—Di te lo prometo.
—Te lo prometo.
Aspiró profundamente.
—Me parece que soy un lamed vovnik.
—¿Un qué?
—Uno de los lamed vovniks —susurró—, uno de los treinta y seis santos.
—¿Qué treinta y seis santos?
—Los santos de los que depende la existencia del mundo.
—Ah, ésos. No seas...
—Lo has prometido —dijo entonces.
Yo callé.
—Son siempre treinta y seis, en cualquier tiempo —susurró—. Nadie sabe quiénes son. Sus
oraciones son las únicas que llegan al oído de Dios. Lo dice el señor Goldstein.
—¿Y crees que tú podrías ser uno de ellos? —pregunté—. ¿Qué más dice el señor Goldstein?
—Dice que el Mesías que ha de llegar será uno de los lamed vovniks. En cada generación hay
una persona que tiene el potencial para ser el Mesías. Y que puede desarrollarlo o no. Y el mundo
puede estar preparado para recibirlo o no. Eso es todo.
En la oscuridad, yo trataba de encontrar las palabras adecuadas. Empezaba a dolerme el
estómago.
26. LA SITUACIÓN ERA CASI CRÍTICA
El sábado siguiente metí La vida tal como no la conocemos en la mochila y fui en metro a la
Universidad de Columbia. Estuve dando vueltas por el campus durante cuarenta y cinco minutos,
hasta que encontré el despacho de Eldridge, que estaba en el edificio de Ciencias de la Tierra. El
secretario, que comía en su mesa, me dijo que el doctor Eldridge no estaba. Yo dije que esperaría,
él respondió que quizá fuera mejor que volviera en otro momento, ya que el doctor Eldridge
tardaría horas. Yo dije que no importaba. Él siguió comiendo. Mientras esperaba, leí un número
de la revista Fossil. Luego pregunté al secretario, que se reía de algo que veía en el ordenador, si
creía que el doctor Eldridge volvería pronto. Él dejó de reír y me miró como si le hubiera
estropeado el momento más importante de su vida. Yo volví a mi silla y leí un número de
Paleontologist Today.
Tenía hambre, salí al pasillo y compré un paquete de Devil Dogs en una máquina
expendedora. Luego me quedé dormida. Cuando desperté, el secretario se había ido. La puerta del
despacho de Eldridge estaba abierta y las luces, encendidas. Dentro del despacho vi a un hombre
muy viejo, con el pelo blanco, de pie al lado de un archivador y debajo de un poster que ponía:
«De aquí, sin, progenitores, por generación espontánea, brotan las primeras motas de tierra
animada - Erasmus Darwin.»
El anciano decía por teléfono:
—Bien, sinceramente no se me había ocurrido esa opción. Dudo que él se planteara siquiera
solicitarlo. De todos modos, me parece que ya tenemos a nuestro hombre. Hablaré con el
departamento, pero creo poder decir que las perspectivas son buenas. —Al verme en la puerta,
hizo un ademán dándome a entender que tenía que marchame enseguida. Yo iba a decir que no
importaba, que yo esperaba al doctor Eldridge, pero él se volvió de espaldas y miró por la
ventana—. Bien, me alegro de oírlo. He de darme prisa. De acuerdo. Que vaya bien. Hasta luego.
—Me miró otra vez—. Lo siento. ¿En qué puedo ayudarte?
Me rasqué el brazo y vi que tenía las uñas sucias.
—Usted no es el doctor Eldridge, ¿verdad? —le pregunté. —Sí que lo soy.
Me quedé helada. La foto del libro debía de tener treinta años por lo menos. No tuve que
pensar mucho para comprender que él no podía ayudarme en el asunto que me interesaba, porque
si merecía un Nobel por ser el más grande paleontólogo de la época, merecía otro por ser también
el más viejo.
No me salían las palabras.
—He leído su libro —conseguí decir—, y quiero ser paleontóloga.
—Bueno, no pongas esa cara de desilusión —dijo.