La historia de amor

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¿Qué puedo decir? Éste es un país libre. Estuve subiendo y bajando escaleras mecánicas hasta que  
encontré la sección de Confección, en la planta baja. Esta vez empecé por mirar los precios.  
Colgado de la percha había un traje azul marino marcado a doscientos dólares. Parecía de mi  
medida. Me fui a un probador y me lo puse. El pantalón me estaba largo, pero era de esperar. Las  
mangas también. Salí de la cabina. Un sastre con una cinta métrica colgada del cuello me indicó  
que me subiera a una especie de cubo. Yo di un paso adelante y, en aquel momento, me acordé de  
cuando mi madre me enviaba al sastre a recoger las camisas de mi padre. Yo tendría nueve años,  
quizá diez. Los maniquíes estaban todos juntos en un rincón del oscuro taller, como si esperasen  
el tren. Grodzenski pedaleaba en la máquina de coser con el cuerpo inclinado. Yo lo miraba,  
fascinado. Todos los días, sin más testigos que los maniquíes, sus manos hacían brotar de un  
simple trozo de tela cuellos, puños y mangas. «¿Quieres probar?», me preguntó un día. Me senté  
en su silla y él me enseñó a hacer funcionar la máquina. Yo miraba cómo brincaba la aguja,  
dejando tras de sí una hilera de puntadas azules. Mientras yo pedaleaba, Grodzenski sacó las  
camisas de mi padre, envueltas en papel marrón. Con una seña, me invitó a pasar detrás del  
mostrador. Sacó otro paquete, envuelto en el mismo papel marrón. De su interior, con mucho  
cuidado, sacó una revista. Ya tenía años. Pero. Estaba bien conservada. Él la manejaba con la  
yema de los dedos. En la revista había fotos en blanco y negro de mujeres que tenían una piel  
muy lisa y tan blanca que parecía iluminada desde dentro. Llevaban unos vestidos como yo no  
había visto nunca: vestidos con perlas, plumas y flecos, vestidos que dejaban al descubierto  
piernas, brazos, el nacimiento de un seno. De los labios de Grodzenski salió una sola palabra:  
«París.» En silencio, él pasaba las páginas, y en silencio yo las miraba. Nuestro aliento empañaba  
el reluciente papel. Quizá Grodzenski, con discreto orgullo, trataba de explicarme por qué  
tarareaba por lo bajo mientras trabajaba. Al fin cerró la revista y la envolvió en el papel. Luego se  
puso otra vez a coser a máquina. Si en aquel momento me hubieran dicho que Eva mordió la  
manzana tan sólo para que los Grodzenski de este mundo pudieran existir, lo habría creído. 
Ahora el pariente pobre de Grodzenski mariposeaba alrededor de mí con su jaboncillo y sus  
alfileres. Le pregunté si podría arreglarme el traje enseguida. Él me miró como si yo tuviera dos  
cabezas. 
—Ahí dentro tengo esperando un centenar de trajes, ¿y pretende que le arregle el suyo ahora  
mismo? —Meneó la cabeza—. Mínimo, dos semanas. 
—Es para un funeral. Mi hijo —dije. 
Traté de dominarme. Busqué el pañuelo. Entonces recordé que lo tenía en el bolsillo del  
pantalón que estaba en el suelo del probador. Bajé del pedestal y corrí a la cabina. Sabía que  
había hecho el ridículo con aquel traje de payaso. Uno debería comprarse un traje para la vida, no  
para la muerte. ¿Era eso lo que en aquel momento me decía el fantasma de Grodzenski? Yo no  
podía hacer que Isaac se avergonzara o se enorgulleciera de mí. Porque no existía. 
Y sin embargo. 
Aquella noche volví a casa con el traje, arreglado, en una bolsa de plástico. Me senté a la mesa  
de la cocina e hice un desgarrón en el cuello. Me hubiera gustado hacer trizas todo el traje. Pero  
me contuve. Fishl, el tzaddik que quizá fuera un idiota, dijo una vez: «Es más duro soportar un  
desgarrón que cien.» 
