La historia de amor

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pies y, cuando fui a dar un paso, brincó hacia arriba. Fui tambaleándome hasta el espejo. En un  
intento de enfoque, acerqué la cara, pero calculé mal y choqué con el espejo. Sonó el timbre.  
Cuando tienes los pantalones bajados es cuando llega todo el mundo. «Ahora mismo bajo», grité  
por el intercomunicador. Cuando me quité las gafas, tenía la caja de las herramientas delante de  
las narices. Pasé la mano por su estropeada tapa. Luego agarré la gabardina del suelo, me alisé el  
pelo delante del espejo y salí. La nota de Bruno seguía pegada en la puerta. La arrugué y me la  
metí en el bolsillo. 
En la calle había una limusina negra con el motor en marcha, iluminando la lluvia con los  
faros. No vi nada más, aparte de varios coches aparcados junto al bordillo. Iba a entrar otra vez en  
el edificio cuando el conductor bajó el cristal y me llamó por mi apellido. Llevaba un turbante  
lila. Me acerqué a la ventanilla. 
—Tiene que haber un error —dije—. Yo he pedido un coche. 
—Bueno —dijo él. 
—Pero esto es una limusina —señalé. 
—Bueno —repitió el hombre, indicándome con un ademán que subiera. 
—No puedo pagar extra. 
El turbante se movió de arriba abajo y el hombre dijo: 
—Suba antes de que se empape. 
Subí. Los asientos eran de piel y había botellas de cristal tallado en el minibar. El coche era  
más grande de lo que yo imaginaba. La tenue música exótica que sonaba delante y el roce  
acompasado de las escobillas del limpiaparabrisas casi no llegaban hasta mí. El chófer dirigió el  
morro del coche hacia la calle y avanzamos en la noche. Las luces del tráfico se reflejaban en los  
charcos. Abrí una de las botellas, pero estaba vacía. Había un tarro de caramelos de menta, y me  
llené los bolsillos. Al bajar la mirada vi que tenía la bragueta abierta. 
Me erguí y me aclaré la garganta. 
Damas y caballeros, procuraré ser breve; han sido ustedes muy pacientes. La verdad es que  
estoy anonadado, lo digo en serio, no hago más que pellizcarme. Es un honor que no me hubiera  
atrevido ni a soñar: el premio Goldstar a la Trayectoria de una Vida, esto me abruma... ¿Ha sido  
realmente una vida? Y sin embargo. Sí. Todo parece sugerirlo. Una vida. 
Cruzamos la ciudad. Yo he andado por todos estos barrios, mi oficio me hacía ir de un sitio a  
otro. Hasta en Brooklyn me conocían. Iba a todas partes. Abría cerraduras para los hasids y  
cerraduras para los shvartzers. A veces hasta andaba por gusto, podía pasarme todo un domingo  
andando. Un día, hace años, me encontré delante del Jardín Botánico y entré a ver los cerezos.  
Compré unas galletas y estuve mirando los peces de colores que nadaban perezosamente en el  
estanque. Debajo de un cerezo se retrataba una boda, y las flores blancas que lo cubrían daban la  
impresión de que había nevado para él solo. Entré en el invernadero de plantas tropicales. Aquello  
era otro mundo, húmedo y cálido, como si allí dentro hubiera quedado encerrado el aliento de  
gente que hacía el amor. Con el dedo escribí en el cristal «Leo Gursky». 
La limusina paró. Acerqué la cara a la ventanilla. 
—¿Dónde es? 
El chófer señaló una bonita casa adosada, con escalera exterior y hojas talladas en la piedra. 
—Diecisiete dólares —dijo. 
Me palpé el bolsillo en busca de la billetera. No. Otro bolsillo. La nota de Bruno, los  
calzoncillos pero no la billetera. Los dos bolsillos de la gabardina. No. No. Con las prisas, debí de  
olvidarla en casa. Entonces recordé la paga de la clase de dibujo. Hurgué debajo de los caramelos,  
la nota y los calzoncillos, y la encontré. 
—Crea que lo siento —dije—. Es muy embarazoso. No llevo encima más que quince. — 
Reconozco que me dolía desprenderme de los billetes, no por lo que me había costado ganarlos  
sino por algo más, algo agridulce. Pero al cabo de un momento el turbante se movió de arriba  
abajo y el dinero fue aceptado. 
El hombre estaba en el quicio de la puerta. Desde luego, él no esperaría verme llegar en  
limusina; ni que fuera el maestro cerrajero de las estrellas de la pantalla. Me sentía violento,  
quería dar una explicación: «Créame, no es que quiera darme aires.» Pero seguía diluviando, y él  
me necesitaba a mí más que la justificación de mi medio de transporte. El hombre tenía el pelo  
pegado a la frente. Me dio las gracias tres veces por haber ido.



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En el texto hay: istorias

Editado: 05.07.2020

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