La historia de amor

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Además de valerle encendidos elogios y el Premio Nacional del Libro, El Remedio dio a  
Isaac Moritz una gran popularidad. Durante el primer año se vendieron doscientos mil  
ejemplares y figuró en la lista de superventas del New York Times. 
Se esperaba con expectación su segundo libro, pero Casas de Cristal, una colección de  
relatos publicada finalmente cinco años después, suscitó opiniones dispares. Mientras unos  
críticos veían en la obra un cambio innovador, otros, como Morton Levy, que escribió una  
agria reseña en Commentary, la tachaban de fracaso. «El señor Moritz —escribió Levy—,  
cuya primera novela se sublimaba en especulaciones escatológicas, ha desviado sus miras  
hacia la pura escatología.» Los relatos de Casas de Cristal, escritos con un estilo  
fragmentado y, en ocasiones, surreal, tratan de personajes que van desde los ángeles hasta  
los basureros. 
Cambiando nuevamente de registro, en su tercer libro, Canta, Moritz utiliza un lenguaje  
escueto, «tenso como el parche de un tambor», según descripción del New York Times.  
Aunque en sus dos últimas novelas Moritz seguía buscando formas de expresión nuevas,  
los temas eran constantes. Había en la raíz de su arte un humanismo apasionado y una  
incesante exploración de la relación del hombre con su Dios. 
El señor Moritz deja un hermano, Bernard Moritz. 
Me quedé aturdido. Pensaba en la cara de mi hijo de cinco años. Y en el día en que, desde el  
otro lado de la calle, lo vi atarse el zapato. Al fin, un empleado del Starbucks que llevaba un arete  
en una ceja se acercó. «Vamos a cerrar», me dijo. Yo miré alrededor. Era verdad. Se había ido  
todo el mundo. Una muchacha de uñas pintadas barría el suelo con una escoba. Me levanté. O lo  
intenté, pero se me doblaron las rodillas. El empleado me miró como si yo fuera una cucaracha en  
la masa del bizcocho. El vasito de papel se me había convertido en un pellejo húmedo en la palma  
de la mano. Se lo di al hombre y me encaminé hacia la puerta. Entonces me acordé del periódico.  
El empleado ya lo había tirado al carrito de la basura que empujaba por el local. Yo lo saqué,  
pringoso de mantequilla. Él me miró con extrañeza y, para que viera que no soy un pordiosero, le  
di las entradas para Dudu Fisher. 
No sé cómo llegué a casa. Bruno debió de oírme abrir la puerta, porque al cabo de un minuto  
bajó y llamó con los nudillos. No contesté. Estaba sentado en mi sillón, al lado de la ventana, a  
oscuras. Él siguió llamando. Al fin le oí subir. Al cabo de una hora o más, volví a oírlo en la  
escalera. Metió un papel por debajo de la puerta. Decía así: «La vida es ermosa.» Yo lo saqué. Él  
volvió a meterlo. Yo lo saqué, él lo metió. Papel fuera, papel dentro, fuera, dentro. Volví a  
mirarlo. «La vida es ermosa.» Quizá, pensé. Quizá ésta sea la palabra. Oía respirar a Bruno al otro  
lado de la puerta. Busqué un lápiz y escribí: «Y una broma para siempre.» Pasé el papel por  
debajo de la puerta. Silencio mientras él leía. Luego, satisfecho, subió a su casa. 
Es posible que yo llorase. Qué puede importar. 
Casi amanecía cuando me dormí. Soñé que estaba en una estación de ferrocarril. Llegó un tren  
del que bajó mi padre. Llevaba un abrigo de pelo de camello. Corrí hacia él. No me reconoció. Le  
dije quién era. Él movió la cabeza, diciendo que no. «Yo sólo tengo hijas.» Soñé que se me  
desmenuzaban los dientes, que las mantas me asfixiaban. Soñé con mis hermanos, y había sangre  
por todas partes. Me gustaría decir: soñé que yo y la muchacha que amaba envejecíamos juntos.  
O soñé con una puerta amarilla y un campo despejado. Me gustaría decir: soñé que moría y que  
entre mis cosas encontraban mi libro y me hacía famoso después de muerto. Y sin embargo. 
Recorté del periódico la foto de mi Isaac. Estaba arrugada, pero la alisé. Me la puse en la  
billetera, en el compartimiento de plástico destinado a la foto. Abrí y cerré el velero varias veces  
para mirar su cara. Entonces vi que justo encima del corte decía: «El funeral se celebrará...» No  
pude leer más. Tuve que sacar la foto y juntar las dos partes. «El funeral se celebrará el sábado 7  
de octubre a las 10 de la mañana en la Sinagoga Central.» 
Era viernes. Comprendí que no podía quedarme en casa y me obligué a salir. Me parecía que  
el aire que respiraba no era el mismo. El mundo ya no parecía el mismo. Y es que uno cambia y  
cambia. Uno se convierte en perro, en pájaro o en una planta que siempre se tuerce hacia la  
izquierda. Sólo ahora que mi hijo había muerto me daba cuenta de hasta qué punto yo había  
vivido para él. Cuando abría los ojos por la mañana era porque él existía, y cuando pedía comida  