Me lavé. Esta vez no con la esponja, como un gato, sino un baño de verdad, y dejé un poco  
más oscura la raya de la bañera. Me puse el traje nuevo y bajé el vodka del estante. Bebí un trago  
y me enjugué los labios con el dorso de la mano, repitiendo el ademán hecho cien veces por mi  
padre y por su padre y por el padre de su padre, y entornando los párpados cuando el zarpazo del  
alcohol sustituyó al zarpazo de la pena. Y cuando la botella estuvo vacía, me puse a bailar. Al  
principio lentamente, y después, más aprisa cada vez, levantando las piernas con crujido de  
huesos y dando patadas en el suelo. Brincaba, me agachaba y taconeaba en la danza que bailaba  
mi padre, y su padre, y reía y cantaba, mientras las lágrimas me resbalaban por la cara. Bailé y  
bailé hasta que tuve ampollas en los pies y sangre bajo la uña del dedo gordo, bailé de la única  
manera en que yo sabía bailar: por la vida, tropezando con las sillas y dando vueltas hasta caer al  
suelo, para volver a levantarme y seguir bailando, hasta que llegó el día y me encontró tendido en  
el suelo, tan cerca de la muerte que podía escupirle y susurrarle: L'chaim. 
Me despertó una paloma que ahuecaba las plumas en el alféizar. Tenía una manga del traje  
descosida, sangre seca en una mejilla y latidos en las sienes. Pero yo no soy de cristal.Entonces pensé: Bruno. ¿Por qué no había bajado? Quizá si hubiera llamado a la puerta yo no  
le habría abierto. No obstante. Tenía que haberme oído, a no ser que tuviera puesto el walkman.  
Aun así. Había estrellado una lámpara en el suelo y volcado todas las sillas. Iba a subir a llamar a  
la puerta cuando vi que ya eran las diez y cuarto. Me gusta pensar que el mundo no estaba  
preparado para mí, pero quizá era que yo no estaba preparado para él. Siempre he llegado tarde a  
mi vida. Corrí a la parada del autobús. Mejor dicho: renqueaba, me subía el pantalón, daba un  
saltito y un par de zancadas, me paraba, jadeaba, me subía el pantalón, arrastraba los pies,  
etcétera. Subí al autobús. Íbamos en procesión con el tráfico. «¿Es que este trasto no puede ir más  
aprisa?», dije en voz alta. La mujer que iba a mi lado se levantó y se fue a otro asiento. Quizá, de  
los nervios, le di un manotazo en un muslo, no sé. Un hombre con americana naranja y pantalón  
con dibujo de piel de serpiente se puso de pie y empezó a cantar. Todos los pasajeros se volvieron  
hacia las ventanillas, hasta que se dieron cuenta de que el hombre no pedía. Sólo cantaba. 
Cuando llegué, el funeral ya había terminado, pero la sinagoga aún estaba llena. Un hombre  
con corbata de lazo amarilla y chaqueta blanca y su escaso pelo engomado al cráneo, decía:  
«Todos lo sabíamos, desde luego, pero aun así no estábamos preparados.» A lo que la mujer que  
tenía a su lado respondió: «¿Y quién va a estarlo?» Yo me quedé un poco apartado, al lado de una  
planta. Me sudaban las manos y sentí que me mareaba. Quizá fue un error asistir. 
Quería preguntar dónde lo habían enterrado; el periódico no lo ponía. Ahora me pesaba haber  
comprado aquella parcela. Me había precipitado. De haberlo sabido, habría podido reunirme con  
él. Mañana. O pasado. Temí que me dejaran para los perros. Fui a Pinelawn al entierro de la  
señora Freid, y me gustó el sitio. Un tal señor Simchik me lo enseñó y me dio un folleto. Yo había  
imaginado una tumba al pie de un árbol, un sauce llorón, por ejemplo, y quizá un banco. Pero.  
Cuando el hombre me dijo el precio, me quedé helado. Entonces me enseñó mis opciones:  
parcelas que estaban muy cerca de la carretera o que tenían la hierba rala. 
