La hija del corsario

20- Pólvora

Rosana revolvía los arcones donde guardaba su ropa y tenía las puertas del armario abiertas de par en par, pero no encontraba lo que buscaba.
—¡Diablos! —Masculló.
—¿Quién te ha enseñado a blasfemar? —Preguntó, Diego, sorprendido.
—Soy hija de marino, ¿recuerdas? —Dijo ella.
—¿Qué es exactamente eso que buscas con tanto empeño?
—Nada que yo posea. Toda esta ropa es...inútil para vivir una aventura.
—Debe de ser porque las jóvenes como tú, no suelen vivir muchas aventuras —se rió, Diego.
—Solo los hombres teneís derecho a divertiros, ¿verdad? Necesito ropa como la tuya.
Diego la miró aún más extrañado si cabía al ver la mirada de ella.
—¿No estarás pensando...?
—¿Dónde tienes tu ropa, Diego? —Le preguntó y él supo que no tendría más remedio que contestar.
—En...en un baúl, lo dejé abajo, en el recibidor.
Rosana bajó corriendo las escaleras vestida únicamente con la camisa y las enaguas y descalza y volvió a subir, arrastrando el pesado baúl por las escaleras. Ya en su cuarto lo abrió y una sonrisa iluminó su rostro.
—Esto es exactamente lo que buscaba —dijo, sacando unas calzas, un jubón y una vieja y descolorida casaca.
—Te quedará grande —se rió, él.
—Me quedará perfecta — sin recato alguno, Rosana se desprendió de sus ropas femeninas y se vistió con las de Diego. Para terminar se calzó unas gruesas botas y se encasquetó en la cabeza un chambergo negro adornado con plumas del mismo color, sobre su cabello recogido en una trenza —. ¿Que te parezco? —Le preguntó.
Diego tuvo que reconocer que aquella ropa le sentaba mucho mejor a ella que a él.
—Me parece que eres preciosa te pongas lo que te pongas.
—Y a mí me parece, caballero que está usted un poquitin prendado por esta dama.
—¿Una dama? ¿Dónde? Yo solo veo un apuesto y gallardo jovencito... Has olvidado una cosa...
—¿El qué?
—Has olvidado a Carlota. No pensarás arrastrarla otra vez a ese peligroso lugar.
—No, claro que no, se quedará en casa con madre, así le hará compañía hasta que padre regrese.
—Lo tienes todo pensado, ¿verdad?
—No, todo no...Todavía no sé de que forma vamos a impedir que el Perdigón zarpe.
—Eso lo veremos sobre la marcha.

                                                                                         • • •

Llegaron junto a los muelles al caer la noche y si, durante el bochorno de la tarde apenas vieron a nadie en aquel lugar, a esas horas la zona bullía de actividad.
—No te separes de mí en ningún momento —le advirtió, Diego.
Ella cabeceó en señal de asentimiento. No tenía ninguna intención de separarse de él. A pesar de su disfraz, se sentía intranquila y vulnerable.
Diego se había embozado el rostro con un pañuelo para impedir que alguien pudiera reconocerle y llevaba calado el chambergo hasta las cejas, pero sus ojos, lo único que no se cubría, permanecían atentos y lo escudriñaban todo a su alrededor.
Llegaron junto a la nao de los piratas ocultándose a la vista de la procesión de marineros que trajinaba en la cubierta del Perdigón.
—Están preparándose para zarpar —explicó, Diego.
—Hemos de hacer algo cuanto antes, ¿qué se te ocurre?
Diego observo el trajín del muelle cuando vio algo que le hizo asentir.
—Creo que ya lo sé —dijo —. ¿Ves esos barriles de ahí?
Rosana asintió.
—Es pólvora. La depositarán en la santa barbara en último lugar para prevenir accidentes.
—¿Si pudiéramos volarla? —Musitó, Rosana.
—Causaría graves daños a la balandra. No podrían zarpar en unos cuantos días y ya sería demasiado tarde. Tampoco tendrían tiempo de fletar otra nao.
—Entonces, ¿a qué esperamos? —dijo, Rosana, impulsivamente.
—Debemos hacerlo con cuidado y evitar que puedan llegar a vernos —contestó, Diego, tratando de apaciguar su fogosidad —. Tú espérame aquí, en seguida vuelvo.
Rosana observó como Diego se alejaba agachado en dirección a la nao pirata. Si había algo que detestaba y que no era acorde con su temperamento impulsivo era el tener que permanecer cruzada de brazos. Diego le había ordenado que permaneciera allí hasta que él volviera, pero ella era incapaz de obedecerle.
—Quizás necesite de mi ayuda —se dijo, convenciéndose de sus propios pensamientos, por lo cual abandonó su escondite para partir en pos del joven.
Diego había llegado junto a los barriles de pólvora, permaneciendo oculto. Habría al menos diez de ellos amontonados en un rincón del muelle, a la espera de ser transportados a bordo del perdigón.
Fue al volverse a mirar atrás cuando Diego se topó con Rosana.
—Te dije que me esperases oculta, ¿acaso no me oíste?
—Lo hice, perfectamente —contestó ella con una expresión de niña traviesa en su rostro —, pero he pensado que ibas a necesitar mi ayuda.
—Lo que necesito es que te alejes de aquí antes de que ambos volemos por los aires —rezongó, Diego, sabiendo de antemano que nada de lo que dijera serviría con aquella atrevida joven —. Ahora retrocede un poco...
Rosana obedeció y vio como Diego procedía a abrir uno de los barriles mientras tomaba un puñado de aquel fino polvo negro entre sus manos y lo dejaba caer al suelo creando un reguero. Cuando se hubieron alejado unas quince varas (1) del grueso de los toneles, Diego sacó un pequeño objeto de uno de sus bolsillos y lo frotó contra el filo de su daga. Al momento una lluvia de chispas cayó sobre el reguero de pólvora que llegaba hasta sus pies, prendiéndola en el acto.
La improvisada mecha ardió y se precipitó veloz hacia los barriles, rauda como una flecha.
Rosana que había asomado la cabeza esperando absorta la explosión, notó como Diego la hacía agacharse cobijándola junto a él.
Un segundo después una tremenda explosión les sobrecogió a ambos.
El caos fue terrible. Un humo espeso envolvió todo el muelle mientras la nao perdigón ardía por sus cuatro costados, totalmente destrozada.
—¡Mira eso! ¡Ha salido mejor de lo que esperábamos!
—Sí, demasiado llamativo. Hemos de irnos de inmediato.
Fue al volverse a mirar a lo que quedaba de la nao, cuando Diego vio los ojos de Ferris, el Inglés, clavados en los suyos.
—¡A escape! —Gritó, Diego tomando del brazo a Rosana y echando a correr en dirección contraria a la ardiente balandra —. ¡No te detengas si quieres vivir!
El tumulto formado por varios hombres que corrían en pos de ellos, les hizo apretar el paso.
—Ferris me ha reconocido. Si nos atrapan nos matarán como a perros. Hemos de separarnos... —dijo, Diego.
—¡No!
—Yo les atraeré hacía mí. Tú, corre a casa como alma que lleva el diablo. No te detengas por nada y pase lo que pase no vuelvas a buscarme...
—¡No pienso dejarte solo! —Dijo Rosana, obcecada.
—¡Corre! Y por una vez no discutas conmigo...




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