La Hermandad del hombre muerto

Capítulo dos

 

Una mañana de julio, mientras abuela salió a buscar comida, decidí echar un vistazo a los alrededores de nuestra guarida. Debía tener quince años, y hasta ese momento, nunca había salido del agujero al que llamaba hogar, así que calcé mis zapatillas de tela de ante, como las llamó Gea, e inspeccioné la zona.

Investigué y me relajé hasta el punto que oscureció y yo seguía metida entre los recovecos de la ciudad. Hasta que no estuve sobre mis rodillas por culpa de una bofetada monumental, no me di cuenta de que abuela me descubriría fuera de casa.

Tiró fuerte de mi brazo y me arrastró hasta nuestro agujero sin decir una palabra. De una sacudida me lanzó al suelo de la cama hecha de cartones y mantas mugrientas y me cubrió con un edredón que un día fue blanco.
Cenamos en silencio y cuando las lágrimas de arrepentimiento empezaron a limpiar mi cara ella sacó un objeto de su capazo.

- Mírate – ordenó dándome aquél objeto. – Es un espejo.

Acerqué el cristal a mi cara y por primera vez en mi vida, me vi.
Sabía que mi pelo era largo, porque nunca lo había cortado, y castaño. Sabía el aspecto que tenían mis manos, mis piernas, mis rodillas y todo aquello que mis ojos podían ver. Pero lo que no sabía era qué aspecto tenían mis labios, mi nariz o mi cara en sí. Me estaba viendo por primera vez.

- No debes dejar que nadie te descubra. – dijo Gea mirando cómo me observaba. – Nunca.

- ¿Por qué? – pregunté.

- Porque el mundo está loco, y te destruirá. – soltó sin más. Y luego, ante mi silencio añadió: - Tus ojos. – Eran verdes, un verde tan ambicioso que parecía amarillo. Y tenían un brillo casi inhumano, casi impropio. – No dejes que los vean en la noche. Mantén siempre la cabeza gacha. – Y no solo hice eso, sino que además pinté una máscara de ceniza en mi cara, y no me la quité nunca más.

 

- Mil ochocientos veinticinco, mil ochocientos veintiséis, mil ochocientos veintisiete, mil ochocientos veintiocho.

Froté mis singulares ojos, como cada mañana al despertar y, me percaté de que estaba en una nueva cárcel,  con las muñecas maniatadas y con un rumor de fondo.

Unas esposas unían mis manos, y éstas estaban atadas ahora a una cadena más gruesa que me atrapaba a la pared.

- Mil ochocientos veintinueve…

Me encontraba en un nuevo barco y posiblemente en una nueva dirección, a pesar de que eso no importaba. A estas alturas, después de todo, aprendí que es la vida quien te lleva y no puedes hacer nada.

 - Mil ochocientos treinta.

Me sorprendió que esta celda, aunque era igual de mugrienta y pobre, tuviera una ventana que bañaba de luz cada rincón. Y, además, una compañera.

Una chica rubia y menuda, con la mitad izquierda de su cabeza rapada, estaba encadenada al otro lado del calabozo, con sus rodillas fuertemente abrazadas y unos intensos ojos azules clavados en mí. Parecía ligeramente más joven que yo.
Su semblante estaba relajado, pero todo su cuerpo permanecía alerta y a la espera para saltarme encima si fuera necesario. Sus manos lucían tan mugrientas como el resto de ella, y parecía que se esforzaba en esconderlas de mi escrutinio. Mucho. Demasiado.
Encima de ella había números escritos con una tiza blanca. Justo en su cabeza el mil ochocientos treinta.

- ¿Qué miras? – espetó  brava con un acento poco definido. 
Vestía unas mallas negras, gastadas y rotas, una camiseta sucia con el dibujo de una águila en el pecho y sus pies estaban descalzos y agrietados.

Pensé que era gracioso que una chica tan pequeña se mostrara tan envalentonada. Y luego supuse que si estaba en su misma celda significaba que su vida no había sido mejor que la mía. El instinto de supervivencia hacía eso en las personas.

Tragué un par de veces antes de encontrar mi voz tan cuarteada como el aspecto de aquella muchacha, y con un impertinente escozor en la garganta le pregunté: - ¿Por qué escondes tus manos? – ella miró dónde mis ojos miraban, miró de nuevo en mi dirección y frunció el ceño.

- ¿En esa pregunta vas a malgastar la única vez que pienso hablar contigo? – parecía que sus fuerzas flaqueaban. - ¿Por qué escondes tu cara? ¿Es que no sabes lo que es el agua? – dijo mirando la capa de ceniza que enmascaraba mis trazos. - ¿O eres demasiado fea?

Nos fruncimos el ceño la una a la otra, intensificando un largo silencio.



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En el texto hay: sirenas, romance, mitologa

Editado: 11.10.2018

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