—¿No hay algo que esté cerca de un árbol? —pregunté. Simchik movió la cabeza  
negativamente—. ¿Ni de un arbusto? 
Él se humedeció el dedo y revolvió en sus papeles, carraspeando y gruñendo por lo bajo, pero  
al fin cedió. 
—Quizá haya algo, es más de lo que usted pensaba gastar, pero puede pagar a plazos. 
Estaba a un extremo, por así decirlo, en el extrarradio del cementerio judío. No debajo de un  
árbol exactamente, pero sí lo bastante cerca como para que en otoño pudiera llegarme alguna que  
otra hoja. Yo no acababa de decidirme. Simchik me dijo que me tomara mi tiempo y se fue a la  
oficina. Me quedé un rato de pie al sol. Luego me tumbé en la hierba. Notaba el suelo duro y frío  
a través de la gabardina. Veía pasar las nubes. Quizá me quedé dormido. De pronto, vi a Simchik  
de pie a mi lado. 
—¿Qué? ¿Se lo queda? 
Con el rabillo del ojo vi a Bernard, el hermanastro de mi hijo. Un oso, la viva imagen de su  
padre, bendita sea su memoria. Sí, también la suya. Se llamaba Mordecai. Ella le decía Morty.  
¡Morty! Hace tres años que está bajo tierra. Considero una pequeña victoria que él haya estirado  
la pata antes que yo. 
Y sin embargo. Cuando me acuerdo, enciendo un cirio de yartzeit por él. Si no lo hago yo,  
¿quién? 
La madre de mi hijo, la niña de la que me enamoré a los diez años, murió hace cinco. Espero  
reunirme con ella pronto, por lo menos allí. Mañana. O pasado. De eso estoy convencido.  
Imaginaba que sería extraño vivir en este mundo no estando ella. 
Y sin embargo. Ya hacía tiempo que me había acostumbrado a vivir con su recuerdo. No volví  
a verla hasta el final. Todos los días me colaba en su habitación del hospital. A una enfermera,  
una muchacha joven, le conté... la verdad no. Pero. Una historia parecida. Aquella enfermera me  
dejaba entrar fuera de las horas de visita, cuando no había peligro de que me tropezara con  
alguien. Ella estaba conectada a una máquina, con tubos en la nariz y un pie en el otro mundo. Yo  
volvía la cara hacia otro lado, casi deseando que, cuando la mirase otra vez, ya hubiera muerto.  
Estaba chupada, arrugadita y sorda como una tapia. Yo tenía tantas cosas que decirle. Y sin  
embargo. Le contaba chistes. Era una especie de humorista. A veces, me parecía ver en su cara la  
sombra de una sonrisa. Yo trataba de mantener un tono despreocupado. Le decía: «¿Te puedes  
creer que a eso de ahí, donde se te dobla el brazo, lo llaman codo?» Decía: «Dos rabinos seextraviaron en un bosque amarillo.» Decía: «Moisés va al médico. Doctor, dice...», etcétera,  
etcétera. Muchas cosas no las decía. Por ejemplo. «Cuánto tiempo he esperado.» Otro ejemplo.  
«¿Y has sido feliz? ¿Con ese nebbish, ese zoquete, ese schlemiel tarugo al que llamas marido?»  
La verdad es que ya hacía tiempo que yo había dejado de esperar. Ya había pasado el momento,  
la puerta entre las vidas que hubiéramos podido tener y las vidas que teníamos se nos había  
cerrado en las narices. Mejor dicho, se me había cerrado. La gramática de mi vida: por regla  
general, dondequiera que aparezca un plural sustitúyase por singular. Si se me escapa un «nos»  
regio, sáquenme del error con un rápido coscorrón. 
—¿Se encuentra bien? Está un poco pálido. 
Era el de antes, el hombre de la corbata de lazo amarilla. Cuando estás con los pantalones en  
los tobillos es cuando llega la gente, no un momento antes, cuando aún estabas presentable. Traté  
de sostenerme agarrándome a la planta. 
—Estoy bien, muy bien —dije. 
