noche, cuando está oscuro y no podemos ver, sentimos la necesidad de tocar el cuerpo del
otro para hacernos entender.
La dueña de la librería de viejo bajó el volumen de la radio. Miró la solapa de la
sobrecubierta para informarse del autor, pero sólo decía que Zvi Litvinoff había nacido en
Polonia y en 1941 se había trasladado a Chile, donde aún residía. No había foto. Aquel día,
entre cliente y cliente, la mujer terminó el libro. Por la noche, al cerrar, lo puso en el
escaparate, un poco triste por tener que separarse de él.
A la mañana siguiente, los primeros rayos del sol dieron en La Historia del Amor. La
primera de muchas moscas se posó en el libro. Sus enmohecidas páginas empezaban a
secarse al calor cuando el gato persa gris azulado que se había hecho el amo de la tienda
pasó rozándolo camino de su rincón al sol. Horas después, los transeúntes madrugadores lo
miraban distraídamente al pasar por delante del escaparate.
La dueña de la tienda se abstenía de recomendar el libro a sus clientes. Sabía que, en
según qué manos, un libro como aquél podía no ser apreciado o, peor aún, no ser leído
siquiera. Así pues, se limitaba a tenerlo en el escaparate, con la esperanza de que el lector
idóneo lo descubriera.
Y así fue. Una tarde, un joven alto lo vio. Entró en la tienda, lo abrió, leyó unas páginas
y lo llevó a la caja. Al oírlo hablar, la dueña no pudo identificar su acento y le preguntó de
dónde era, ya que sentía curiosidad acerca de la persona que iba a llevarse el libro. De
Israel, dijo el joven, y le explicó que hacía poco que había terminado el servicio militar y
estaba viajando por América del Sur desde hacía meses. La dueña iba a meter el libro en
una bolsa, pero el joven dijo que no hacía falta y lo guardó en la mochila. Mientras
tintineaba la campanilla de la puerta, ella lo vio alejarse por la calle soleada y calurosa,
batiendo el suelo con las sandalias.
Aquella noche, en el cuarto de la pensión, bajo un cansino ventilador que removía un
aire caliente, el joven se quitó la camisa, abrió el libro y, con una rúbrica perfeccionada
durante años, estampó su nombre: «David Singer.»
Y empezó a leer con ansia.