que deseaba oír y lo tendía al visitante, que no tenía más opción que sentarse a leerle en voz alta.
De vez en cuando, Borges salía de viaje con su amiga María Kodama, a la que dictaba sus
pensamientos acerca del placer de un paseo en globo o la belleza del tigre. Pero ya no entraba en
la librería de viejo, con cuya dueña mantenía una cordial relación antes de perder la vista.
La dueña de la librería de viejo no se dio prisa en desembalar el gran lote de libros que había
comprado a bajo precio. Una mañana, repasando las cajas, descubrió el mohoso ejemplar de La
Historia del Amor. No había oído hablar de aquel libro, pero el título le llamó la atención. Lo
puso aparte y, durante un rato de calma en la tienda, leyó el primer capítulo, titulado «La Edad del
Silencio».
El primer lenguaje que poseyeron los humanos fue el de las señas. Nada tenía de
primitivo aquel lenguaje que brotaba de las manos, nada de lo que ahora decimos se dejaba
de decir entonces: tal es la infinita variedad de figuras que pueden formarse con los finos
huesos de los dedos y las muñecas. Los gestos eran complejos y sutiles y exigían una dúctil
movilidad que ya se ha perdido por completo.
Durante la Edad del Silencio la gente se comunicaba más, no menos, que ahora. La
mera supervivencia exigía que las manos casi nunca estuvieran quietas, de mantra que era
únicamente durante el sueño (y a veces ni aun entonces) cuando la gente callaba. No se
hacía distinción entre los gestos del lenguaje y los gestos de la vida. El trabajo de construir
una casa, por ejemplo, o la tarea de preparar una comida, tenía el mismo valor expresivo
que hacer el signo de «te quiero» o «estoy triste». Cuando se utilizaba una mano para
protegerse el rostro al oír un estruendo, se estaba diciendo algo; y cuando se utilizaban los
dedos para recoger algo que otra persona había dejado caer, también se estaba diciendo
algo; y hasta cuando las manos descansaban decían algo. Había malentendidos,
naturalmente. Podía ocurrir que uno levantara un dedo para rascarse la nariz y si en aquel
momento su mirada se cruzaba con la del amante, éste podía interpretar que ése era el de
«ahora veo que hice mal enamorándome de ti», que se le parecía bastante. Estas
equivocaciones eran muy tristes. Sin embargo, como todos sabían que podían ocurrir con
facilidad, como nadie estaba seguro de entender perfectamente lo que le decían, solían
interrumpirse unos a otros para preguntarse si habían entendido bien. Estos malentendidos
también tenían sus ventajas, porque daban la oportunidad de decir: «Perdona, sólo me
rascaba la nariz. Por supuesto que sé que hago bien queriéndote.» Por la frecuencia con que
se producían tales equívocos, con el tiempo fue evolucionando el signo para pedir perdón
hasta que bastó el simple gesto de mostrar la palma de la mano para decir «perdóname».
Salvo una excepción, apenas existen vestigios de este primer lenguaje. La excepción, en
la que se basa todo el conocimiento que poseemos sobre el tema, es una colección de
setenta y nueve gestos fósiles, la impronta de manos humanas inmovilizadas durante el
discurso, que alberga un pequeño museo de Buenos Aires. Una hace el gesto de «a veces
cuando la lluvia», otra el de «al cabo de tantos años», otra el de «¿hice mal enamorándome
de ti?». Fueron descubiertas en Marruecos en 1903 por Antonio Alberto de Biedma, un
médico argentino que, durante un viaje por el Atlas, descubrió los setenta y nueve gestos
grabados en la pared de pizarra de una cueva. Pasó varios años tratando en vano de
descifrarlos, hasta un día en que, abrasado ya por la fiebre de la disentería que había de
causarle la muerte, de pronto, descubrió la clave de los gráciles movimientos de los puños
y los dedos impresos en la piedra. Poco después fue trasladado a un hospital de Fez, y
mientras agonizaba sus manos se movían como pájaros formando los mil gestos que
durante tantos años habían permanecido en estado latente.
Si estando en una gran reunión o una fiesta, rodeado de gente extraña, sientes una
desazón en las manos, si no sabes qué hacer con ellas y te invade esa incomodidad que
produce percibir una disociación con el propio cuerpo, es señal de que tus manos recuerdan
un tiempo en el que la divisoria entre la mente y el cuerpo, el cerebro y el corazón, entre lo
interno y lo externo, estaba más difuminada. No es que hayamos olvidado por completo el
lenguaje de los gestos. La costumbre de mover las manos al hablar es un vestigio de él. Dar
palmadas, señalar con el índice, levantar el pulgar, son gestos arcaicos. Cogerse las manos,
por ejemplo, es la manera de recordar lo que siente la pareja cuando callan juntos. Y por la