Al principio era fácil. Litvinoff fingía que lo hacía sólo para matar el tiempo, que garabateaba
en un papel mientras escuchaba la radio, como hacían sus alumnos mientras él hablaba en clase.
Lo que no hacía era sentarse a la mesa de dibujo en que el hijo de su casera había grabado la más
importante de todas las oraciones judías, ni decirse a sí mismo: Voy a plagiar al amigo que fue
asesinado por los nazis. Tampoco pensaba: Si ella cree que esto lo he escrito yo, me querrá. Él
simplemente copió la primera página, lo cual, como era de prever, le llevó a copiar la segunda.
Hasta la tercera no apareció el nombre de Alma. Aquí Litvinoff se detuvo. Ya había cambiado
a un Feingold de Vilna por un De Biedma de Buenos Aires. ¿Tan malo sería cambiar a Alma por
Rosa? Sólo tres letras, la a final quedaría. Si tan lejos había ido ya... De todos modos, se dijo,
puesto que aquello no iba a leerlo nadie más que Rosa…
Pero si al ir a escribir una R mayúscula en lugar de la A mayúscula le tembló la mano, quizá
fue porque, aparte del verdadero autor, Litvinoff era la única persona que había leído La historia
del amor y conocía a la verdadera Alma. En realidad, la conocía desde que ambos eran niños, ya
que habían sido compañeros de clase hasta que él se fue a estudiar a la yeshiva. Ella era una más
de un grupo de niñas a las que él había visto convertirse de esmirriadas plantitas en maravillas
tropicales que impregnaban de una densa humedad el aire que las rodeaba. Alma había dejado en
su mente una impresión indeleble, al igual que las seis o siete muchachas cuya transformación
había presenciado y que, sucesivamente, habían sido objeto del deseo del púber Litvinoff. Ahora,
al cabo de tantos años, sentado a su escritorio de Valparaíso, aún recordaba todo el catálogo de
muslos, interior de brazos y nucas que habían inspirado infinidad de frenéticas combinaciones.
Que Alma tuviera relaciones con otro de un modo más o menos permanente no la excluía de las
fantasías de Litvinoff (basadas sobre todo en una técnica de montaje). Si en algún momento tuvo
envidia del otro, no era porque sintiera algo especial por Alma, sino porque deseaba ser elegido y
amado por alguien.
Y si cuando por segunda vez trató de sustituir su nombre por otro, por segunda vez se paralizó
su mano, quizá fue porque sabía que borrar su nombre sería como borrar toda la puntuación y
todas las vocales y todos los adjetivos y todos los nombres. Porque sin Alma no habría libro.
Con la pluma quieta sobre el papel, recordó el día de principios del verano de 1936 en que
regresó a Slonim después de sus dos años de yeshiva. Todo parecía más pequeño de como él lo
recordaba. Bajaba por la calle con las manos en los bolsillos, luciendo el sombrero que había
comprado con sus ahorros y que él pensaba que le daba un aire de mundana experiencia. Al torcer
por una calle que partía de la plaza, le pareció que había pasado mucho más de dos años. Las
mismas gallinas ponían huevos en los mismos gallineros, los mismos hombres desdentados
discutían de todo y de nada, pero ahora todo parecía más pequeño y más pobre. Litvinoff
comprendió que algo había cambiado dentro de él. Ahora era otro. Vio el árbol que tenía un
hueco en el tronco, en el que él había escondido una foto guarra robada del escritorio del amigo
de su padre. La había enseñado a cinco o seis chicos cuando su hermano se enteró y la confiscó
para sus propios fines. Litvinoff fue hacia el árbol. Y entonces los vio. Estaban a unos diez pasos.
Gursky se apoyaba en una cerca y Alma se apoyaba en él. Litvinoff vio a Gursky tomar la cara de
ella entre las manos. Ella se quedó inmóvil un momento y luego levantó la mirada hacia él. Y
cuando Litvinoff los vio besarse, sintió que todo lo que él tenía no valía nada.
Dieciséis años después, cada noche veía aparecer, transmutado en su propia letra, otro capítulo
del libro escrito por Gursky. Lo copiaba fielmente, palabra por palabra, cambiando sólo los
nombres propios, todos menos uno.
«Capítulo 18», escribió la decimoctava noche. «El amor entre los ángeles.»
«Cómo duermen los ángeles. Inquietos. Dan vueltas y vueltas, tratando de comprender el
misterio de los mortales. No saben lo que es hacerse gafas nuevas y, de pronto, volver a ver el
mundo con una mezcla de decepción y gratitud. La primera vez que una muchacha llamada —
aquí Litvinoff dejó la pluma e hizo crujir los nudillos— Alma pone su mano justo debajo de tu
última costilla: acerca de este sentimiento ellos sólo tienen teorías pero no ideas sólidas. Si les
dieras un globo de cristal con un paisaje nevado, no sabrían que hay que agitarlo.
