se reían de mí, lo llamaban "viejón" y un día una muchacha llamada Gracia Stürmer me desafió a
ir a hablarle.»
Y Rosa fue. Aquel día, estuvo hablando con él durante casi tres horas, mientras la tarde pasaba
lentamente y una brisa fresca entraba del mar. Y Litvinoff, por su parte —halagado por la
atención que le dispensaba aquella muchacha de tez pálida y pelo negro, encantado al descubrir
que ella entendía un poco de yidis, embargado por una nostalgia que, calladamente, hacía años
que lo habitaba—, despertó a la vida y la divirtió con sus relatos y citas poéticas. Al llegar a su
casa aquella noche, Rosa se sentía bullir de alegría. Ni entre los chicos de la universidad, fatuos y
egocéntricos, con su brillantina y su gratuita charla filosófica, ni entre los pocos que le habían
declarado su amor con frases melodramáticas al ver su cuerpo desnudo, había uno solo que
tuviera tanta experiencia como Litvinoff. Al salir de clase a la tarde siguiente, Rosa se apresuró a
volver al café. Allí estaba Litvinoff, esperándola, y otra vez volvieron a hablar animadamente
durante horas: del sonido del violonchelo, del cine mudo y de los recuerdos que despertaba en
ellos el olor del agua salobre. Esto se prolongó durante dos semanas. Tenían muchas cosas en
común, pero entre ellos se alzaba una oscura y densa diferencia que tenía el efecto de atraer a
Rosa, empeñada en comprender hasta su más ínfimo detalle. Pero Litvinoff casi nunca hablaba de
su pasado ni de lo que había perdido. Y ni una sola vez mencionó aquello en lo que había
empezado a trabajar por las noches, sobre la vieja mesa de dibujo de la habitación que alquilaba:
el libro que sería su obra maestra. Sólo le dijo que daba clases en una escuela judía. A Rosa le
resultaba difícil imaginar al hombre sentado frente a ella —que, con aquel abrigo, parecía un
cuervo y tenía el aire solemne de los retratos antiguos— en una clase llena de niños revoltosos.
«No fue sino dos meses después —escribe Rosa—, durante los primeros momentos de tristeza
que parecían colarse por la ventana sin que nos diéramos cuenta, perturbando el enrarecido
ambiente que crea el inicio del amor, cuando Litvinoff me leyó las primeras páginas de la
Historia.»
Estaban escritas en yidis. Después, con ayuda de Rosa, Litvinoff las traduciría al español. El
manuscrito original en yidis se perdió cuando la casa de los Litvinoff se inundó mientras ellos
estaban en la montaña. No queda más que la hoja que Rosa encontró flotando en el estudio de
Litvinoff, en tres palmos de agua. «En el fondo, distinguí el capuchón de oro de la pluma que él
llevaba siempre en el bolsillo —escribe— y tuve que hundir el brazo hasta el hombro para
alcanzarla.» La tinta se había corrido y en algunos puntos la escritura era ilegible. Pero el nombre
que él le daba en el libro, el nombre que era el de cada una de las mujeres de la Historia aún se
distinguía, en la letra inclinada de Litvinoff, en el último renglón.
A diferencia de su marido, Rosa no era escritora; no obstante, la introducción está guiada por
una inteligencia natural y matizada, casi instintivamente, con pausas, insinuaciones y elipses cuyo
efecto de conjunto es una especie de penumbra en la que el lector puede proyectar su propia
imaginación. Describe la ventana abierta y el sentimiento que hacía temblar la voz de Litvinoff al
empezar la lectura, pero nada dice de la habitación en sí, que es de suponer era la de Litvinoff,
con la mesa de dibujo que había pertenecido al hijo de su casera y en una de cuyas esquinas
estaban grabadas las palabras de la más importante oración judía, Shema yisrael adonai elohanu
adonai echad, de manera que cada vez que Litvinoff se sentaba ante su superficie inclinada,
consciente o inconscientemente, pronunciaba una oración; nada tampoco de la estrecha cama en
que dormía él ni de los calcetines lavados la noche antes que descansaban en el respaldo de una
silla como dos animalitos exhaustos, ni de la única foto, vuelta de cara al raído empapelado de la
pared (que Rosa debió de mirar cuando Litvinoff se ausentó para ir al baño), de un niño y una
niña que posaban muy rígidos, cogidos de la mano, con los brazos a lo largo del cuerpo y las
rodillas al aire, mientras por la ventana, situada en un ángulo del encuadre, la tarde se alejaba
lentamente. Y Rosa relata que, andando el tiempo, se casó con su cuervo, que al morir su padre
vendió la gran casa de su infancia con sus jardines fragantes y tuvieron dinero, que compraron un
pequeño bungalow blanco en un acantilado frente al mar, en las afueras de Valparaíso, y Litvinoff
pudo dejar su empleo en la escuela durante un tiempo y dedicar las tardes y las noches a escribir;
pero nada dice de la persistente tos de Litvinoff que a menudo lo hacía salir a la terraza en plena
noche, donde se quedaba contemplando el mar oscuro, ni de sus largos silencios, ni de cómo le
temblaban las manos a veces, ni de que envejecía a ojos vistas, como si para él pasara el tiempo
más deprisa que para todo su entorno.