1. A MI PADRE NO LE GUSTABA ESCRIBIR CARTAS
En la vieja caja de galletas que contiene las cartas escritas por mi madre no hay ninguna
respuesta de él. Las he buscado por todas partes inútilmente. Tampoco me dejó a mí una carta
para que la abriera cuando fuera mayor. Lo sé porque se lo pregunté a mi madre y me contestó
que no. Dijo que él no era de esa clase de hombres. Cuando le pregunté qué clase de hombre era,
se quedó pensativa. Arrugó la frente. Siguió pensando. Entonces dijo que era de la clase de
hombres a los que les gusta desafiar a la autoridad.
—Y tampoco podía quedarse quieto —añadió.
No es así como yo lo recuerdo. Yo lo recuerdo sentado en un sillón o echado en la cama.
Excepto cuando era muy pequeña y pensaba que ser «ingeniero» era algo parecido a ser
maquinista de tren y me lo imaginaba sentado en una locomotora color carbón que arrastraba una
larga hilera de vagones relucientes. Hasta que un día mi padre, riendo, me sacó de mi error.
Entonces todo quedó claro. Fue uno de esos inolvidables momentos de la niñez en los que
descubres que hasta entonces el mundo ha estado traicionándote.
2. ME REGALÓ UN BOLÍGRAFO QUE ESCRIBÍA SIN GRAVEDAD
—Escribe sin gravedad —dijo mi padre mientras yo lo contemplaba en el estuche de
terciopelo con la insignia de la NASA.
Yo cumplía siete años. Él estaba en una cama de hospital y llevaba gorro porque no tenía pelo.
Arrugado encima de la colcha estaba el papel reluciente del envoltorio. Él me tomó la mano y me
contó que cuando tenía seis años tiró una piedra a la cabeza de un chico que estaba pegando a su
hermano y que después de aquello nadie volvió a molestarlos a ninguno de los dos.
—Has de hacerte respetar —dijo.
—No está bien tirar piedras —dije.
—Ya lo sé, pero tú eres más lista que yo y encontrarás algo mejor que las piedras.
Cuando entró la enfermera, me fui a mirar por la ventana. En la oscuridad brillaban las luces
del puente de la calle Cincuenta y nueve. Estuve contando los barcos que pasaban por el río.
Cuando me aburrí, fui a ver al anciano que estaba en la cama del otro lado de la cortina. Casi
siempre dormía y cuando estaba despierto le temblaban las manos. Le enseñé el bolígrafo. Le dije
que escribía sin gravedad, pero no me entendió. Traté de explicárselo otra vez, pero seguía sin
enterarse. Al fin dije:
—Es para que lo use cuando vaya al espacio.
Él asintió con la cabeza y cerró los ojos.
3. EL HOMBRE QUE NO PUDO ESCAPAR A LA GRAVEDAD
Entonces mi padre murió y yo puse el bolígrafo en un cajón. Pasaron años y, cuando cumplí
los once, empecé a escribirme con una chica rusa. Organizaba la correspondencia la sección local
de la Hadassah, a través de la Escuela Hebrea. En un principio teníamos que escribir a los judíos
rusos recién llegados a Israel, pero el proyecto fracasó y se decidió que nos escribiéramos con
judíos rusos en general. En Sukkot enviamos a nuestros corresponsales un etrog con las primeras
cartas. Mi rusa se llamaba Tatiana. Vivía en San Petersburgo, cerca del Campo de Marte. A mí
me gustaba pensar que vivía en el espacio exterior. El inglés de Tatiana no era muy bueno y a
veces yo no entendía sus cartas. Pero las esperaba con ilusión. «Mi padre ser matemático», meescribió. «Mi padre podía sobrevivir en el desierto», escribí yo. Por cada carta que recibía de ella
yo le enviaba dos. «¿Tienes perro? ¿Cuántas personas utilizan el cuarto de baño de tu casa?
¿Tienes algo que perteneciera al zar?» Un día recibí una carta en la que Tatiana me preguntaba si
había estado en Sears Roebuck. Al pie había una posdata: «Chico de mi clase ido a Nueva York.
Quizá tú querer escribir porque él conoce nadie.» No volví a saber de ella.
4. YO EXPLORABA OTRAS FORMAS DE VIDA
—¿Dónde está Brighton Beach? —pregunté.
—En Inglaterra —me respondió mi madre, buscando en los armarios de la cocina algo que
había extraviado.
—Me refiero al de Nueva York.
—Cerca de Coney Island, supongo.
—¿A qué distancia está Coney Island?
—A una media hora, quizá.
—¿En coche o a pie? —pregunté.
—Se puede ir en metro.
—¿Cuántas estaciones?
—No lo sé. ¿Por qué te interesa tanto Brighton Beach?
—Tengo un amigo que vive allí. Se llama Misha y es ruso —dije con admiración.
—¿Sólo ruso? —preguntó mi madre desde dentro del armario debajo del fregadero.
—¿Qué quiere decir sólo ruso?
Ella se puso de pie y se volvió.
—Nada —dijo mirándome con la cara que pone a veces cuando acaba de ocurrírsele algo
asombroso y fascinador—. Es que tú, por ejemplo, eres una cuarta parte rusa, una cuarta parte
húngara, una cuarta parte polaca y una cuarta parte alemana.
No respondí. Ella abrió un cajón y luego lo cerró.
—En realidad —añadió—, podría decirse que eres tres cuartas partes polaca y una cuarta parte
húngara, porque los padres de Bubbe eran polacos que fueron a vivir a Núremberg y la ciudad de
la abuela Sasha estaba en Bielorrusia, Rusia Blanca, antes de pasar a ser de Polonia.
Abrió otro cajón repleto de bolsas de plástico y se puso a revolver en ellas. Di media vuelta
para marcharme.
—Pensándolo mejor —dijo entonces—, también puede decirse que eres tres cuartas partes
polaca y una cuarta parte checa, porque la ciudad de la que procedía Zeyde estaba en Hungría
antes de mil novecientos dieciocho y en Checoslovaquia después, aunque los húngaros seguían
considerándose húngaros, y volvieron a ser húngaros durante la Segunda Guerra Mundial, aunque
por poco tiempo. Claro que también podrías decir, sencillamente, que eres medio polaca, una
cuarta parte húngara y una cuarta parte inglesa, ya que el abuelo Simon salió de Polonia para ir a
Inglaterra a los nueve años.
Arrancó una hoja del bloc del teléfono y se puso a escribir muy decidida. Estuvo más de un
minuto arañando el papel con el bolígrafo.
—¡Mira! —dijo acercándome la hoja para que pudiera verla—. En realidad, puedes hacer
dieciséis combinaciones diferentes, ¡y todas auténticas!
Yo miré el papel, que ponía: