Claris lo esperó en la entrada, justo después de las escaleras. Su sonrisa iluminaba el lugar, extendiéndose de esquina a esquina, mientras sus ojos reflejaban la emoción de quien aguarda a alguien importante. Pero cuando Austorio apareció frente a ella y murmuró con un tono nervioso, casi irónico, “¿Qué se cuenta, secretario?”, esa sonrisa se desdibujó lentamente, dejando en su lugar una mirada esquiva. Ayala, que estaba cerca, no perdió de vista el intercambio. Se paró a su derecha, cruzado de brazos, con una expresión de impaciencia, como si esperara algo más de aquel encuentro.
Austorio mantuvo la postura estoica que siempre lo caracterizó, tal como dictaba su apodo literario. Sin embargo, su incomodidad se revelaba en los pequeños gestos: sus manos temblaban al acomodarse el maletín y su mirada evitaba encontrarse con la de Claris. Ella, por su parte, parecía contener algo entre las palabras que no se atrevían a salir, y el temblor sutil en su respiración la delataba. Aquel encuentro estaba cargado de una tensión que no podían ocultar.
Lo que nunca imaginó que sucedería, sucedió. Austorio, tu abuelo, alcanzó el reconocimiento literario con el que siempre había soñado. Sus libros comenzaron a venderse, y los premios llegaron uno tras otro. Pero la gloria fue breve. Tras un escándalo relacionado con derechos de autor, y otro asunto aún más turbio, fue encarcelado. En esos años oscuros, ni siquiera Miguelina, quien alguna vez fue su más fiel defensora, volvió a leer sus obras. Solo una persona se mantuvo cerca, aunque desde las sombras: Claris.
Ella había desaparecido de su vida tiempo atrás, pero el destino los volvió a cruzar en las oficinas de la editorial donde Ayala trabajaba como ejecutivo principal. Claris, ahora secretaria, había encontrado la manera de reconstruir su vida en el centro de la capital. Había acumulado algo de dinero y vivía con cierta comodidad, aunque sus ojos siempre guardaban una nostalgia difícil de ignorar.
Se despidieron en las escaleras, ambos incómodos y con los nervios a flor de piel. “¿Es el piso 14, verdad?” preguntó ella, tratando de romper el hielo. “Eh… sí. Pero estaré bien donde sea”, respondió Austorio. Aquel día, las palabras fueron pocas, pero las miradas hablaron más de lo que ambos se atreverían a admitir.
Con el tiempo, retomaron su cercanía, aunque de manera sutil. Pasaban largos minutos en silencio, observándose desde lejos o compartiendo pequeños momentos en los pasillos. Ya no intercambiaban bromas como antes, pero en cada cruce de miradas parecía haber un diálogo secreto que nadie más podía entender. En una de esas tardes, mientras Ayala le hacía firmar contratos, lo invitó a recorrer la planta de fabricación para ver cómo se imprimía su libro. Austorio aceptó, aunque algo en su interior le decía que aquel recorrido sería más significativo de lo que parecía.
Cuando llegó a la planta, sus ojos se iluminaron al ver los libros con su apellido en las cubiertas. Era un sueño hecho realidad, pero la alegría se vio opacada al notar que su nombre aparecía en letras pequeñas, relegado a un rincón, mientras el logo de la editorial ocupaba casi toda la contraportada. Aún estaba procesando aquello cuando Claris apareció a su lado.
No intercambiaron palabras; no hacían falta. Sus miradas se encontraron, y en ese instante toda la pasión contenida, el amor reprimido y el deseo inconfesado estallaron. Sin importar dónde estaban, se dejaron llevar por sus emociones, entregándose el uno al otro entre cajas y manuscritos. Fue un encuentro desesperado, casi salvaje, cargado de años de sentimientos no expresados.
Después de aquel momento, mientras se vestían en silencio, Claris rompió el mutismo. “¿Crees que podríamos irnos lejos? Escapar, como lo planeamos alguna vez.” Austorio la miró con ternura y tristeza. “¿Y qué dejarías atrás, Claris? Esto… todo lo que has construido. No puedo hacerlo. No puedo arrastrarte a mi mundo.” Ella bajó la mirada, con lágrimas cayendo silenciosas por sus mejillas. “Siempre te he amado, Eddy. Eso nunca cambió.”
El día de la presentación del libro, Austorio esperaba verla. Frente a la editorial, entre la multitud, buscó aquel rostro que lo hacía sentir vivo. Y entonces la vio. Su corazón se detuvo al notar que Claris no estaba sola. Caminaba de la mano de Ayala. La sorpresa lo golpeó como un puñetazo. No podía creerlo: ella y Ayala estaban comprometidos. La escena se le grabó como una cicatriz cuando sus dedos se entrelazaron frente a él.
Más tarde, Austorio descubrió que su novela, aquella obra que tanto esfuerzo le había costado, le otorgaría apenas un 5% de autoría. El resto del dinero iría directamente a la editorial. Observó desde lejos cómo Claris y Ayala se alejaban juntos, perdiéndose entre la multitud. Fue la última vez que la vio. Hasta el día de su muerte, ella siguió siendo el amor de su vida.