1. QUÉ ASPECTO TENGO DESNUDA
Cuando desperté en mi saco de dormir, había dejado de llover, mi cama estaba vacía y sin las
sábanas. Miré el reloj. Eran las 10.03. También era 30 de agosto, lo que significaba que faltaban
diez días para que empezara la escuela, un mes para que cumpliera quince años y sólo tres años
para que fuera a la universidad, a empezar mi vida, cosa que, en aquel momento, no parecía
probable. Por esta y otras razones sentía un peso en el estómago.
Me asomé a la habitación de Bird, al otro lado del pasillo. El tío Julian dormía con las gafas
puestas y el segundo tomo de La destrucción de los judíos europeos abierto sobre el pecho. La
obra fue un regalo que hizo a Bird una prima de mamá que vive en París y que se encariñó con mi
hermano cuando fuimos a conocerla y tomar el té en su hotel. Nos dijo que su marido había
estado en la Resistencia, y entonces Bird dejó de intentar construir una casa con terrones de
azúcar para preguntar: «¿A quién resistía?»
En el baño, me quité la camiseta y el pantalón del pijama, me puse de pie en el váter y me
miré en el espejo. Traté de imaginar cinco adjetivos que describieran mi aspecto, y uno era
«esquelética» y otro «orejuda». Pensé en ponerme un aro en la nariz. Cuando levanté los brazos
por encima de la cabeza el pecho se me hizo cóncavo.
2. MI MADRE ME MIRA SIN VERME
Cuando bajé, encontré a mamá sentada al sol, en quimono, leyendo el periódico.
—¿Me ha llamado alguien? —pregunté.
—Muy bien, gracias. ¿Y tú cómo estás?
—No te he preguntado cómo estás.
—Ya lo sé.
—No habría que usar fórmulas de cortesía con la familia —dije.
—¿Por qué no?
—Sería preferible que cada cual dijera sólo lo que le interesa decir.
—¿Significa eso que no te interesa cómo estoy?
La miré furiosa.
—Estoybiengraciasytú? —dije.
—Bien, gracias —dijo ella.
—¿Ha llamado alguien?
—¿Por ejemplo?
—Alguien.
—¿Estáis enfadados tú y Misha?
—No —dije abriendo el frigorífico y contemplando una mata de apio mustio. Puse un
panecillo en la tostadora y mi madre volvió la hoja del periódico, repasando los titulares. Me
pregunté si se daría cuenta si yo dejaba que se carbonizara el panecillo.
—Cuando empieza La historia del amor, Alma tiene diez años, ¿verdad? —pregunté.
Mi madre levantó la mirada y asintió.
—¿Cuántos años tiene cuando termina?
—Es difícil decirlo. Hay muchas Almas en el libro.
—¿Cuántos años tiene la más vieja?
—No muchos. Quizá unos veinte.
—Entonces, ¿el libro termina cuando Alma tiene sólo veinte años?
—En cierto modo. Pero es más complicado. Hay capítulos en los que ni siquiera se la nombra.
Y en el libro el concepto de tiempo e historia queda muy impreciso.
—¿En ningún capítulo se habla de una Alma que tenga más de veinte años?
—No —dijo mi madre—, me parece que no.
Tomé nota mental de que si Alma Mereminski era una persona real, Litvinoff probablemente
se había enamorado de ella cuando ambos tenían unos diez años, y que debían de tener unos
veinte cuando él la vio por última vez, antes de que ella se marchara a América. ¿Por qué, si no,
iba a terminar el libro cuando ella era aún tan joven? Unté el panecillo con mantequilla de
cacahuete y lo comí de pie, delante de la tostadora.
—¿Alma? —dijo mi madre.
—¿Qué?
—Ven, dame un beso —pidió, y se lo di, aunque no tenía muchas ganas en aquel momento—.
¿Cómo es posible que estés ya tan alta?
Me encogí de hombros, confiando en que no siguiera con eso.
—Voy a la biblioteca —mentí, aunque por su manera de mirarme comprendí que no me había
oído, porque no era a mí a quien veía.
3. UN DÍA HABRÉ DE PAGAR POR TODAS LAS MENTIRAS QUE HE DICHO
En la calle, pasé por delante de Herman Cooper, que estaba sentado en los escalones de su
casa. Había pasado todo el verano en Maine y había vuelto bronceado y con el permiso de
conducir. Me preguntó si quería ir a pasear en su coche. Yo hubiera podido recordarle el rumor
que había esparcido cuando yo tenía seis años, de que era puertorriqueña y adoptada, o aquel otro,
cuando tenía diez, de que me había levantado las faldas en el sótano de su casa y se lo había
enseñado todo. Pero sólo le dije que ir en coche me mareaba.
Volví al número 31 de la calle Chambers, esta vez para averiguar si en el registro de
matrimonios figuraba Alma Mereminski. Detrás del mostrador del despacho 103 seguía el
hombre de las gafas oscuras.
—Hola —dije.
Él levantó la mirada.
—La señorita Carne de Conejo. ¿Cómo estás?
—Muybiengraciasyusted?
—Bien, supongo. —Volvió la página de la revista que estaba mirando y añadió—: Un poco
cansado, ¿sabes?, y me parece que he pillado un resfriado, y esta mañana, al levantarme, me he
encontrado con que la gata había vomitado, lo cual no habría sido tan grave si no lo hubiera hecho
en mi zapato.
—Oh —dije.
—Y también he recibido el aviso de que van a cortarme la tele por cable porque me retrasé un
poco en el pago, lo que significa que voy a perderme todos mis programas y, además, la planta
que mi madre me regaló por Navidad se está poniendo un poco mustia y, si se muere, no voy a oír
hablar de otra cosa.
Me quedé esperando, por si seguía, pero calló y dije:
—A lo mejor se casó.
—¿Quién?
—Alma Mereminski.
Él cerró la revista y me miró.
—¿No sabes si se casó tu bisabuela?
Repasé mis opciones.
—En realidad no era mi bisabuela.
—Creí que habías dicho...
—En realidad, ni siquiera es de la familia.
Él me miraba confuso y un poco molesto.
—Lo siento. Es una larga historia —dije, y una parte de mí quería que él me preguntara por
qué buscaba a aquella mujer, para poder decirle la verdad: que en realidad no estaba segura, que
había empezado buscando a alguien que pudiera hacer que mi madre volviera a ser feliz y, aunque