32. MAMÁ ESTUVO DOS MESES CASI SIN SALIR DE CASA
Al volver de la escuela una tarde de la última semana antes de las vacaciones de verano,
encontré a mi madre en la cocina con un paquete en la mano dirigido a Jacob Marcus a unas señas
de Connecticut. Había terminado la traducción de la primera cuarta parte de La Historia del Amor
y quería que yo la llevara al correo. «Ahora mismo», dije poniéndome el paquete debajo del
brazo. En lugar de ir a correos, me fui al parque y, con la uña del pulgar, levanté la cinta adhesiva.
Encima había una carta, dos líneas escritas en la letrita inglesa de mi madre:
Estimado señor Marcus:
Confío en que en estos capítulos encuentre todo lo que usted esperaba encontrar. Si
falta algo es culpa mía.
Atentamente,
Charlotte Singer
Me quedé desolada. ¡Veinticinco palabras insípidas, sin pizca de romanticismo! Yo sabía que
debía enviarlo, que no tenía derecho a intervenir, que no es justo entrometerse en los asuntos de
los demás. Pero hay tantas cosas que no son justas...
33. LA HISTORIA DEL AMOR, CAPÍTULO 10
En la Edad de Cristal, todos creían tener una parte del cuerpo sumamente frágil. Unos una
mano, otros un fémur, otros la nariz. La Edad de Cristal siguió a la Edad de Piedra, a modo de
correctivo dentro de la evolución, introduciendo en las relaciones humanas una sensación nueva
de fragilidad que favorecía la compasión. Este período tuvo una duración relativamente corta en
la historia del amor —un siglo aproximadamente—, hasta que un médico, el doctor Ignacio da
Silva, descubrió un tratamiento consistente en invitar a las personas a tenderse en un diván y
luego administrarles un vigorizante manotazo en la parte del cuerpo en cuestión, para
demostrarles la verdad. La ilusión anatómica que tan real había parecido fue desapareciendo poco
a poco y —al igual que tantas otras cosas que ya no necesitamos pero de las que no podemos
acabar de desprendernos— se convirtió en un vestigio. Y, de vez en cuando, por razones que no
siempre pueden entenderse, aflora de nuevo, lo que indica que la Edad de Cristal, al igual que la
Edad del Silencio, aún no ha terminado del todo.
Tomemos, por ejemplo, a ese hombre que se acerca calle abajo. No hay en él nada que llame
la atención; su manera de vestir y su porte son discretos. Normalmente —él mismo así lo
aseguraría—, nadie se fijaría en él. No lleva nada en la mano, o eso parece, ni siquiera un
paraguas, a pesar de que amenaza lluvia, ni una cartera, aunque es la hora de la salida de los
despachos. La gente pasa por su lado sin reparar en él, inclinando el cuerpo contra el viento,
camino de sus casas bien caldeadas de las afueras de la ciudad, en las que sus hijos hacen deberes
en la mesa de la cocina, y el aire huele a cena y, probablemente, a perro, porque en esas casas
suele haber perro.
Este hombre, cuando era joven, una noche decidió ir a una fiesta. Allí encontró a una
muchacha con la que había ido al colegio desde primaria, una muchacha de la que siempre había
estado un poco enamorado, a pesar de que estaba seguro de que ella ni se había dado cuenta de
que él existiera. Aquella muchacha tenía el nombre más bello que él había oído en su vida: Alma.
Cuando ella lo vio en la puerta, cruzó toda la habitación para ir a hablarle. Él no podía creerlo.
Pasó una hora, quizá dos. La conversación debió de ser muy agradable porque, de improviso,
él oyó que Alma estaba diciéndole que cerrara los ojos. Y entonces le dio un beso. Aquel beso era
una pregunta que él deseó estar contestando durante el resto de su vida. Sintió que temblaba de
pies a cabeza. Tuvo miedo de perder el control de los músculos. Para cualquier persona, aquello
no podía tener más que un significado, pero para él no era tan sencilla la explicación, porque este
hombre creía —así lo había creído desde que podía recordar— que una parte de su cuerpo era de
cristal. Imaginaba que un movimiento en falso podía hacer que cayera al suelo y se rompiera
delante de ella. Aun sin querer, se echó hacia atrás. Sonrió mirando a Alma a los pies, confiando
en que ella comprendiera. Hablaron durante horas.