«Tampoco sueñan. Por eso tienen una cosa menos de la que hablar. Cuando despiertan, les
parece que hay algo que olvidan decirse unos a otros. Los ángeles no se ponen de acuerdo
respecto a si ello es resultado de una característica vestigial o de la empatía que sienten por los
mortales, tan profunda que a veces los hace llorar. Así pues, por lo que respecta a los sueños,
existen, en general, estas dos teorías. Lo que demuestra que hasta entre los ángeles se da el triste
fenómeno de la disensión.»
Al llegar aquí, Litvinoff se levantó para orinar. Descargó la cisterna antes de acabar, para
comprobar si podía vaciar la vejiga antes de que volviera a llenarse el depósito. Después se miró
en el espejo, tomó unas pinzas del botiquín y se arrancó un pelo que asomaba de la nariz. Cruzó el
pasillo, entró en la cocina y revolvió en el armario en busca de algo que comer. Al no encontrar
nada, puso agua a calentar, se sentó a su escritorio y siguió copiando.
«Cosas íntimas. Es verdad que los ángeles no tienen olfato, pero, llevados de su amor hacia
los mortales, andan oliéndolo todo para emularlos. Al igual que los perros, no les avergüenza
olisquearse unos a otros. A veces, cuando no pueden dormir, hunden la nariz en el sobaco,
preguntándose a qué huelen.»
Litvinoff se sonó, estrujó el pañuelito de celulosa y lo dejó caer al suelo.
«Discusiones entre ángeles. Éstas son eternas e insolubles. Ello se debe a que los ángeles
discuten acerca de lo que significa estar entre los mortales, y también a que ignoran que no
pueden sino especular, del mismo modo en que los mortales especulan acerca de la naturaleza (o
falta de ella) —aquí empezó a silbar la tetera— de Dios.»
Litvinoff se levantó para prepararse una taza de té. Abrió la ventana y tiró una manzana
estropeada.
«Buscando la soledad. Lo mismo que los mortales, a veces los ángeles se cansan unos de otros
y quieren estar solos. Como las casas en que viven están llenas y no hay a donde ir, lo único que
un ángel puede hacer en tales momentos es cerrar los ojos y apoyar la cabeza en los brazos.
Cuando los otros ángeles lo ven, comprenden que trata de hacerse la ilusión de que está solo, y
andan de puntillas. Para mayor verosimilitud, a veces hasta hablan de él como si no estuviera allí.
Si por casualidad chocan con él, susurran: "No he sido yo."»
Litvinoff agitó la mano, que empezaba a dolerle. Luego siguió escribiendo.
«Por suerte o por desgracia. Los ángeles no se casan. En primer lugar, están muy atareados y,
en segundo lugar, no se enamoran. (Si uno no sabe lo que se siente cuando alguien a quien se ama
le pone la mano debajo de la última costilla por primera vez, ¿qué posibilidades tiene el amor?)»
Dejó de escribir para imaginar que la mano de Rosa se posaba en sus costillas y advirtió con
satisfacción que se le ponía piel de gallina.
«La forma en que viven todos juntos se parece a la de una camada de cachorrillos recién
nacidos: ciegos, contentos y desnuditos. Eso no quiere decir que no sientan amor, porque lo
sienten, y a veces con tanta fuerza que piensan que es un ataque de pánico. En esos momentos, el
corazón se les dispara y tienen miedo de vomitar. Pero el amor que sienten no es por los de su
especie sino por los mortales, a los que no pueden comprender, oler ni tocar. Es amor por los
mortales en general (aunque no menos potente por ser general). Sólo muy de tarde en tarde una
ángel percibe en sí misma un defecto que la hace enamorarse de un modo no general sino
particular.»
El día en que Litvinoff llegó a la última página, tiró el manuscrito de su amigo Gursky al cubo
de la basura que tenía debajo del fregadero. Pero entonces pensó que allí podría encontrarlo Rosa,
que venía a menudo. Así pues, se deshizo de él escondiéndolo bajo bolsas de basura en los cubos
metálicos de desperdicios que había detrás de la casa. Después se acostó. Al cabo de media hora,
preocupado porque alguien pudiera encontrarlo, se levantó y revolvió en los cubos hasta que
recuperó todas las hojas. Las metió debajo de la cama y trató de dormir, pero olían a basura, por
lo que se levantó, cogió una linterna y un azadón del cobertizo de la casera, cavó un hoyo al ladode la hortensia blanca y las enterró. Ya amanecía cuando volvió a la cama con el pijama sucio de
barro.
