Cada pueblo de las Tierras Comunes, incluso aquellos que costeaban el mar, limitaba con un bosque. El de Indilul se expandía a lo largo de unas pocas hectáreas cubiertas por coníferas. La vegetación alcanzaba grandes alturas y el celeste del cielo a duras penas conseguía divisarse.
—Conque tú eres el cuidador… —dijo Kralice mientras contemplaba los rayos que se filtraban a través de las hojas—. Ahora entiendo tu ausencia en el establo.
—Vaya anécdota, ¿no? Aunque es moneda corriente para mí. Con esta marca te acostumbras fácil al rechazo.
—¿Y la mereces?
—Por supuesto, ¿o acaso nuestros dioses alguna vez se equivocan?
Kralice percibió cierto escrúpulo en la voz de Haidar. Desafiar el juicio de las deidades era considerada una grave acusación. Sin embargo, al tratarse de un juicio impartido por un inari que simplemente actuaba como canal entre lo divino y lo mortal, a veces, para la muchacha, la veracidad del dictamen podía flaquear.
El estómago del merava rugió. Kralice pronto se olvidó de sus pensamientos.
—¿Hace cuánto no comes? —preguntó.
—Debí cumplir con la Ceremonia de Expiación. El pueblo quería colgarme de inmediato, pero el burgomaestre creyó importante que realizara el ritual.
Los inari sometidos a ejecución tenían el derecho de purificar sus cuerpos antes de abandonarlos. Nueve días de ayuno y luego la muerte. Era una forma de iniciar la redención por los pecados realizados en vida.
Kralice rebuscó en su bolso. Esa mañana, antes de partir, guardó una manzana y una porción de frutos secos para engullir cuando se le antojara. Aunque, con tanto ajetreo, se olvidó de su apetito; por lo que la vianda aún permanecía intacta, perfecta para entregársela a Haidar.
—Toma. Sé que no es mucho, pero necesito que tu estómago esté en condiciones para cuando lleguemos a la cueva. No debe faltar tanto; de todos los atajos que indica el mapa, este es el más corto.
Haidar agradeció y le dio un mordisco a la manzana. Kralice no pasó por alto el destello que apareció en sus ojos castaños cuando saboreó el bocado.
Reconocer que lograron alcanzar el lugar correcto no fue una gran hazaña. Además de tratarse del único escondite a lo largo del bosque, los rastros que faltaban en el pueblo estaban allí: manchas de sangre seca, restos de vegetales amontonados por doquier, cadáveres de animales con moscas revoloteando encima.
Qué olor nauseabundo. Kralice deseó cubrirse la nariz con las manos, pero ambas estaban ocupadas: la izquierda sujetaba una de las antorchas que improvisó antes de entrar a la cueva y la derecha se aferraba a su daga preferida. La hoja ancha de acero, ligera y afilada, estaba preparada para atacar cualquier amenaza que aguardara entre las sombras.
Podían presentirlo: la calma acompañándolos avecinaba caos.
Y el caos pronto los perturbó.
El repiqueteo de una piedra puso en alerta a la cazarrecompensas y al merava. Kralice fingió no haber escuchado y siguió caminando. Su acompañante, por el contrario, se detuvo en seco.
—¡Intrusos…! —aulló una voz tosca detrás de ellos. La muchacha dio media vuelta—. Cometieron un error al venir aquí. La oscuridad es mi dominio y en la oscuridad… ¡los acabaré!
Una figura saltó a alcanzarlos y las llamas de las antorchas revelaron su aspecto: un troll de espalda encorvada y brazos igual de largos que las piernas; las orejas le sobresalían por encima de la calvicie y cuatro colmillos crecían hasta tocarle las mejillas.
Kralice reconoció la piel grisácea con motas blancas, idéntica a la del pulgar que conformaba el collar encontrado en la orilla del río. Las garras también eran gruesas y ennegrecidas, como la del dedo.
Haidar era la presa más inmediata. Las pupilas del troll, en forma de rendijas, se ensancharon al concentrarse en él. La postura del merava permanecía firme y su semblante, inquebrantable. Estaba dispuesto a actuar de señuelo.
Como el troll pasaba los dos metros, a Kralice sus muslos le quedaban a una altura ideal. No tenía que esforzarse en lo más mínimo para realizarles un tajo de punta a punta con su daga. Aceleró el paso en un perfecto sigilo y con un movimiento de muñeca ¡zas!, primera herida.
Una línea de sangre apareció en cuanto el acero rozó la carne. El troll profirió un gruñido furioso y el eco retumbó a través de la cueva. La cazarrecompensas habría vuelto a atacar de no ser porque el troll la tomó del cabello y la arrojó hacia atrás. Su columna chocó de lleno contra la pared de piedra. Le dolió horrores.
Haidar aprovechó el momento en el que el troll se distrajo apartando a la muchacha. Las dagas no eran de su preferencia, pero aun así mostró confianza al empuñar la que le prestó su compañera. Clavó el filo en el pie de la criatura y rodó hacia Kralice.
—¿Estás bien? —preguntó; ella todavía continuaba pegada al suelo.
—Dejemos las formalidades para después. ¿Puedes encargarte de él? —susurró—. Creo que vi algo.
—¿Algo? ¿Algo cómo qué?
—¿En verdad pensaste que un insignificante cuchillo me detendría? —rugió la criatura. Agarró al merava por la camiseta y lo acorraló—. ¿Lo quieres devuelta, apestoso inari? Intenta quitármelo.