por teléfono era porque él existía, y cuando escribía el libro era porque él existía y podría leerlo.Tomé un autobús. Me dije que no podía ir al funeral de mi hijo con el shmatta arrugado al que  
llamo traje. No quería que se avergonzara de mí. Es más, quería que se sintiera orgulloso. Me  
apeé en la avenida Madison y miré escaparates. Tenía en la mano un pañuelo húmedo y frío. No  
sabía en qué tienda entrar. Al fin me decidí por una que parecía buena. Palpé la tela de una  
chaqueta. Un shvartzer enorme con un traje reluciente de color beige y botas de vaquero se  
acercó. Creí que iba a echarme a la calle. 
—Sólo estaba palpando la tela —dije. 
—¿Quiere probárselo? —me preguntó. 
Esto me halagó. Él me preguntó qué talla. Yo la ignoraba. Pero él pareció comprender. Me  
miró de arriba abajo, me llevó a un probador y colgó el traje de una percha. Me quité la ropa.  
Había tres espejos y en ellos descubrí partes de mi persona que no veía desde hacía años. A pesar  
de la tristeza, me tomé un momento para contemplarlas. Luego me puse el traje. El pantalón era  
acartonado y estrecho y la americana me llegaba casi por las rodillas. Parecía un payaso. El  
shvartzer apartó la cortina sonriendo. Me tiró de aquí y de allá, me abrochó y me hizo dar la  
vuelta. 
—Le sienta como un guante —dijo—. Si quiere —añadió pellizcando la espalda de la  
americana—, podríamos entrarlo un poquito. Pero no lo necesita. Le está como hecho a medida. 
¿Y qué sé yo de la moda?, pensé. Le pregunté el precio. Él metió la mano por detrás del  
pantalón y estuvo hurgando en mi tuchas. 
—Éste son... mil —anunció. 
Yo lo miré. 
—¿Mil qué? 
Él rió cortésmente. Estábamos los dos frente a los tres espejos. Yo manoseaba mi pañuelo  
húmedo. Con un último vestigio de compostura, tiré del calzoncillo que se me había metido entre  
las nalgas. Tendría que existir una palabra para esto. El arpa de una sola cuerda. 
Otra vez en la calle, seguí andando. Sabía que el traje no importaba. Pero. Necesitaba hacer  
algo. Para calmarme. 
Una tienda de Lexington anunciaba fotos para pasaporte. A veces me gusta retratarme. Las  
pongo en un álbum. Casi todas son mías, menos una de Isaac a los cinco años y otra de mi primo  
el cerrajero. Mi primo era aficionado a la fotografía y me enseñó cómo construir una cámara  
oscura. Fue en la primavera de 1947. En la trastienda del pequeño taller, yo observé cómo ponía  
el papel fotográfico dentro de la caja. Dijo que me sentara y me enfocó con una lámpara.  
Entonces retiró la tapa del agujero. Yo estaba quieto, casi sin respirar. Después fuimos al cuarto  
oscuro y lo pusimos en la cubeta del revelador. Esperamos. Nada. Donde debía estar yo había  
sólo una sombra gris. Mi primo se empeñó en que volviéramos a probar, volvimos, y otra vez  
nada. Tres veces trató de retratarme con la cámara oscura y tres veces no aparecí. Él no lo  
entendía. Maldijo al que le había vendido el papel, que debía de estar defectuoso. Pero yo sabía  
que no era eso. Yo sabía que, así como hay personas que han perdido una pierna o un brazo, yo  
había perdido lo que hace indeleble a una persona. Dije a mi primo que se sentara en la silla. Él  
no quería, pero al fin accedió. Le hice la foto y, en el cuarto oscuro, dentro de la cubeta de  
revelado, vimos cómo su cara aparecía en el papel. Él rió. Yo también. Si aquello era la prueba de  
que él existía, también lo era de que yo existía, puesto que había hecho la foto. Él me la dio. Cada  
vez que la sacaba de la cartera para mirarla, era como si me mirara a mí mismo. Compré un  
álbum y pegué la foto en la segunda hoja. En la primera puse la de mi hijo. Al cabo de unas  
semanas, pasé por delante de un drugstore que tenía una cabina fotográfica. Entré. Desde aquel  
día, cada vez que me sobraba un poco de dinero iba a la cabina, Al principio ocurría siempre lo  
mismo. Pero. Yo seguía probando. Un día, casualmente, en el momento en que se disparaba la  
máquina me moví. Apareció una sombra. La vez siguiente distinguí el contorno de mi cara y, al  
cabo de varias semanas, la cara completa. Aquello era todo lo contrario de desaparecer. 
Cuando abrí la puerta de la tienda, sonó una campanilla. Diez minutos después, yo estaba en la  
acera con cuatro fotos mías idénticas en la mano. Las miré. Podrían llamarme muchas cosas.  
Pero. Guapo no sería una de ellas. Metí una de las fotos en la cartera, al lado de la de Isaac que  
había recortado del periódico. Eché las otras a una papelera. 
Levanté la mirada. Al otro lado de la calle estaban los almacenes Bloomingdale's. En mis  
tiempos había entrado un par de veces para que me echaran un shpritz las señoritas de Perfumería.



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En el texto hay: istorias

Editado: 05.07.2020

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