Aquí hubiera podido terminar todo, de no ser porque Litvinoff, cada vez que veía la hortensia
desde la ventana, recordaba algo que deseaba olvidar. Cuando llegó la primavera, miraba la planta
de un modo obsesivo, casi temiendo que al florecer revelara su secreto. Una tarde vio, angustiado,
cómo su casera plantaba tulipanes alrededor. Cuando cerraba los ojos por la noche se le aparecían
las grandes flores blancas para atormentarlo. La obsesión no hacía sino empeorar, la conciencia lo
acusaba cada vez con más fuerza, hasta que, la víspera del día en que él y Rosa habían de casarse
e ir a vivir al bungalow del acantilado, Litvinoff se levantó de la cama bañado en un sudor frío,
salió al jardín en plena noche y desenterró definitivamente aquella carga. Desde entonces la
guardó en un cajón de la mesa del estudio de la casa nueva, cerrado con una llave que él creía
haber escondido.
«Siempre nos despertábamos a las cinco o las seis de la mañana —escribió Rosa en el último
párrafo de la introducción a la segunda y última edición de La historia del amor—. Él murió
durante un enero tórrido. Yo empujé la cama hasta la ventana abierta. El sol entraba en la
habitación y él apartó la sábana y se desnudó para broncearse, como hacíamos todas las mañanas,
porque a las ocho llegaba la enfermera y, a partir de entonces, el día se hacía bastante penoso.
Cuestiones médicas que no nos interesaban a ninguno de los dos. Zvi no tenía dolores. Yo le
preguntaba: "¿Te duele?" Y él decía: "En mi vida me he encontrado mejor." Aquella mañana,
mirábamos un cielo radiante y sin una nube. Zvi había abierto el libro de poesía china por la
página de un poema que dijo que era para mí. Se titulaba No ices las velas. Es muy corto. Dice
así: "¡No ices las velas! / Mañana habrá amainado el viento / y podrás partir, / y yo no sufriré por
ti. "La mañana en que murió había habido borrasca, una fuerte tormenta había rugido toda la
noche en el jardín. Pero cuando abrí la ventana el cielo estaba despejado. Ni un soplo de viento.
Me volví hacia él y le dije: "¡Cariño, ha cesado el viento!" Y él dijo: "Entonces, ¿puedo partir y
no sufrirás por mí?" Creí que se me paraba el corazón. Pero era verdad. Fue exactamente así.»
Pero no fue exactamente así. En realidad, no. La noche antes de que Litvinoff muriera,
mientras la lluvia repicaba en el tejado y corría por los canalones, él llamó a Rosa. Ella estaba
lavando los platos y corrió a la habitación.
—¿Qué quieres, cariño? —preguntó poniéndole la mano en la frente. Él tosía tan
violentamente que ella pensó que iba a vomitar sangre. Cuando se le calmó la tos, él dijo:
—Quiero decirte una cosa.
Ella aguardó, atenta.
—Yo... —empezó él, pero entonces la tos volvió a convulsionarlo.
—Chist —hizo Rosa poniéndole el índice en los labios—. No hables.
Litvinoff le oprimió la mano.
—Tengo que hablar —dijo, y por esta vez su cuerpo obedeció y se calmó—. ¿No lo ves?
—¿Ver el qué? —preguntó ella.
Él cerró los ojos. Cuando los abrió, ella seguía allí, mirándolo con solícita ternura, y le dio una
palmada en la mano.
—Te prepararé un poco de té —dijo, levantándose.
—¡Rosa! —gritó Litvinoff cuando ella ya se iba. Ella se volvió—. Yo necesitaba que me
quisieras —susurró.
Rosa lo miró. En aquel momento lo veía como el hijo que no habían tenido.
—Y te quería —dijo, enderezó la pantalla de una lámpara y salió cerrando la puerta con
suavidad. Y así acabó la conversación.
Nos convendría imaginar que éstas fueron las últimas palabras de Litvinoff. Pero no lo fueron.
Aquella noche, él y Rosa hablaron de la lluvia, y del sobrino de Rosa, y de si habría que comprar
otra tostadora porque la que tenían ya se había incendiado dos veces. Pero no se hizo mención de
La historia del amor ni de su autor.
Años atrás, cuando una pequeña editorial de Santiago aceptó publicar La historia del amor, el
editor hizo varias sugerencias y Litvinoff, complaciente, introdujo los cambios solicitados. A
veces hasta conseguía convencerse a sí mismo de que aquello no era tan terrible: Gursky había
muerto y al fin el libro se publicaría y se leería, ¿no era algo? A esta pregunta retórica su
conciencia respondía con un frío desplante. Desesperado, sin saber qué otra cosa podía hacer,aquella noche Litvinoff realizó un último cambio que el editor no había pedido. Se encerró en su
estudio, extrajo del bolsillo del pecho la hoja que llevaba encima desde hacía años y la desdobló.
