Kralice despertó luego de que las doce campanadas concluyeran. Volver a la realidad le tomó un instante, todavía vagaba en su mente el sueño que había protagonizado. Estaba en la cueva de Indilul junto a Akún y su padre, en el momento exacto en el que el troll explicaba por qué debieron huir de su hogar.
Sin embargo, shu’ré era lo único que decía, una y otra vez.
Luego, Haidar aparecía y preguntaba qué significaba aquello, y la cazarrecompensas respondía: “bestias”, y, al pronunciar la palabra, un gruñido llegaba hasta sus oídos, solo a los suyos, un gruñido que paulatinamente se convertía en su nombre. El llamado tronaba imperioso. Aun así, Kralice permanecía inmóvil, esperando que cesara, porque siempre cesaba.
En esa ocasión, el anuncio de la medianoche lo aplacó. El eco de las campanadas resultó tan avasallador, que la muchacha no tuvo otra opción más que abrir los ojos.
Lilué fue en lo primero que pensó al divisar la luz de luna que se asomaba a través de las cortinas. Si bien cayó rendida ante la comodidad de su cama apenas tumbó la cabeza sobre la almohada, no esperaba sumergirse en un profundo sueño.
Apurada por hacer esperar lo mínimo a Lilué, Kralice abandonó su casa con el fino camisolín que vestía durante las noches veraniegas, unos borceguís que ni se molestó en ajustar y una farola de mano para alumbrar el camino.
El punto de encuentro con su pequeña de cabellos celestes era la entrada trasera del orfanato. Y allí la halló, de pie junto a un brasero cuyo crepitar acompañaba el cantar de los grillos. Lilué observaba hacia arriba, adoraba las estrellas.
—Ni se te ocurra. —advirtió, severa, con la vista aún fija en el cielo.
Kralice alzó las cejas.
—¿Qué? —Había sorpresa fingida en el tono de la cazarrecompensas. La joven ahora la escudriñaba a ella, con mirada fulminante.
—Deja de hacerte la tonta, me ibas a asustar.
Una carcajada retumbó en el aire y Lilué infló el pecho, orgullosa de haber descubierto las intenciones de la cazarrecompensas.
—Aguafiestas. —dijo Kralice, decepcionada por no haber llevado a cabo la travesura. Desarmó su posición de ataque y caminó hacia la niña.
—Tus pasos te delataron, ¿por qué suenan tanto? —Lilué revisó a Kralice, unió el índice y el pulgar a la altura de los ojos e imitó el semblante objetor de Elenna—. Mírate las agujetas. ¿Acaso quieres caerte y romperte los dientes?
—¿Me las atas? Estás más cerca del piso.
—¿Y seguir perdiendo el tiempo? Ni loca, ¡la enredadera lunar ya va a florecer! —Lilué desbordaba de ansiedad— ¡Apúrate! —murmuró entre dientes al notar que Kralice se ajustaba los borceguís con demasiada cautela.
—¿Y si no qué? ¿Me quemarás la faldita? —Kralice ondeó de un lado a otro el camisolín. Una chispita salió del brasero y aterrizó a sus pies, provocando una flema en el césped que la cazarrecompensas extinguió de un pistón— Contrólate. —sentenció y con su mirada azul desafió la impulsividad reflejada en los iris color almendra.
Lilué no parpadeó ni un poco.
—Entonces no me provoques.
—Así no funcionan las co… ¡Oye, no tan rápido!
La pequeña pirómana había iniciado una carrera hacia el bosque y llevaba la delantera. Su menudo cuerpo le otorgaba la ligereza necesaria para casi flotar de lo veloz que andaba. Desde que aprendió a cortar la comida por sí sola, Kralice quiso enseñarle a utilizar dagas y cuchillos, presentía que, con los movimientos correctos, sería imperceptible; pero la magia atrajo a Lilué como el hedor a los insectos. Su habilidad para controlarla era innata y despreocupada y no le importaba nada más.
Ella fue la primera en alcanzar el bosque. Kralice aumentó el ritmo en cuanto la perdió de vista. La luz que emanaba del farol era tenue y apenas alumbraba más allá de lo que lograba divisar.
—¡Lilué! —gritó, los árboles ya estaban cerca, firmes en medio de la oscuridad, y la recibían con sus copas de hojas estoicas.
No oír una respuesta a su llamado le oprimió el estómago. Por puro instinto, llevó la mano a la cintura, con la intención de rodear los dedos en la empuñadura de su daga preferida. Maldijo al darse cuenta de que no la tenía encima.
—¡Lilué! —Insistió dentro del bosque, esquivando la frondosa vegetación que invadía el sendero por el que caminaba. Al rodear un matorral, distinguió la melena celeste de su pequeña—. Por las deidades, aquí estás.
—¡Shh! —chistó Lilué, quietecita entre dos troncos. Tomó a Kralice del brazo, temblaba un poco— ¿Lo oyes?
La cazarrecompensas puso los oídos en alerta. A través del aire viajaba un grito consumido por la pena, agudo y prolongado.
—Sí.
Lilué aferró con fuerza su agarre y brincó en el lugar.
—Ay no… Kra-Kralice… —tartamudeó, contener la respiración le dificultaba el habla—. Eso, eso es… —Como no era capaz de articular otra cosa más que sonidos guturales plagados de terror, la niña apuntó hacia un costado.
Con el resplandor de la luna entrando a medias en el bosque, Kralice tardó en advertir lo que señalaba. Sin embargo, la figura pronto ocupó un espacio iluminado frente a ellas, lo que le permitió admirarla por completo: era una doncella de vestido azul y capa gris, con el rostro pálido y los ojos enrojecidos. Su cuerpo, etéreo, levitaba sobre la tierra.