"—¿Y vas por ahí regalándole poemas a cualquiera?
—¡Discúlpeme, señorita! Pero usted no es cualquiera.
—Me da la impresión de que no soy digna de estos versos.
—A mí me impresiona que aún no sepa la intención de mis versos.
—Es que no podré corresponder sus versos ni sus rimas.
—Ojalá yo fuera suyo como el aire que atrapan mis pulmones. Pero le regalo poemas para que me recuerde, y un día, al hacerlo, se reirá y se preguntará qué ha sido de mí. Tal vez yo esté escribiéndole una novela, preguntándome si aún se acuerda de mí."
Con ese título y ese diálogo fue que, en resumen, inició el fin y el comienzo de Eddy Rafael Austorio. Lo hizo bajo presión, pero lo escribió con tranquilidad, con ganas, hambre y sin luz. Cuando leyó ese inicio, pensó que su lugar estaba junto a las letras e historias, más allá de los números y documentos. Entonces, bajo la sombra de su casa, mientras conversaba con su anciano vecino, a quien nunca le preguntó el nombre hasta el día de su funeral, le llegaron a la mente los hobbies de su padre, quien, además de ser mecánico, era amante de la literatura, pero nunca se animó a escribir. Transmitió esa pasión de forma distinta a Eddy, quien odiaba leer, pero siempre tuvo las ganas de escribir, aunque nunca las dejaba escapar. Quería demostrarle al mundo y a sus padres que él sí era bueno con los números. A los 20 ya había decidido que su función era ser contador, a los 24 no sabía por qué había decidido ser contador, y a los 26, con la ayuda de su vecino, quien hablaba de Mario Benedetti y decía cosas como: "Hay poemas de Benedetti que no entiendo, como Canje". Y Eddy, al escucharlo, recitó en automático el poema, corrió a la habitación, se tiró al suelo y escribió lo que le salía de lo más profundo.
Y fue en ese momento, entre las sombras de su habitación y el eco de los versos de Benedetti, que Eddy sintió un impulso que jamás había experimentado. Comenzó a escribir de forma casi automática, sin saber aún lo que sus manos iban a plasmar. Aquello, que en su mente aún era confuso, empezó a tomar forma en el papel, el cual, para su corta memoria, era un recordatorio palpable, sensible y punzante; algo que la gente común como nosotros llama diario. Y ese diario fue el sostén para las letras de su novela.