vuelve a mí, al final de mi vida, el sueño de mi niñez. He de ponerlos bajo el chorro del agua
caliente, el vapor empaña el espejo, fuera hay revuelo de palomas. Ayer vi a un hombre dar un
puntapié a un perro, y lo sentí detrás de los ojos. No sé cómo llamarlo. Es el sitio que está antes
de las lágrimas. El dolor del olvido: las vértebras. El dolor del recuerdo: las vértebras. Todas las
veces en que, de pronto, me doy cuenta de que mis padres han muerto, porque aun hoy me
sorprende estar en este mundo cuando lo que me creó ha dejado de existir: las rodillas, y necesito
medio tubo de linimento y muchos sudores sólo para doblarlas. Cada cosa tiene su momento, y
cada vez que, al despertar, he caído en el error de creer por un momento que a mi lado dormía
alguien: una hemorroide. La soledad: no hay órgano que pueda asimilarla toda.
Cada mañana, un poco más.
«Érase una vez un niño.» Vivía en un pueblo que ya no existe, en una casa que ya no existe, al
borde de un campo que ya no existe, en el que todo se descubría y todo era posible. Un palo podía
ser una espada. Una piedra podía ser un brillante. Un árbol, un castillo.
Érase una vez un niño que vivía en una casa que estaba al borde de un campo y, al otro lado
del campo, vivía una niña que ya no existe. Los dos se inventaban mil juegos. Ella era la reina y
él era el rey. A ella le brillaba el pelo al sol del otoño, como una corona. Recogían el mundo a
pequeños puñados. Cuando el cielo oscurecía, se despedían, y tenían hojas enredadas en el pelo.
Érase una vez un niño que amaba a una niña, y la risa de ella era como una pregunta que él
quería pasar la vida contestando. Cuando teman diez años, le pidió que se casara con él. Cuando
teman once, le dio el primer beso. Cuando tenían trece, se pelearon y estuvieron tres semanas sin
hablarse. Cuando tenían quince, ella le enseñó la cicatriz del pecho izquierdo. Su amor era un
secreto que no revelaron a nadie. Él le prometió que no querría a ninguna otra en toda su vida.
«¿Y si yo me muero?», preguntó ella. «Ni aun entonces», dijo él. El día en que ella cumplía
dieciséis años, él le regaló un diccionario de inglés y juntos aprendían las palabras. «¿Esto qué
es?», preguntaba él resiguiéndole el tobillo con el índice, y ella buscaba la palabra. «¿Y esto?»,
preguntaba él dándole un beso en el codo. «Elbow!» «¿Qué palabra es ésa?», y entonces él lo
lamía y ella se reía bajito. «¿Y esto qué es?», preguntaba él rozándole con el dedo la suave piel
detrás de la oreja. «No lo sé», respondía ella, apagando la linterna y echándose de espaldas con un
suspiro. Cuando tenían diecisiete años hicieron el amor por primera vez sobre un montón de paja,
en un granero. Después, cuando ocurrieron cosas que nunca hubieran podido imaginar, ella le
escribió en una carta: «¿Cuándo aprenderás que no hay una palabra para cada cosa?»
Érase una vez un muchacho que amaba a una muchacha que tenía un padre que fue lo bastante
listo como para gastarse hasta el último zloty en enviar a su hija pequeña a América. Al principio
ella no quería ir, pero el chico también sabía ya lo suficiente como para pedirle que se fuera, y le
juró por su vida que ganaría dinero y encontraría la manera de seguirla. Así pues, ella se marchó.
Él consiguió trabajo en la ciudad vecina, de portero en un hospital. Por las noches escribía el
libro. Le envió una carta en la que copió once capítulos en letra muy pequeña. Ni siquiera sabía si
ella la recibiría. Ahorraba cuanto podía. Un día lo despidieron. Nadie le dijo por qué. Volvió a
casa. En el verano de 1941, los Einsatzgruppen penetraban hacia el este, matando a cientos de
miles de judíos. Un día de julio claro y caluroso entraron en Slonim. Casualmente, a aquella hora
el chico estaba tumbado en el bosque, pensando en la muchacha. Podría decirse que su amor lo
salvó. En los años siguientes, el chico se convirtió en un hombre que se hizo invisible. Así escapó
de la muerte.
Érase una vez un hombre que se había hecho invisible y que llegó a América. Había estado
escondido tres años y medio, casi siempre en árboles, pero también en grietas, sótanos y agujeros.
Y un día aquello acabó. Entraron los tanques rusos. Estuvo seis meses en un campamento de
desplazados. Hizo llegar noticias suyas a un primo que vivía en América y era cerrajero.
Mentalmente, practicaba una y otra vez las únicas palabras de inglés que sabía. Knee, elbow, ear.
Al fin llegaron los papeles. Tomó un tren que lo llevó a un barco y, al cabo de una semana,
llegaba al puerto de Nueva York. Era un día frío de noviembre. Apretaba en la mano un papel
doblado con la dirección de la muchacha. Pasó la noche en el suelo de la habitación de su primo,
sin dormir. El radiador cencerreaba y siseaba, pero él agradecía el calor. Por la mañana, su primo
le explicó tres veces cómo ir a Brooklyn en metro. Él compró un ramo de rosas, pero las flores se
marchitaron porque, a pesar de que su primo le había explicado tres veces lo que debía hacer, se
perdió. Al fin encontró la casa. Hasta el momento en que apoyaba el dedo en el timbre no se le