La historia de amor

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imaginar, como si para ellos fuera como de la familia, era casi insoportable. Me escabullí. Estuve  
deambulando por las habitaciones de la casa del hermanastro de Isaac. Pensaba: Mi hijo habrá  
pisado esta alfombra. Entré en un dormitorio de invitados. Pensé: En ocasiones habrá dormido en  
esta cama. ¡En esta misma cama! Con la cabeza en estas almohadas. Me eché. Estaba cansado, no  
pude evitarlo. La almohada se hundió bajo mi mejilla. Cuando él estaba aquí, pensé, miraba por  
esa ventana, veía ese árbol. 
«Eres un soñador», dice Bruno, y quizá lo sea. Quizá también esto estuviera soñándolo, dentro  
de un momento sonaría el timbre, yo abriría los ojos y allí estaría Bruno, preguntando si tenía un  
rollo de papel higiénico. 
Debí de quedarme dormido, porque de pronto vi a Bernard de pie a mi lado. 
—¡Perdón! Creí que no había nadie. ¿Se encuentra mal? 
Me levanté de un salto. Si puede usarse la palabra «salto» para describir alguno de mis  
movimientos, ésta sería la ocasión. Y entonces la vi. Estaba en un estante, detrás del hombro de  
Bernard. En un marco de plata. «Fácil de ver», diría, pero ésta es una expresión que no acabo de  
entender. ¿Qué puede haber que sea menos fácil que ver? 
Bernard volvió la cabeza. 
—Oh, eso —dijo bajando la foto del estante—. Es mi madre cuando era niña. Mi madre, ¿ve?  
¿Usted la conocía entonces, tal como era cuando le hicieron esta foto? 
(«Vamos a ponernos debajo de un árbol», dijo ella. «¿Por qué?» «Porque queda más bonito.»  
«Tú podrías sentarte en una silla y yo quedarme de pie a tu lado, como en las fotos de los  
matrimonios.» «Qué tontería.» «¿Por qué tontería?» «Porque nosotros no estamos casados.»  
«¿Nos cogemos las manos?» «No podemos.» «¿Por qué no?» «Porque la gente lo sabrá.» «¿Qué  
sabrá la gente?» «Lo nuestro.» «¿Y qué si lo sabe?» «Es mejor que sea un secreto.» «¿Por qué?»  
«Porque así no podrán quitárnoslo.») 
—Isaac la encontró entre las cosas de ella, después de su muerte —dijo Bernard—. Es una  
foto bonita, ¿verdad? No sé quién es él. Mi madre no tenía muchas cosas de allí. Unas cuantas  
fotos de sus padres y sus hermanas y nada más. Claro que ella no imaginaba que no volvería a  
verlos, y no trajo mucho. Pero ésta no la vi hasta el día en que Isaac la encontró en un cajón del  
apartamento de nuestra madre. Estaba dentro de un sobre, con unas cartas escritas en yidis. Isaac  
pensaba que eran de un chico de Slonim del que ella había estado enamorada. Pero yo lo dudo.  
Ella nunca mencionó a nadie. Pero usted no sabe de qué le hablo, ¿verdad? 
(«Si tuviera una cámara, te retrataría todos los días. Así podría recordar cómo estabas cada día  
de tu vida», le dije. «Estoy exactamente igual.» «No lo estás. Cambias constantemente. Un  
poquito cada día. Me gustaría tener la prueba.» «Vamos a ver, listo, ¿en qué he cambiado hoy?»  
«Pues, para empezar, eres una fracción de milímetro más alta. Tienes el pelo una fracción de  
milímetro más largo, y los pechos te han crecido una fracción de...» «¡No es verdad!» «Sí.»  
«¡No!» «Pues sí, y otras cosas también.» «¿Qué otras cosas, marrano?» «Crece un poco la  
felicidad y también la tristeza.» «O sea que lo uno compensa lo otro, y yo me quedo igual.»  
«Nada de eso. El que hoy seas un poco más feliz no quiere decir que no te sientas un poco más  
triste. Cada día te trae un poco de cada, lo que significa que ahora mismo, en este momento, te  
sientes más feliz y también más triste que nunca antes en tu vida.» «¿Y tú cómo lo sabes?»  
