La Gotera

XI.

Él murió en su habitación, con los ojos abiertos y la boca cerrada. Ni siquiera me agarró las manos mientras se quejaba, y no pude ver su alma en ningún momento, como si ya no la tuviera.

Debo confesar que no fue la primera vez que me sentí mal, pero sí la primera en la que lloré ante la muerte de un ser no tan querido. Porque yo no lo quería. No sentía más que gratitud por haber conspirado o formado parte de mi proceso de creación, pero después solo sentí un inmenso vacío, un sin sentir que no me hacía ni bien ni mal.

Mi madre decía en ese francés cómodo que yo era idéntico a él, que incluso evitaba las lágrimas como él. "Si él era nada, ahora tú eres nada, hijo mío". Cuando estaba al borde de la muerte, un mensaje llegó a mi teléfono: "Él pide que lo lleven a su casa". No sé quién lo envió, porque no recuerdo a la persona que lo escribió.

Lo cierto es que ese hábito parecía normal en nuestra sangre, porque lo mismo le pasó a mi padre horas antes de tomar el autobús para regresar. "Lamento informarle que su padre ha muerto". Ver ese mensaje, lejos de entristecerlo, lo asustó, pues su padre ya había fallecido. Pero no era solo miedo: al mismo tiempo le enviaron una dirección. La siguió, y cuando se dio cuenta, estaba frente a su casa.

El verdadero temor llegó cuando pensó que alguien, tal vez Aurora o su esposa Miguelina, habían muerto. Entró con fuerza a la sala y, al hacerlo, se encontró con Pablo tapando la gotera y Miguelina, con ropa juvenil, cocinando. Al ver esa escena, sintió ganas de hacer algo, pero solo abrazó a Aurora, que salía de la habitación más alta, con más pecho, pero con el mismo rostro, como si esos 31 días hubieran sido 10 años. Tras el abrazo, se lanzó hacia Pablo, quien se arrinconaba en una pared esperando un golpe, pero se encontró con el rostro feliz de Eddy. Su amigo había decidido cuidar de su familia y también tapar la gotera.

Eddy le apretó las manos y le agradeció al oído. Luego fue hacia su esposa, quien lo sedujo con un beso que él sintió vacío. Decidió atribuirlo a la discusión y la falta de comunicación antes de irse.

En la tarde, mientras Miguelina se acurrucaba junto a él, evitando las preguntas, Eddy guardó en silencio el romance con Claris. Miguelina también ocultaba algo, algo que no dejaba lugar a interpretación, pero él lo ignoró. En ese momento, solo quería estar con ella. Mientras se besaban y lo hacían como la primera vez, Eddy sacó el teléfono de su bolsillo y vio nuevamente la dirección. Interrumpió el acto, miró el agujero en el techo y notó que la luz no entraba, suponiendo que ya estaba cerrado. Bajó la cabeza y siguió la dirección, pero con más precisión.

Al llegar, se encontró frente a la casa de su viejo vecino. Atraído por el olor y el frío, entró a la habitación y lo encontró tirado en la cama, ya muerto, abrazando una foto. Las lágrimas brotaron como nunca, y los gritos de Eddy resonaron en todos lados. Vio el frío recorrer el cuerpo de su amigo, su casi padre.

En el funeral surgieron las preguntas: ¿Quién había enviado el mensaje y la ubicación? ¿Por qué nadie se dio cuenta? Pero la pregunta que más estremeció a Eddy provino de Miguelina: "¿Olivero habló contigo?". Fue entonces cuando supo que su anciano amigo compartía el sombrío nombre que el de su vecino de la infancia. Al regresar a casa, tomó la foto y, mientras quitaba el polvo con la ayuda de sus lágrimas, se encontró con la imagen de la esposa del viejo. En ella, un título decía: "Te extrañaré, Magdalena". Entonces lo entendió todo: la mujer que Eddy pensaba que vivía en la habitación no era más que un recuerdo, no era más que una ausencia.

El cementerio estaba cubierto de una neblina espesa que parecía tragarse los murmullos de los presentes. El ataúd de Olivero, desgastado pero aún digno, descansaba sobre el soporte de cuerdas. El sepulturero ajustó el mecanismo con una precisión casi ritual, y el sonido de la madera crujiendo bajo su peso se mezclaba con el crujir de las hojas secas a su alrededor. Eddy permanecía en silencio, de pie junto a la fosa, sintiendo cómo una brisa gélida acariciaba su rostro. Sus manos temblaban, y no estaba seguro si era por el frío o por lo que estaba a punto de suceder.

Conforme el ataúd comenzó a descender lentamente, Eddy sintió un nudo en la garganta que crecía a cada segundo. Algo profundo y visceral se agitaba en su interior. No era solo la pérdida de Olivero lo que lo afectaba; era como si, a medida que el ataúd bajaba, algo en él también descendiera hacia un abismo que no podía comprender del todo. Su mente divagaba entre imágenes de su pasado, recuerdos de una infancia entre sombras y vacíos que nunca logró llenar del todo. Era como si la tierra que ahora se abría para recibir a Olivero también lo reclamara a él de alguna manera.

El último tramo fue el más difícil. Cuando el ataúd tocó el fondo, un sonido sordo resonó en el aire, haciendo que Eddy cerrara los ojos con fuerza. Sintió que sus rodillas flaqueaban, pero se mantuvo firme, observando cómo los sepultureros comenzaban a llenar la fosa con paladas de tierra húmeda. Cada golpe de la pala contra la madera resonaba en su pecho, como si la tierra no estuviera cayendo sobre Olivero, sino sobre él mismo. En ese momento, algo más que las heridas de su pasado comenzaron a reabrirse. Era como si un infierno personal, una grieta en su propia alma, se estuviera manifestando frente a él.

Más tarde, ya en casa, se dejó caer en su cama, incapaz de contener las lágrimas que había reprimido durante el entierro. Miguelina, su esposa, dormía a su lado, roncando suavemente después de insistir en tener un momento íntimo que Eddy no pudo corresponder. Él simplemente no estaba allí; su cuerpo estaba presente, pero su mente seguía atrapada en las imágenes del cementerio.

Conforme cerraba los ojos, las escenas del entierro se reproducían en su mente como un desfile de sombras: el ataúd descendiendo, la tierra cubriéndolo, los murmullos apagados de los presentes. Pero lo que más lo atormentaba era esa sensación inexplicable, como si algo más se hubiera abierto junto a la fosa. La oscuridad que lo envolvía parecía abrazarlo de forma sutil pero implacable, y él, incapaz de resistirse, se dejó llevar.




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