Jueves – 9:40Am
—No es que no me guste pasar tiempo contigo, pero es viernes, tendría que estar organizando para salir a bailar y tomar hasta perder la conciencia.
—A ti no te gusta salir, Flavia —miré a la rubia mientras revolvía el azúcar de mi café.
Ella soltó un suspiro y observó los rollos de canela, en este punto ya se me hacía muy fácil leerla y sabía que los rollos ya la estaban agobiando. De hecho, a mí también. Mi estómago me pedía a gritos cambiar de menú, pero no terminaba de convencerme.
—Encima tu novia no vino a trabajar —murmuró ella mientras se llevaba un rollo de canela a la boca.
—Porque su turno empieza en veinte minutos —respondí con total tranquilidad mientras revisaba la hora en mi celular para confirmar mi respuesta.
—Eso es raro; te sabes los horarios, los días que trabaja y hasta el colectivo que toma, pero no te sabes su nombre —se burló soltando una risa—. Mira, te levantas cuando entre y dices: «¿Me puedes pasar tu número? Porque mi amiga está a la nada misma de tener hígado graso»
—No voy a hacer eso —me negué mientras le daba un sorbo a mi café y arrugué la nariz al sentir el intenso sabor.
La verdad es que yo era más una persona de té y galletas, pero las que vendían en aquella cafetería no se veían tan ricas y había visto que el té era de taragüi y siendo honesto, no me gustaba. Así que torturaba a mi paladar una vez por semana solo para ver a la mesera.
La voz cantarina de la ojiverde llamó mi atención, y verla allí sin el delantal, con su cabello suelto, un pantalón de jean recto y una remera blanca mientras sostenía una caja blanca me hizo reflexionar y llegué a la conclusión de que podría torturar a mi paladar toda la semana si fuese necesario.
Como costumbre no notó mi presencia, no volteó a verme, solo caminó hacía la parte de la caja donde estaban las heladeras y panaderas para mostrarle a su compañera de trabajo lo que tenía en la caja blanca, y estuve a punto de levantarme a pedir su número hasta que un chico mucho más alto que ella entró siguiendo sus pasos.
La pecosa abrazó por los hombros al chico, levantándose de puntitas y él rodeó su cintura mientras se decían algo en voz baja. Al ver esa escena creí morir, y no solo eso, sino que resucité y cuando volví a ver esa imagen me ahorqué a mí mismo en la plaza mayor de Valladolid.
Volví a tomar asiento, hundiéndome en silencio como un niño pequeño haciendo capricho. Sin intención de tomar el café, ya había perdido todo el gusto e ignoré la mirada que Flavia me dio, aquella de pena pura como si pudiese leer todos mis pensamientos, aunque en realidad no es que pudiese leerlos, sino que mi rostro expresaba todo lo que estaba sintiendo en ese momento.
No le quería decir a Flavia de pagar e irnos, porque ya había tenido suficiente con el viaje de media hora solo por hacerme el aguante, pero mi estómago estaba cerrado y mis esperanzas en el subsuelo.
Jamás había sido inseguro respecto a la belleza, siempre había tenido en mente que tenía algo y además de buena personalidad, siempre daba todo por las personas que quería y a pesar de no ser bueno con las palabras, tenía un hombro y dos orejas para escuchar, pero en aquel momento me sentí como un idiota de primera. Sentía que hacía todo y nada al mismo tiempo por una chica que ni siquiera volteaba a verme, que parecía no interesarle mi presencia y que seguramente estaba de novia.
—Hola, perdón que moleste —ni siquiera la voz de la joven pudo hacerme cambiar mi mala cara—. Venía a ofrecerles estas galletas, es receta nueva y son gratis.
Levanté mi mirada, primero a la bandeja: eran unas galletas pepas en forma de corazón y con coco rallado sobre ellas, además, se notaba de antemano que eran caceras.
Después levanté la mirada hacia ella y cuando vi su sonrisa tímida y dulce no me importó que hace cinco minutos estuviese abrazando a otro o que no me mirara con los mismos ojos, tampoco que fuesen galletas pepa con aquel membrillo que tanto odiaba.
—¿Las hiciste tú? —preguntó Flavia con amabilidad, agarrando una, y cuando la pecosa asintió alegre yo imité la acción de la rubia.
—Están muy ricas —alagué y cuando ella sonrió, me prometí a mi mismo comprar esas galletas todos los días si era necesario.
—También hago tartas, pero no las traigo acá —contó ella mirándome directamente a mí.
—¿Y eso por qué? —Flavia parecía más curiosa que yo por la respuesta.
Pero la mesera solo se encogió de hombros y no dijo nada.
—Nunca pregunté tu nombre, y eso que vienen bastante seguido —volvió a hablar, cambiando de tema—. Del tuyo me acuerdo, Flavia, ¿no? —señaló a la recién mencionada y una sonrisa se formó en sus labios cuando ella asintió con su cabeza.
Nada estaba en mi mente en ese momento, ni siquiera el membrillo que tanto odiaba o el dolor que sentí cuando Flavia me pegó una patada debajo de la mesa. Toda mi atención estaba en los ojos verdes que curiosamente hacían buen juego con mis ojos azules, esperando pacientemente una respuesta mientras yo intentaba con todas mis fuerzas no quedar en ridículo.
—Soy Thiago —asentí como si estuviese confirmando que aquel era mi nombre y me di una cachetada mental por actuar como un adolescente desesperado.
—Maia —extendió su mano en forma de saludo y miré rápidamente sus uñas, ahora de un color azul turquí y tuve el presentimiento de que el azul era su color favorito—. Bueno, si necesitan algo más, solo levanten la mano —sonrió una última vez y caminó junto con su bandeja a la mesa de al lado.
Había avanzado tres pasos en un tablero que aún no lograba descifrar, pero no importaba, tres pasos eran tres pasos y a mí me bastaba.
Incluso, me sobraba.
Maia, ¿Cuántas Maias había en el mundo? Seguro que bastantes y era un nombre algo cómico o al menos, eso pensaba.