«Piénsalo. ¿Alguna vez te has sentido más feliz que en este momento, aquí tumbada en la  
hierba?» «Supongo que no. No.» «¿Y más triste?» «No.» «No a todo el mundo le pasa lo mismo.  
Hay personas, como tu hermana, que son cada día un poco más felices y nada más. Y hay  
personas, como Beyla Ash, que están más y más tristes. Y personas como tú, a las que les pasan  
las dos cosas.» «¿Y tú? ¿Te sientes ahora más feliz y más triste que nunca?» «Pues claro que sí.»  
«¿Por qué?» «Porque nada me hace más feliz y nada me entristece más que tú.») 
Mis lágrimas caían en la foto. Afortunadamente, había un cristal. 
—Me gustaría quedarme a hablar de los viejos tiempos con usted, pero sintiéndolo mucho  
tengo que dejarlo. He de atender a toda esa gente de ahí fuera —dijo Bernard señalando a la  
puerta—. Si necesita algo, dígamelo. 
Yo moví la cabeza de arriba abajo. Él salió cerrando la puerta y entonces, que Dios me  
perdone, me metí la foto en el bolsillo del pantalón. Bajé la escalera y salí a la avenida. Golpeé en  
la ventanilla de una limusina. El chófer se espabiló. 
—Desearía marcharme ahora —le dije.Sorprendido, él se apeó, abrió la puerta y me ayudó a subir. 
Cuando llegué a mi apartamento, creí que habían entrado ladrones. Vi los muebles caídos y el  
suelo cubierto de un polvo blanco. Agarré el bate de béisbol que tengo en el paragüero y seguí las  
huellas de las pisadas hasta la cocina. Todas las superficies estaban llenas de cazos, sartenes y  
bols sucios. Parecía que los ladrones se habían entretenido en preparar comida. Me quedé allí  
plantado sintiendo el peso de la foto en el bolsillo. Sonó un estrépito a mi espalda y me volví  
agitando el bate a ciegas. Pero era sólo un bote que había caído de la encimera y rodado por el  
suelo. En la mesa de la cocina, al lado de la máquina de escribir, había un gran pastel, un poco  
hundido en el centro. Pero bastante firme. Estaba cubierto de un glaseado amarillo y encima, en  
letras color rosa un poco torcidas, se leía: «Adivina quién hizo un pastel.» Al otro lado de la 
máquina de escribir había una nota: «Todo el día esperando.» 
No pude menos que sonreír. Dejé el bate, enderecé los muebles que ahora recordaba que había  
tirado yo la noche anterior, saqué la foto, le eché aliento al cristal y lo froté contra la camisa. La  
puse en la mesita de noche. Subí al piso de Bruno. Iba a llamar cuando vi una nota en la puerta  
que ponía: «No molestar. Tienes un regalo debajo de la almohada.» 
Hacía mucho tiempo que no recibía un regalo. Un soplo de felicidad me acarició el corazón.  
Que al levantarme por la mañana pueda calentarme las manos en la taza del té. Que pueda  
contemplar el vuelo de las palomas. Que, al final de mi vida, Bruno no me haya olvidado. 
Bajé a mi casa. Para demorar el placer que me aguardaba —de eso estaba seguro—, me paré a  
recoger el correo. Entré en el apartamento. Bruno se las había ingeniado para cubrir todo el suelo  
de una fina capa de harina. Quizá fue el viento, quién sabe. En el dormitorio, vi que se había  
arrodillado para dibujar un ángel en la harina. Lo sorteé, para no destruir una obra hecha con tanto  
cariño, y levanté la almohada. 
Era un sobre grande, marrón. Mi nombre estaba escrito en una letra que no reconocí. Lo abrí.  
Contenía un montón de hojas impresas. Me puse a leer. Las palabras me resultaban familiares. De  
momento, no sabía de qué me sonaban. Luego me di cuenta de que eran mías.



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En el texto hay: istorias

Editado: 05.07.2020

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