—¿De qué lo conocía? —me preguntó mirándome de arriba abajo. 
—Éramos... —afiancé la rodilla entre el tiesto y la pared, con la esperanza de poder mantener  
el equilibrio— parientes. 
—¡De la familia! Lo siento, perdóneme. ¡Creía conocer a todo el mishpocheh! —Lo pronunció  
mishpoky—. Claro. Debí figurármelo. —Me lanzó otra mirada de arriba abajo, mientras se pasaba  
la mano por el pelo, para cerciorarse de que seguía bien adherido—. Creí que era uno de sus  
admiradores —dijo señalando a la multitud que se dispersaba—. ¿De qué parte? 
Yo me aferré al tronco de la planta, con la mirada fija en la corbata de lazo, mientras la capilla  
me daba vueltas. 
—De las dos —dije. 
—¿Las dos? —repitió él con incredulidad, bajando la vista hacia las raíces que trataban de  
aferrarse a la tierra. 
—Soy... —empecé. Pero, con una brusca sacudida, la planta se soltó, yo me fui hacia delante  
y, como tenía una pierna aprisionada entre el tiesto y la pared, la otra tuvo que adelantarse sola,  
haciendo que el borde del tiesto se me incrustara en la entrepierna, mientras mi mano, agarrada al  
terrón que colgaba de las raíces, se proyectaba hacia la cara del hombre de la corbata de lazo 
amarilla—. Perdón —dije con los kishkes electrocutados por un calambre. 
Traté de enderezar el cuerpo. Mi madre, bendita sea su memoria, solía decirme: «Ponte  
derecho.» Al hombre le salía tierra de las fosas nasales. Para remediar el mal, saqué mi pañuelo  
húmedo y arrugado y se lo puse en la nariz. Él lo apartó de un manotazo y extrajo del bolsillo el  
suyo, bien lavado y planchado. Lo desdobló con una sacudida. Bandera blanca. Transcurrió un  
minuto mientras él se limpiaba y yo acariciaba mis partes bajas. Era una situación muy violenta. 
De pronto, me encontré delante del hermanastro de mi hijo. El de la corbata de lazo me agarró  
de una manga, como un pitbull me hubiera agarrado con los dientes. 
—Mira lo que he encontrado —ladró—. Dice que es mishpoky. 
Bernard sonrió cortésmente y me miró, primero el roto del cuello y después el descosido de la  
manga. 
—Perdón —dijo—. No lo recuerdo. ¿Nos conocemos? 
El pitbull babeaba. Una fina capa de tierra le resbalaba por la camisa. Yo lancé una mirada al  
rótulo de «Salida». Habría echado una carrera, de no haber estado tan dolorido en mis  
intimidades. Sentía náuseas. Y sin embargo. A veces necesitas un golpe de ingenio y, mira por  
dónde, ¡viene el ingenio y te da el golpe! 
—De rets yiddish?—susurré roncamente. 
—¿Cómo? 
Agarré a Bernard por una manga. El perro tenía la mía y yo tenía la de Bernard. Le acerqué la  
cara. Vi que tenía los ojos enrojecidos. Podía ser un oso, pero era buena persona. Aun así, yo no  
tenía elección. 
Alcé la voz. 
—De rets yiddish? —Sentí en la boca el aliento agrio del alcohol. Le así de las solapas. Se le  
hincharon las venas del cuello cuando se echó hacia atrás—. Farshtaist? 
—Lo siento. —Bernard movió la cabeza negativamente—. No le entiendo.—Bien —proseguí en yidis—, porque este tarado —dije señalando al hombre de la corbata de  
lazo—, este putz, se me ha metido por el tuchas y si no lo he expulsado es sólo porque no puedo  
cagar a placer. ¿Tendría la bondad de decirle que me quite las pezuñas de encima, antes de que le  
dé con otra planta en el shnoz, y esta vez no me molestaré en sacarla del tiesto? 
—¿Se refiere a Robert? —Bernard hacía esfuerzos por comprender. Al fin pareció darse  
cuenta de que le hablaba del hombre que me tenía agarrado del codo—. Robert era el editor de  
Isaac. ¿Usted conocía a Isaac? 
