Daveth
—¿Es necesario?
—Jasir...
—¡Se me quedan las orejas pegajosas por la maldita resina!
—A ti y a todos —le dijo Yelisa—. Así que deja de lloriquear y ponte los dichosos tapones.
Los escuchaba mientras rodeaba a mi abuelo con una manta. Él ni siquiera se movió del sitio, tampoco se molestó en abrir los ojos. Si no fuera por su dificultosa respiración pensaría que estaba muerto. Cuando papá lo cogió en brazos para montarlo en la carreta, Jasir se giró hacia mí en busca de alguien que entendiera su molestia con los tapones que debíamos ponernos.
—Yelisa tiene razón —dije levantándome—. Además, Ignis nos ha avisado de las altas probabilidades que tenemos hoy de encontrarnos con sinares, y no creo que deba recordarte lo que podrían hacer con nosotros si escucháramos sus cantos, ¿verdad?
Jasir a ratos era como un crío, se le tenía que recordar el peligro para hacerlo entrar en razón. Con una mueca de asco se colocó los tapones. Yelisa sonrió, satisfecha, y después me miró a mí.
—¿Estás bien?
Una pregunta que hizo que no solo Jasir pasara a centrarse en mí, sino que Ignis, algo más alejada, se diera la vuelta como si también sintiera la preocupación que reflejaban los ojos de Yelisa. Tuve que apartar la mirada que instintivamente se había clavado en la pelirroja para mirar a mis amigos. Yelisa no pasó desapercibida la mirada que le lancé a Ignis.
—Está todo bien —dije y no sabía si era verdad—. O al menos todo lo bien que podría estar.
—¿Has logrado dormir esta noche? —cuestionó Jasir, analizándome con el ceño fruncido.
—No mucho —admití—. He estado más pendiente de mi abuelo que de dormir.
—¿Por qué no nos has avisado? Podemos ayudarte a hacer guardias para vigilar a Darel —comentó Yelisa—. Tú y tu mala costumbre de callarte todo.
—¿Por qué iba a querer avisaros? —cuestioné, dándome la vuelta para caminar hacia la salida.
Una mano me golpeó la nuca con la suficiente fuerza como para que me picara la piel. Fulminé a Jasir con la mirada, no necesitaba haberlo visto para saber que había sido él.
—No seas idiota, Daveth —gruñó con expresión seria—. Debes aprender a pedir ayuda de vez en cuando.
—Además, sabes que adoramos a Darel —añadió Yelisa con una leve sonrisa—. Ayudaremos en todo lo que sea posible.
Los dos se acercaron y me dieron un abrazo al mismo tiempo. Suspiré ante la sensación de alivio de no sentirme solo. Durante los últimos tres años de mi vida todo había sido diferente, más oscuro y triste. Fue como vivir solo contra un montón de pesadillas que jamás me dejaban en paz y que por más que gritara nadie lograba escucharme pedir auxilio.
No sabía qué había cambiado para que ahora esa sensación de soledad hubiese desaparecido. No sabía si había sido yo, que cada vez me costaba más fingir, o habían sido los demás, que ahora se encontraban tan cerca que mis gritos ya eran escuchados. Fuese cual fuese la razón, ya no estaba solo.
Acabábamos de salir de la cueva y ya la estaba echando de menos. La niebla y el frío que arrastraba el viento hicieron que mi postura se volviera rígida al instante. A parte de los tapones, tuvimos que volver a cubrir la mitad de nuestros rostros, cosa que me dificultaba un poco el respirar.
Perdí de vista a Yelisa cuando se adelantó para hablar con Ignis. Mi mente viajó a nuestra conversación de la noche pasada. Todavía no entendía por qué me sentía tan desanimado cuando desde el principio supe que Ignis desaparecería de nuestras vidas. Aunque creo que eso no era lo que más triste me tenía, sino el hecho de que ella no quisiera quedarse. Es más, eso es lo que siempre quise, que se fuera, pero ahora me encontraba en una situación contraria. Una parte de mí quería que ella lograra su cometido, pero otra, la más egoísta e infantil, deseaba agarrarle de la mano y evitar que se alejara de mí.
De tan solo ser consciente de lo que estaba pensando, me enfurecí.
—¿Sabes de qué me acabo de acordar?
No fue la voz de Jasir la que dijo eso, sino la de mi abuelo. Bajé la vista hacia la carreta que avanzaba a mi lado y lo observé con sorpresa, pues era la primera vez en toda la mañana que hablaba. La voz le salió algo afónica y rasposa.
—¿De qué?
—Eras solamente un bebé, así que dudo que puedas recordarlo, pero había una canción que tu abuela siempre te cantaba cuando llorabas. No sé cómo lo hacía, pero lograba calmarte en cuestión de segundos. —Ante el recuerdo, sus ojos reflejaron un brillo nostálgico—. No recuerdo muy bien cómo era, pero quizá pueda cantarte un trozo.
—Abuelo, ya no necesito esas canciones.
Meneó su cabeza y cerró los ojos.
—Todos necesitamos una nana de vez en cuando, por muy vergonzoso que suene.
—Preocúpate por descansar durante el viaje —le dije y no volvió a insistir.
En otra ocasión me habría divertido aceptando la idea de mi abuelo para escucharlo cantar y reírnos un rato, pero en la situación en la que nos encontrábamos dudaba que le viniese bien hablar o hacer más esfuerzos de los necesarios.
—Pues a mí me habría gustado escucharlo —escuché decir a Jasir a mi lado.
—Cállate.
Esta vez tanto papá como yo estuvimos al tanto de que el caballo de Arlet no se quedara atrás. Cada poco rato me encargaba de hacer un recuento y de confirmar que estábamos todos y que nadie se había perdido por el camino.
En uno de esos recuentos me hice a un lado para dejar pasar a todo el grupo. Yelisa, que se había dado cuenta de lo que hacía, se detuvo y me hizo un gesto con la cabeza para animarme a acercarme a ella.
—He estado hablando con Ignis —dijo de repente entre el ruido del viento.
Observé su perfil, la forma que tenía la tela de moverse cada vez que ella respiraba, sus mechones revolviéndose por las ráfagas de viento. No dije nada porque sabía que eso solo había sido la introducción de lo que seguramente Yelisa querría hablarme.