La historia de amor

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—No tiene importancia —dije. Y sin embargo. Había estado a punto de no ir. 
Era una cerradura complicada. Él estaba de pie a mi lado, sosteniéndome la linterna. La lluvia  
se me filtraba por la nuca. Me daba cuenta de lo mucho que dependía de que pudiera abrir aquella  
cerradura. Pasaban los minutos. Probé y fallé. Probé y fallé. Y luego, por fin, empezó a latirme  
con fuerza el corazón. Hice girar el picaporte y la puerta se abrió. 
Entramos en el recibidor, chorreando. Él se quitó los zapatos y yo hice otro tanto. Volvió a  
darme las gracias y fue a ponerse ropa seca y a pedirme un coche. Yo dije que no hacía falta, que  
podía tomar el autobús o parar un taxi, pero él respondió que de ninguna manera y menos con  
aquella lluvia. Me dejó en la sala. Me acerqué a la puerta del comedor y desde allí distinguí una  
habitación llena de libros. Nunca había visto tantos libros en un sitio que no fuera una biblioteca  
pública. Entré. 
A mí también me gusta leer. Una vez al mes voy a la biblioteca. Para mí elijo una novela y  
para Bruno, con sus cataratas, un audiolibro. Al principio, él no estaba muy convencido. «¿Y para  
qué quiero yo esto?», me dijo mirando el estuche de Ana Karenina como si le hubiera puesto en  
la mano un enema. Y sin embargo. Un día o dos después, yo estaba haciendo mis cosas cuando en  
el piso de arriba sonó una voz que gritaba «¡Todas las familias felices se parecen!», y por poco  
me da un síncope. Desde entonces, Bruno escuchaba al máximo volumen todo lo que yo le  
llevaba, y me lo devolvía sin comentarios. Una tarde, volví de la biblioteca con el Ulises. A la  
mañana siguiente, yo estaba en el baño cuando arriba se oyó «¡Buck Mulligan, majestuoso y  
orondo!». Durante todo un mes, Bruno estuvo escuchando la cinta. Si algo no entendía del todo,  
pulsaba stop y rebobinaba. «¡Ineluctable modalidad de lo visible: al menos eso!» Pausa,  
rebobinado. «¡Ineluctable modalidad!» Pausa. «¡Ineluct!» Cuando se acercaba la fecha de la  
devolución, me pidió que se lo prorrogara. Para entonces yo ya estaba harto de paros y marchas  
atrás, y me fui al bazar y le compré un Sony Sportsman que ahora lleva todo el día colgado del  
cinturón. Tengo la impresión de que lo que le gusta es cómo suena el acento irlandés. 
Me puse a inspeccionar las estanterías de aquel hombre. Por la fuerza de la costumbre, miré si  
tenía algo de Isaac, mi hijo. Allí estaba, desde luego. Y no un solo libro, sino cuatro. Pasé el dedo  
por los lomos. Al llegar a Casas de Cristal, me detuve y lo saqué. Un libro muy bonito. Relatos.  
Los he leído qué sé yo las veces. Mi favorito es el que da título al libro, aunque no es que los  
demás no me gusten. Pero ése es algo aparte. Es corto, y cada vez que lo leo me hace llorar. Trata  
de un ángel que vive en la calle Ludlow. No muy lejos de mi casa, al otro lado de Delancey. Hace  
tanto tiempo que vive allí que ya no se acuerda de por qué Dios lo envió a la tierra. Todas las  
noches, el ángel habla a Dios en voz alta y todos los días espera oír una palabra de Él. Para matar  
el tiempo, pasea por la ciudad. Al principio, todo le causa admiración. Empieza una colección de  
piedras. Se pone a estudiar matemáticas superiores. Y sin embargo. Cada día que pasa, la belleza  
del mundo lo deslumbra un poco menos. Por la noche, el ángel permanece despierto escuchando  
los pasos de la viuda que vive arriba, y todas las mañanas se cruza en la escalera con el anciano  
señor Grossmark, que se pasa el día subiendo y bajando la escalera fatigosamente, subiendo y  
bajando, murmurando: «¿Quién está ahí?» El ángel nunca le ha oído decir otra cosa, excepto un  
día en que, al cruzarse, el hombre se volvió hacia él y le preguntó: «¿Quién soy?», y el ángel, que  
nunca habla ni le hablan, se quedó tan sorprendido que no dijo nada, ni siquiera: «Tú eres  
Grossmark el mortal.» A medida que va descubriendo la tristeza, el ángel siente que su corazón  
empieza a rebelarse contra Dios. Por la noche, sale a la calle y si ve a alguien que parece necesitar  
que lo escuchen, se detiene. Las cosas que oye... es el colmo. No comprende. Cuando el ángel  
pregunta a Dios por qué lo hizo tan inútil, se le rompe la voz al tratar de contener lágrimas de  
rabia. Al fin deja de hablar a Dios. Una noche encuentra a un hombre debajo de un puente.  
Comparten una botella de vodka que el hombre tiene en una bolsa de papel marrón. Y como el  
ángel está borracho y solo y enfadado con Dios y como, aun sin darse cuenta, se siente  
identificado con los mortales y tiene el impulso de confiarse a alguien, dice al hombre la verdad:  
que es un ángel. El hombre no le cree, y el ángel insiste. El hombre le pide que se lo demuestre, y  
el ángel se levanta la camisa, a pesar del frío, y enseña al hombre el círculo perfecto que tiene en  
el pecho, que es la marca de los ángeles. Pero eso no dice nada al hombre, que no sabe ni que los  
ángeles tengan marca, y le dice: «Muéstrame algo que Dios pueda hacer», y el ángel, ingenuo  
como todos los ángeles, señala al hombre. Y entonces, pensando que miente, el hombre le da un



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En el texto hay: istorias

Editado: 05.07.2020

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