Yo no sabía qué decir, pero como me pareció que él esperaba algo dije:
—Debió de ser horrible.
—Es lo que digo. —Volvió a chasquear la lengua y añadió—: Pobrecilla. Hará un par de días
vino una muchacha, sobrina nieta creo de un tal Goldfarb, Arthur Goldfarb, médico. Ella traía la
foto, un hombre guapo, pero por un mal shiddukh se divorció al cabo de un año. Habría sido el
hombre ideal para tu Alma. —Mordió la pastilla, sacó un pañuelo y se sonó—. Mi mujer dice que
de nada sirve ser casamentero de muertos, y yo le digo que si no bebes más que vinagre, nunca
sabrás que existe algo más dulce. —Se levantó—. Espera aquí.
Cuando volvió, jadeaba un poco. Se subió a su taburete.
—Más difícil que encontrar oro ha sido dar con esta Alma.
—¿Ha podido?
—¿Qué?
—Encontrarla.
—Pues claro que la he encontrado. ¿Qué clase de funcionario sería si no encontrara a una
muchacha bonita? Alma Mereminski, aquí está. Casada en mil novecientos cuarenta y dos en
Brooklyn con Mordecai Moritz, celebró la boda el rabino Greenberg. Están también los nombres
de los padres.
—¿Es ella realmente?
—¿Quién va a ser si no? Alma Mereminski. Aquí pone que nació en Polonia. El marido nació
en Brooklyn, pero los padres de él eran de Odessa. Dice también que el padre era dueño de un
taller de confección, por lo que Alma aún tuvo suerte. La verdad, me alegro. Quizá fue una bonita
boda. En aquel tiempo, el chazzan rompía con el pie una bombilla, porque la gente no iba a
desperdiciar una copa.
5. NO HAY TELÉFONOS PÚBLICOS EN EL ÁRTICO
Encontré un teléfono público y llamé a casa. Contestó el tío Julian.
—¿Me ha llamado alguien? —pregunté.
—Me parece que no. Siento haberte despertado anoche, Al.
—No importa.
—Me alegro de que tuviéramos esa pequeña charla.
—Sí —dije, deseando que no volviera a salirme con lo de dedicarme a la pintura.
—¿Qué te parecería salir a cenar esta noche? A no ser que tengas otros planes.
—No los tengo —dije.
Colgué y llamé a información.
—¿Qué distrito?
—Brooklyn.
—¿Apellido?
—Moritz. Nombre Alma.
—¿Empresa o particular?
—Particular.
—No tengo nada con ese nombre.
—¿Y con el de Mordecai Moritz?
—Tampoco.
—¿Y en Manhattan?
—Tengo un Mordecai Moritz en la calle Cincuenta y dos.
—¿En serio? —No podía creerlo.
—Tome nota.
—¡Un momento! —exclamé—. Necesito la dirección.
—Número cuatrocientos cincuenta, calle Cincuenta y dos Este —dijo la mujer.
Me anoté la dirección en la palma de la mano y tomé el metro hacia la parte alta.
. YO LLAMO A LA PUERTA Y ELLA ABRE
Es una viejecita que lleva el pelo blanco recogido con un pasador de carey. El apartamento
está inundado de sol y hay un loro que habla. Yo le explico que mi padre, David Singer, vio La
historia del amor en el escaparate de una librería de Buenos Aires cuando tenía veintidós años y
viajaba solo, con un mapa topográfico, una brújula, una navaja del ejército suizo y un diccionario
español-hebreo. También le hablo de mi madre y de su montaña de diccionarios, y de Emmanuel
Chaim, al que todos llamamos Bird porque es libre y porque sobrevivió a un intento de volar que
le dejó una cicatriz en la cabeza. Ella me enseña una foto de cuando tenía mi edad. El loro chilla
«¡Alma!» y las dos nos volvemos.
7. ESTOY HARTA DE ESCRITORES FAMOSOS
Soñando despierta, me pasé la parada y tuve que retroceder diez travesías. A cada cruce me
sentía más nerviosa y menos segura. ¿Y si Alma, la verdadera Alma, realmente me abría la
puerta? ¿Qué podía yo decir a alguien salido de las páginas de un libro? ¿Y si ella no sabía nada
de La historia del amor? ¿Y si sabía y prefería olvidar? Con mi afán por encontrarla, no se me
había ocurrido que quizá ella no quería que la encontrasen.
Pero no había tiempo para pensar, porque ya había llegado al extremo de la calle Cincuenta y
dos y estaba frente a su edificio.
—¿Puedo ayudarte? —me preguntó el portero.
—Me llamo Alma Singer y busco a la señora Alma Moritz. ¿Sabe si está?
—¿La señora Moritz? —El hombre compuso una expresión extraña al decir el nombre—.
Hum. No.
Lo dijo como si me compadeciera, y enseguida me compadecí de mí misma, porque él añadió
que Alma había muerto. Hacía cinco años. Y así fue como me enteré de que todas las personas
cuyo nombre llevo han muerto. Alma Mereminski, y mi padre, David Singer, y mi tía abuela
Dora, que murió en el gueto de Varsovia y en memoria de la cual me pusieron mi nombre hebreo
de Devorah. ¿Por qué hay que poner a los niños los nombres de los muertos? Si hay que ponerles
un nombre, ¿por qué no el de cosas más duraderas, como el cielo, el mar, o incluso las ideas, que
nunca mueren, ni siquiera las malas?
El portero había seguido hablando, pero ahora se interrumpió.
—¿Te encuentras bien?
—Muybiengracias —dije, aunque no era verdad.
—¿Quieres sentarte, deseas algo?
Negué con la cabeza. No sé por qué, me acordé de un día en que papá me llevó a ver los
pingüinos al zoológico y me subió sobre sus hombros, en un sitio frío y húmedo, para que pudiera
acercar la cara al cristal y ver cómo les daban de comer. Ese día me enseñó la palabra
«Antártida». Ahora me pregunté si aquello había ocurrido en realidad.
Como no había nada más que decir, pregunté:
—¿Ha oído hablar de un libro titulado La historia del amor?
El portero se encogió de hombros y meneó la cabeza.
—Si quieres hablar de libros, ve a ver al hijo.
—¿El hijo de Alma?
—Sí. Isaac Aún viene por aquí de vez en cuando.
—¿Isaac?
—Isaac Moritz. Escritor famoso. ¿No sabías que era su hijo? Aún usa el apartamento cuando
está en la ciudad. ¿Quieres dejarle un mensaje?
—No, gracias —dije, porque nunca había oído hablar de un Isaac Moritz.
8. EL TÍO JULIAN
Aquella noche, el tío Julian pidió una cerveza y para mí un lassi de mango y dijo:
—Ya sé que tu madre tiene sus momentos difíciles.
—Echa de menos a papá —respondí, lo que venía a ser lo mismo que decir que un rascacielos
es alto.