piel se agrietaba, y los ojos quedaban vacíos, como espejos negros. Vagaban eternamente buscando almas frescas para devorar.

Pese a la brutalidad del reino, había un rumor que circulaba entre demonios y humanos por igual la existencia de un demonio tan antiguo, tan devastador, que incluso el propio Señor de Noxferia temía su despertar.

Se le conocía como Veythrion, el Corazón Abisal.

Se decía que había nacido en la primera chispa de oscuridad, antes de que existieran los mundos de hombres, hadas o dioses. Su poder no residía solo en la destrucción física, sino en la corrupción espiritual dondequiera que caminaba, los corazones se ennegrecían y las almas caían en desesperación.

Las leyendas narraban que Veythrion había nacido para intentar usurpar el trono de Noxferia, y en la batalla que siguió, su poder fue tan grande que fracturó el cielo del reino. Finalmente, fue sellado en las profundidades, encadenado bajo el Abismo de los Lamentos, custodiado por runas de fuego azul y pactos ancestrales. Leyendas como esta había sucumbir en el alma de todos aquellos que lo temian.

Pero los sellos nunca son eternos. Había grietas en las cadenas, voces que susurraban desde las entrañas de la tierra. Algunos decían haber visto sombras imposibles moviéndose bajo el suelo volcánico.
El eco de los tambores resonaba como un presagio en las tierras que rodeaban a Noxferia, el reino de sombras eternas. Cada cien años, sin excepción, aquel eco viajaba más allá de los desfiladeros de fuego azul y alcanzaba los oídos de los reinos colindantes. Era la señal, el recordatorio de un pacto antiguo, de una deuda que ninguna generación podía ignorar.

En la tradición escrita en las piedras más antiguas se narraba lo siguiente.

"El líder supremo de Noxferia, aquel que desafió a los dioses, yace sellado bajo cadenas forjadas con sangre y ceniza. Dormirá mientras la ofrenda se mantenga. Si el ciclo de los cien años no es cumplido, el sello se desgarrará y el caos reinará sobre todos los mundos."

Por eso, cada siglo, los reinos respondían al llamado. Las doncellas más hermosas, más puras o más significativas de cada linaje eran enviadas. Algunas eran entregadas como sacrificio; otras, como ofrenda de honor. Todas compartían el mismo destino, caminar hacia las fauces de Noxferia, hacia el corazón mismo del reino de los demonios, donde las sombras nunca retrocedían y el día jamás amanecía.

En Floralia, reino de jardines infinitos y aguas cristalinas, la noticia caía como tormenta en pleno verano. Las familias escondían a sus hijas, cerraban puertas y apagaban linternas, como si la oscuridad pudiera engañar al llamado. Pero el decreto era claro una doncella debía ser enviada. Y no una cualquiera, sino aquella que representara la esencia misma de Floralia.

Entre susurros y el decreto escrito se mencionaba el nombre de Dewen, hija de la familia de los custodios del manantial eterno. Era joven, de mirada soñadora y cabellos como pétalos en movimiento. No había participado nunca en las intrigas de la corte, pero su linaje la hacía visible, inevitable. Y así, aunque lloró, aunque se rebeló en silencio, no pudo escapar a su designio.

El nombre de Dewen se convirtió en un murmullo que recorría los corredores de cristal de Floralia como un presagio imposible de ignorar. Nadie lo decía en voz alta más de una vez, como si repetirlo atrajera la mirada de los demonios. En los mercados, los músicos dejaron de tocar melodías alegres; en los templos, los cánticos fueron reemplazados por oraciones desesperadas. Los custodios del manantial eterno, la familia de Dewen, cerraron sus puertas, pero ni el perfume de las flores ni el brillo de las aguas que protegían podían resguardarlos del decreto.




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