El pitbull me oprimía con más fuerza. Yo abrí la boca. Y sin embargo. 
—Lo siento —dijo Bernard—. Me gustaría hablar yidis, pero... En fin, gracias por venir.  
Emociona ver que ha venido tanta gente. A Isaac le habría gustado. —Me estrechó la mano entre  
las suyas. Dio media vuelta para marcharse. 
—Slonim —dije. No lo había planeado. Y sin embargo. 
Bernard retrocedió. 
—¿Cómo? 
Volví a decirlo. 
—Soy de Slonim —dije. 
—¿Slonim? —repitió. 
Yo asentí. 
De repente, su aspecto me hizo pensar en el de un niño al que su madre se ha retrasado en ir a  
buscar y hasta que la ve llegar no da rienda suelta al llanto. 
—Ella siempre nos hablaba de allí. 
—¿Quién es ella? —preguntó el perro. 
—Mi madre. Él es del mismo pueblo que mi madre —dijo Bernard—. Le oí contar tantas  
cosas... 
Yo fui a darle una palmada en el brazo, pero él ladeó el cuerpo para quitarse algo del ojo y mi  
mano chocó con la tetilla. Sin saber qué hacer, se la oprimí. 
—El río, ¿eh? Donde ella se bañaba —dijo Bernard. 
El agua estaba helada. Nos desnudábamos y nos zambullíamos desde el puente gritando como  
fieras. Se nos paraba el corazón. No sentíamos el cuerpo. Durante un momento parecía que nos  
ahogábamos. Cuando trepábamos a la orilla, jadeando, sentíamos las piernas pesadas y un dolor  
nos subía desde los tobillos. Tu madre era flaquita y tenía unos pechos pequeños y muy blancos.  
Yo me dormía secándome al sol, y me despertaba al sentir un agua helada en la espalda. Y oía su  
risa. 
—¿Conocía la zapatería de su padre? —preguntó Bernard. 
Cada mañana, yo pasaba a buscarla para ir juntos al colegio. Menos cuando nos peleamos y  
estuvimos tres semanas sin hablarnos, íbamos siempre juntos. Con el frío, se le hacían  
carámbanos en el pelo mojado. 
—Cuántas cosas nos contaba. Podría estar hablando horas y horas. El campo donde ella  
jugaba. 
—Ja —dije, dándole una palmada en la mano—. Ze field. 
Quince minutos después, yo iba sentado en el asiento trasero de una limusina superlarga, entre  
el pitbull y una joven. Esto de la limusina ya empezaba a ser una costumbre. Íbamos a casa de  
Bernard, a una pequeña reunión de familiares y amigos. Yo hubiera preferido ir a casa de mi hijo,  
a llorar entre sus cosas, pero tenía que conformarme con ir a la de su hermano. En el asiento de  
enfrente iban dos hombres. Cuando uno de ellos asintió con la cabeza y me sonrió, yo lo imité. 
—¿Pariente de Isaac?—preguntó. 
—Eso parece —respondió el perro, palpándose un mechón de pelo que se agitaba al aire de la  
ventanilla que la mujer acababa de abrir. 
Tardamos casi una hora en llegar a casa de Bernard. En algún lugar de Long Island. Hermosos  
árboles. En mi vida había visto árboles tan hermosos. En la entrada de coches vi a uno de los  
sobrinos de Bernard corriendo por la avenida, con las perneras del pantalón cortadas en vertical  
hasta las rodillas, mirando cómo se agitaban al viento. Dentro, la gente estaba de pie alrededor de  
una mesa cargada de comida, hablando de Isaac. Estaba claro que yo no encajaba allí. Me sentía  
como un idiota y un impostor. Me quedé al lado de la ventana, haciéndome invisible. No creí que  
fuera tan doloroso. Y sin embargo. Oír a la gente hablar del hijo al que yo sólo había podido



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En el texto hay: istorias

Editado: 05.07.2020

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