La Gotera

IV.

"Tengo... ¡Joder! Tengo que ser consciente, debo aceptar que ya no eres mía, Magdalena. Me molesta al respirar. A veces me detengo al escuchar los latidos de mi corazón; otras veces sangro recuerdos al envidiar la unión de nuestros jóvenes vecinos. A veces muero y vivo al no poder quemar tu foto. Debo aceptar la realidad: te perdí, mi sol de verano, mi luna de queso, mi turroncito de azúcar, porque aunque te sienta en cada latido, tú ya dejaste de sentirme en los tuyos."

Aquella tarde, Eddy pasaba a regar los olivos del patio cuando, desde su rincón, escuchó esas palabras que se colaban en el aire, hiriendo no solo a él, sino a todo lo que lo rodeaba: los pájaros bebiendo del rocío, el gato acechando a sus presas, y a Eddy, que sintió cada una de ellas como una punzada profunda en su ser.

“Quisiera tocarte con las fibras de mis dedos, nadar cada náufrago de tus desdichas y sacarte de allí, darte de mí oxígeno para que respires, compartirte mis pies para que corras, darte mi pecho para tu corazón, sacarte del mar de tus lágrimas, aunque eso signifique que, un día, no hoy, no mañana, me empujes a él y me dejes allí, sin oxígeno, sin pies, sin corazón, sin ti.”

Al sentarse en las escaleras que conducían a la abundante grama del patio, después de escuchar a su vecino, esas palabras salidas del televisor, donde Aurora y su futura esposa veían con entusiasmo, envolvieron el aire con un romance lleno de significado. Ellas amaban cada palabra que el hombre le decía a su mujer en la película. Y esa escena, esas simples palabras, produjeron en Eddy una melancolía que nadie sabe identificar, cargada de presentimientos ambiguos. Era una sensación que lo impulsaba a querer dormir, o quizá, desaparecer. ¡Un jugo de emociones que parecían termitas!

Los problemas, después de dejar el trabajo, fueron al comienzo mínimos. Ese mismo día llegó, de manos de un hombre con ojos bizcos, el recibo de la luz, acompañado de un mensaje que, con letras simples, le decía que solo le quedaban dos semanas para pagarla, o se la cortarían. Más eso no lo preocupó más que el hecho de que Miguelina quería casarse lo más rápido posible, y Eddy solo quería un momento de tranquilidad. Pensó que, lejos de la monotonía del trabajo, iba a encontrarse con esa calma que su difunto padre le solía producir, pero no. En una sociedad en donde hasta los saludos se cobran, desempleados como él chocaban a menudo con la dura realidad. Por eso, eso lo animó a intentar superarse, y fue con esas intenciones que había decidido renunciar. Todo bien, sus ánimos llegaron de sorpresa. La cuestión era que encontraba inspiración en las palabras que Pablo le decía horas antes en el teléfono, pero luego las olvidaba. Al momento de pasar la puerta negra de hierro, arrastraba una silla hasta el mostrador, y mientras saludaba a su amigo desempleado, gritaba a la mujer del bar: "¡Con hielo y limón, por favor!"

El alcohol no era la primera vez que llegaba a Eddy. Llegó en su infancia, en esas tardes—por cierto, todas—en las que su padre, Eddy Rafael Austorio, el primer Rafael de la familia Austorio, abría unos tres whiskys de los más baratos, y salía al patio trasero. Mirando los tomates del vecino, suspiraba, y a pico de botella, se daba unos tragos que parecían profundos, pero eran mínimos, sin intenciones de olvidar, solo justificando en ellos sus suspiros. Hasta que, en una de esas tardes, harto del olor a aceite y hierro en sus manos y ropa, abrió una botella y, antes de llegar al patio, tomó cinco tragos que se escuchaban de lejos. Eddy, pequeño e inocente, capaz de racionar pero no pensar por sí solo, se acercó a su padre, quien, al verlo, se tranquilizó.

—¿Cómo te fue en clases, Rafaelito?
—Bien, papá. Creo que soy bueno con los números. Mi maestra me lo dijo.
—Mmm... no creo.
—¿Y por qué no?
—¿Qué dices tú?
—¿De qué, papá?
—¿Eres bueno en los números?
—La verdad, no. Se me dan muy mal las multiplicaciones.

Su padre lo miró y no dijo nada. Permaneció un silencio habitual en ambos, no un silencio incómodo, sino de esos que existen entre padre e hijo, donde solo se hablan cosas que piensan de interés, donde las preguntas responden a otras preguntas, y las respuestas generan más preguntas. Pero, gracias a Olivero, un vecino de piel negra, con algunos puntos blancos, quien habló, metiéndose en futuros que no le concernían.

—Para mí será grande —dijo Olivero, regando uno a uno los tomates.

Eddy y su padre solo se miraron, su padre bajando la cabeza para verlo, y él alzando los pies, buscando copiar la altura de su padre, conforme lo miraba a los ojos.

—Pero... —y ese "pero" cambió los escenarios. Dicen que más sabe el diablo por viejo que por diablo, y su padre sabía que nada bueno saldría de la boca del pintado vecino, lo que provocó que imitara la postura de su ingenuo hijo, bajando los hombros y escondiendo la cabeza, al escuchar a Olivero de nuevo:

—El mundo da vueltas, y es posible que ese muchacho acabe como su padre, pobre y amargado.

El silencio se convirtió en quien hablara y ofendiera más, mientras fingían que no estaban ahí.

—Mi hijo será grande, eso lo sé —decía Eddy Rafael primero.
—El mundo es como es, y ese muchacho no se ve con futuro.
—El futuro es relativo, nomás miren a mi vecino, viejo y hablando solo.

Parecían ráfagas que venían e iban, chocando cada una en los oídos de Eddy, quien solo se orilló a los pies de su padre. Al terminar de discutir, su enojo menguó, y bebió de un trago la última gota del licor. Ebrio (por primera vez se embriagó ese día. Acostumbraba a tomar en casa, pero nunca a excederse) entre la discusión y su vida, lo impulsaron a eso, mandando por licor a su hijo, quien no puso peros. Al regresar con la botella casi cayéndosele, se vio con la sorpresa de que su padre, con alcohol en la tapa de la botella, le ofreciera tomar. Sintió, en esa mínima porción, el recorrido cálido y fuerte del licor por su garganta.




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