hubiera trasegado mierda con una pala, yo también la habría trasegado. Pero. Era cerrajero. Él me
enseñó el oficio, y me hice cerrajero. Teníamos un tallercito y no nos iba mal, pero entonces él
pilló la tuberculosis, luego tuvieron que cortarle un trozo de hígado, luego se puso a cuarenta de
fiebre, y al final se murió, todo el mismo año, y yo me hice cargo del taller. Enviaba a su viuda la
mitad de los beneficios, incluso cuando ella se casó con un médico y se mudó a Bay Side. Seguí
con el negocio más de cincuenta años. No era lo que yo hubiera soñado para mí. Pero. La verdad
es que llegó a gustarme. Ayudaba a la gente a entrar en casa cuando se quedaba fuera y a dejar
fuera lo que no quería que entrara en casa, para que durmiera tranquila.
Un día estaba mirando por la ventana. Puede que estuviera contemplando el cielo. Pon a
alguien delante de una ventana, aunque sea un imbécil, y tendrás a un Spinoza. Se iba la tarde y
llegaba la oscuridad. Alargué la mano hacia la cadenita de la bombilla y, de repente, fue como si
un elefante me pisara el corazón. Caí de rodillas. Pensé: No habré vivido para siempre. Pasó un
minuto. Otro. Arañando el suelo, me arrastré hacia el teléfono.
El veinticinco por ciento de mi músculo cardiaco murió. Tardé mucho en recuperarme y ya no
volví al trabajo. Pasó un año. Yo sentía que el tiempo pasaba por pasar. Miraba por la ventana.
Veía cómo el otoño se hacía invierno. Y el invierno, primavera. A veces, Bruno bajaba y se
sentaba conmigo. Nos conocemos desde que éramos niños; íbamos juntos al colegio. Era uno de
mis amigos más íntimos, con sus gruesos lentes, su pelo rojo que él aborrecía y una voz que,
cuando se enfadaba, se le rompía en la garganta. Yo no sabía si estaba vivo o muerto cuando un
día, bajando por East Broadway, oí su voz. Me volví. Él estaba de espaldas a mí, frente a una
tienda de comestibles, preguntando el precio de una fruta. Yo pensé: Son figuraciones, estás
soñando, ¿cómo va a ser... tu amigo de la infancia? Yo me había quedado pasmado en la acera.
Está muerto, me decía. Mira, tú estás en los Estados Unidos de América, ahí delante tienes un
McDonald's, despierta. Yo esperaba, para convencerme. Sólo mirándole la cara no lo hubiera
reconocido. Pero. Su manera de andar era inconfundible. Iba a pasar por mi lado, y yo extendí el
brazo. No sabía lo que hacía, quizá estuviese viendo visiones, pero lo agarré de una manga.
«Bruno», dije. Él se detuvo y se volvió. Al principio parecía asustado, y después confuso.
«Bruno.» Me miró y los ojos se le llenaron de lágrimas. Yo le cogí la otra mano, ahora lo sujetaba
por una manga y una mano; «Bruno.» Él empezó a temblar. Llevó su mano a mi mejilla.
Estábamos en medio de la acera, la gente pasaba andando deprisa, era un día de junio, hacía calor.
Él tenía el pelo blanco y muy fino. Se le cayó la fruta de la mano. «Bruno.»
Un par de años después, su mujer murió. Era demasiado duro vivir en aquel apartamento sin
ella, todo se la recordaba, así que, cuando se quedó vacante un apartamento en el piso encima del
mío, se mudó. Solemos sentarnos a la mesa de mi cocina. A veces, en toda una tarde no decimos
ni una palabra. Si hablamos, nunca es en yidis. Las palabras de nuestra niñez se nos han hecho
extrañas; no podríamos decirlas como antes y por eso preferimos no usarlas. Ahora la vida exigía
un lenguaje nuevo.
Bruno, mi fiel camarada. No lo he descrito lo suficiente. ¿Bastaría decir que es indescriptible?
No. Vale más probar y fracasar que no intentarlo. Tu pelito blanco se agita levemente en tu
cráneo como la pelusa de un diente de león mal soplado. Muchas veces, Bruno, me han dado
ganas de soplarte en la cabeza y pedir un deseo. Un último resto de decoro me lo impide. O quizá
debería empezar por tu estatura, tan escasa. En tus días buenos, como mucho, me llegas al
hombro. O por esas gafas que sacaste de una caja diciendo que eran tuyas, unas cosas redondas,
enormes, que te agrandan tanto los ojos que tu reacción a todo parece estar siempre en un 4,5 de
la escala Richter. ¡Son gafas de mujer, Bruno! He intentado decírtelo muchas veces, pero siempre
me ha faltado valor. Y otra cosa. De niños, tú escribías mejor que yo. Entonces yo tenía mucho
orgullo para reconocerlo. Pero. Lo sabía. Créeme si te digo que entonces ya lo sabía, como lo sé
ahora. Me duele no habértelo dicho, como me duele pensar en todo lo que hubieras podido ser.
Perdóname, Bruno. Mi más viejo amigo. Mi mejor amigo. No te hice justicia. Me has hecho tanta
compañía al final de mi vida... Tú, precisamente tú, que habrías podido hallar palabras para todo
aquello.
Una vez, hace mucho tiempo, encontré a Bruno tendido en el suelo de la sala, con un frasco de
píldoras vacío al lado. Ya estaba harto. No quería sino dormir para siempre. Sujeta al pecho con
cinta adhesiva tenía una nota de tres palabras: «Adiós, amores míos.» Yo me puse a gritar. «¡No,
Bruno, no, no, no, no, no, no, no!» Le daba cachetes. Por fin le temblaron los párpados y abrió los