No se sabe que la flor favorita de Litvinoff era la peonia. Ni que su signo de puntuación
favorito era el interrogante. Que tenía unos sueños terribles y sólo conseguía dormir —cuando lo
conseguía— si tomaba un vaso de leche caliente. Que a menudo se imaginaba su propia muerte.
Que pensaba que la mujer que lo amaba hacía mal. Que tenía los pies planos. Que su alimento
favorito era la patata. Que le gustaba considerarse un filósofo. Que todo lo cuestionaba, incluso lo
más simple, de manera que si un conocido que se cruzara con él en la calle se levantaba el
sombrero y decía «Buenos días», Litvinoff se ponía a estudiar la atmósfera y, cuando se decidía
por una respuesta, el conocido ya se había alejado dejándolo solo. Todas estas peculiaridades se
perdieron en el olvido, como las de tantos otros que nacen y mueren sin que nadie se tome la
molestia de ponerlas por escrito. En suma, si algo ha llegado a saberse de Litvinoff es gradas a
que tuvo una esposa que lo amaba con fervor.
Varios meses después de que una pequeña editorial de Santiago publicara el libro, Litvinoff
recibió un paquete por correo. En el momento en que el cartero pulsó el timbre, Litvinoff tenía la
pluma en la mano sobre una hoja en blanco y los ojos húmedos de emoción porque intuía que
estaba a punto de comprender la esencia de algo. Pero el sonido del timbre ahuyentó la idea, y
Litvinoff, reducido otra vez a persona corriente, avanzó arrastrando los pies por el oscuro pasillo,
abrió la puerta y vio al cartero a la luz del sol. «Buenos días», dijo el cartero entregándole un
pulcro paquete marrón, y Litvinoff no tuvo que cavilar mucho para sacar la conclusión de que el
día, que un momento antes se prometía excelente, incluso más de lo que cabía esperar, había dado
un vuelco con la brusquedad con que cambia de rumbo una borrasca en el horizonte. Impresión
que quedó confirmada cuando Litvinoff abrió el paquete y encontró las galeradas de La Historia
del Amor, con estas líneas del editor. «Adjunto le devolvemos las pruebas de composición que ya
no necesitamos.» Litvinoff, que ignoraba que fuera costumbre devolver las pruebas al autor, hizo
una mueca de dolor. Se preguntó si esto afectaría la opinión de Rosa acerca del libro. No quería
averiguarlo; prendió fuego a la nota y las pruebas y estuvo mirando cómo las hojas
chisporroteaban y se retorcían en el hogar. Cuando su mujer volvió de la compra, abrió las
ventanas para que entrase la luz y el aire puro y le preguntó por qué encendía el fuego, con lo
hermoso que estaba el día. Litvinoff se encogió de hombros y dijo que se había resfriado.
De los dos mil ejemplares que se imprimieron de La Historia del Amor, algunos fueron
comprados y leídos; muchos fueron comprados pero no leídos; algunos se quedaron en los
escaparates de las librerías, perdiendo el color y sirviendo de pista de aterrizaje a las moscas;
algunos fueron rebajados y muchos fueron enviados a la compactadora de papel, que los
trituraría, seccionando y desgarrando las frases con sus cuchillas giratorias, mezclados con otros
libros no leídos o no deseados. Mirando por la ventana, Litvinoff imaginó que los dos mil
ejemplares de La Historia del Amor eran como dos mil palomas mensajeras que volvían a él
aleteando, para darle cuenta de los llantos y las risas suscitados, de los pasajes leídos en voz alta,
de los crueles abandonos a la primera página, de cuántos de ellos ni siquiera habían sido abiertos.
Él no podía saberlo, pero un ejemplar de la primera edición (a la muerte de Litvinoff se
despertó un momentáneo interés por el libro, que entonces fue reeditado con la introducción de
Rosa) debía cambiar la vida de una persona... o de más de una. Este ejemplar en concreto fue uno
de los últimos en salir de la imprenta y permaneció más tiempo que los demás en un almacén de
los alrededores de Santiago, impregnándose de humedad. Finalmente, fue enviado a una librería
de Buenos Aires. El dueño, hombre algo descuidado, apenas reparó en él, y el libro languidecía
en el estante, criando moho. Era un tomo delgado, y su situación en el estante no era precisamente
ventajosa: entre la voluminosa biografía de una actriz de segunda fila a la derecha y una novela
que tiempo atrás había sido un gran éxito, de un autor del que ya nadie se acordaba, a la
izquierda, su estrecho lomo pasaba inadvertido incluso para el cliente más atento. Cuando la
librería cambió de dueño, el libro fue víctima de un desalojo masivo y pasó a otro almacén,
mugriento, lúgubre e infestado de típulas, donde estuvo sumido en una húmeda oscuridad hasta
que fue enviado a una pequeña librería de viejo próxima a la casa del escritor Jorge Luis Borges.
Entonces Borges ya estaba ciego y no tenía motivos para visitar la librería... porque no podía leer
y porque siempre había leído tanto, y aprendido de memoria tan extensos pasajes de Cervantes,
Goethe y Shakespeare, que ahora le bastaba con sentarse en la oscuridad y ponerse a pensar. A
menudo los admiradores del escritor Borges buscaban su dirección y llamaban a su puerta, pero al
entrar se encontraban con el lector Borges, que palpaba los lomos de sus libros hasta encontrar el