de la lámpara del recibidor. Me vi en el espejo. El pelo que me quedaba se me levantaba en la
coronilla como la cresta de una ola. Tenía la cara tan arrugada como algo olvidado bajo la lluvia.
Me dejé caer en la cama con toda la ropa menos el calzoncillo. Era más de medianoche cuando
sonó el teléfono. Desperté de un sueño en el que estaba enseñando a mi hermano Josef a orinar en
arco. A veces tengo pesadillas. Pero esto no lo era. Estábamos en el bosque y el frío nos mordía el
trasero. De la nieve subía vapor. Josef volvió la cara hacia mí, sonriendo. Un niño guapo, rubio y
de ojos grises. Grises como el mar en un día nublado, o como el elefante que vi en la plaza del
pueblo cuando tenía su edad. Lo vi claramente, bajo un sol polvoriento. Después nadie recordaba
haberlo visto y, como era imposible comprender cómo podía haber llegado a Slonim un elefante,
nadie me creyó. Pero yo lo vi.
Lejos sonaba una sirena. Cuando mi hermano abría la boca para decir algo, el sueño se cortó y
desperté en la oscuridad de mi cuarto, con la lluvia repicando en el cristal. Seguía sonando el
teléfono. Bruno, seguramente. No hubiera hecho caso, de no ser porque temía que llamara a la
policía. ¿Por qué no golpea el radiador con el bastón, como hace siempre? Tres golpes quiere
decir ¿aún vives?; dos, sí; y uno, no. Lo hacemos sólo de noche, durante el día hay demasiados
ruidos y, de todos modos, no es muy seguro porque Bruno suele quedarse dormido con los
auriculares del walkman puestos.
Bajé de la cama y, al cruzar la habitación, tropecé con la pata de una mesa. «¡Diga!», grité,
pero el teléfono estaba mudo. Colgué, fui a la cocina y saqué un vaso del armario. El agua
gorgoteó en las cañerías y estalló en un borbotón. Bebí y entonces me acordé de la planta. Hace
casi diez años que la tengo. Apenas vive ya, pero aún no ha muerto. Está más marrón que verde.
Tiene partes secas. Pero vive, siempre inclinada hacia la izquierda. Cuando le doy la vuelta para
que la parte de cara al sol deje de estarlo, ella, tozuda, sigue inclinándose hacia la izquierda,
entregándose a un acto de creatividad en lugar de doblegarse a la necesidad física. Le vacié el
vaso en el tiesto. De todos modos, ¿qué significa florecer?
Al cabo de un momento, volvió a sonar el teléfono.
—Ya vale, ya vale —dije descolgando—. No hace falta despertar a toda la casa. —Al otro
lado había silencio—. ¿Bruno?
—¿El señor Leopold Gursky?
Supuse que era alguien que quería venderme algo. Siempre están llamando para venderte
cosas. Uno me dijo que si le enviaba un cheque de 99 dólares podría optar a una tarjeta de crédito,
y yo le contesté: «Pues claro, y si me paro debajo de una paloma puedo optar a una cagada.»
Pero este hombre no quería venderme nada. Se había quedado fuera de su casa con las llaves
dentro. Había pedido a información el número de un cerrajero. Le dije que yo estaba retirado. El
hombre no respondía. Parecía incapaz de creer que pudiera tener tan mala suerte. Ya había
llamado a otros tres números y en ninguno le contestaban.
—Estoy en la calle y llueve a cántaros —dijo.
—¿No tiene algún sitio donde pasar la noche? Por la mañana le será fácil encontrar a un
cerrajero. Hay un montón.
—No —dijo—. Está bien, en fin, si es mucha... —empezó, y se interrumpió esperando que yo
dijera algo. No dije nada—. Qué se le va a hacer. —Le noté la decepción en la voz—. Perdone la
molestia. —No obstante, no colgaba, y yo tampoco. Me remordía la conciencia. ¿Qué falta me
hace dormir? Ya habrá tiempo para eso. Mañana. O pasado mañana.
—Está bien, está bien —dije, a pesar de que no quería decirlo. Tendría que desenterrar mis
herramientas. Sería como buscar una aguja en un pajar, o un judío en Polonia—. Un momento... a
ver si encuentro un bolígrafo.
Me dio una dirección de la parte alta, muy lejos. Hasta después de colgar no recordé que, a
aquella hora, podía tener que esperar horas a que pasara un autobús. En el cajón de la cocina tenía
la tarjeta del Servicio de Coches Goldstar, y no es que acostumbre usarlo. Pedí un coche y me
puse a escarbar en el armario del recibidor en busca de mi caja de herramientas. No la encontré,
pero descubrí una caja de gafas viejas. A saber de dónde la sacaría. Seguramente, alguien las
vendía en la calle con restos de vajillas y una muñeca sin cabeza. De vez en cuando me pruebo un
par. Una vez hice una tortilla llevando unas gafas de lectura de mujer. Me salió una tortilla
inmensa que sólo de mirarla daba miedo. Revolví en la caja y saqué unas gafas. Tenían la
montura color carne y unos cristales cuadrados, de un dedo de grosor. El suelo se alejó de mis