Sacó una hoja en blanco del cajón de la mesa y escribió: «Capítulo 39: La muerte de Leopold
Gursky.» Copió el texto, traduciéndolo al español lo mejor que supo.
Cuando el editor recibió el manuscrito le escribió: «¿Cómo se le ha ocurrido escribir ese
último capítulo? Pienso suprimirlo. Es una incongruencia.» La marea estaba baja y, al levantar la
mirada de la carta, Litvinoff vio unas gaviotas que se disputaban algo que habían encontrado en
las rocas. «Si lo suprime, retiro el libro», contestó. Un día de silencio. «¡Por Dios, no sea tan
susceptible!», escribió el editor. Litvinoff sacó la pluma del bolsillo. «No es objeto de discusión»,
escribió.
Por esta razón, cuando al fin cesó la lluvia y, a la mañana siguiente, Litvinoff murió
plácidamente en su cama al sol, no se llevó consigo su secreto. O no del todo. Lo único que has
de hacer es buscar la última página y allí encontrarás, impreso en letras de molde, el nombre del
verdadero autor de La historia del amor.
Rosa era, de los dos, la que mejor guardaba secretos. Por ejemplo, nunca había dicho a nadie
que había visto a su madre besar al embajador de Portugal durante una garden party ofrecida por
su tío. Ni que había visto a la criada meterse en el bolsillo del delantal una cadena de oro que
pertenecía a su hermana. Ni que su primo Alfonso, muy popular entre las chicas por sus ojos
verdes y sus labios carnosos, prefería a los chicos, ni que su padre sufría de unas jaquecas que lo
hacían llorar. Por tanto, no es de extrañar que nunca dijera nada de la carta dirigida a Litvinoff
que llegó a los pocos meses de la publicación de La historia del amor. Estaba franqueada en
Estados Unidos, y Rosa pensó que era una carta de rechazo de algún editor de Nueva York que se
había retrasado en responder. Con intención de evitar una nueva decepción a Litvinoff, la metió
en un cajón y se olvidó de ella. Meses después, buscando una dirección, la vio y la abrió.
Descubrió con sorpresa que estaba escrita en yidis. «Querido Zvi —leyó—. Para que no te dé un
infarto, empezaré diciendo que soy tu viejo amigo Leo Gursky. Te sorprenderá que siga vivo, a
veces aún me sorprende a mí. Te escribo desde Nueva York, que es donde vivo ahora. No sé si
recibirás esta carta Hace años te escribí a la dirección que me diste, pero me devolvieron la carta.
Sería largo contar cómo al fin he podido encontrar ésta. Podría decirte muchas otras cosas, pero
por carta es difícil. Deseo que estés bien y contento y que tengas suerte en la vida. Desde luego,
me gustaría saber si aún guardas el paquete que te di la última vez que nos vimos. Dentro estaba
el libro que yo escribía cuando estaba en Minsk. ¿Querrías enviármelo, si aún lo conservas?
Ahora sólo tiene valor para mí. Un fuerte abrazo, L.G.»
Lentamente, Rosa comprendió la verdad: había sucedido algo terrible. En realidad, algo
grotesco, sólo pensarlo le daba náuseas. Y ella tenía parte de culpa. Ahora recordaba el día que
encontró la llave del cajón del escritorio, lo abrió, descubrió el montón de hojas sucias escritas en
una letra desconocida y optó por no preguntar. Litvinoff le había mentido, sí. Pero en este
momento reconocía con pesar que ella lo había impulsado a publicar el libro. Él se resistía,
diciendo que era muy personal, muy íntimo, pero ella insistió e insistió hasta que él cedió.
Porque, ¿acaso no es eso lo que ha de hacer la esposa de un artista? Canalizar hacia el mundo la
obra del marido que, sin ella, se dispersaría en la oscuridad.
Cuando se repuso de la impresión, Rosa hizo pedazos la carta y los echó por el inodoro.
Rápidamente, decidió lo que había que hacer. Se sentó al pequeño escritorio de la cocina, sacó un
papel de carta en blanco y escribió: «Estimado señor Gursky: Lamento tener que comunicarle que
Zvi, mi marido, no puede contestar a su carta porque se halla muy enfermo. Le ha alegrado
mucho recibir noticias suyas y saber que está vivo. Desgraciadamente, su manuscrito resultó
destruido en una inundación que sufrimos en casa. Espero pueda perdonarnos.»
Al día siguiente, Rosa preparó una cesta de comida y dijo a Litvinoff que se iban de excursión
a la montaña. Añadió que, después de todo el ajetreo de la publicación del libro, él necesitaba
distraerse. Supervisó la carga de las provisiones en el coche. Cuando Litvinoff puso en marcha el
motor, Rosa se dio una palmada en la frente.
—Casi olvido las fresas —dijo, y entró corriendo en la casa.
Una vez dentro, fue directamente al estudio de Litvinoff, retiró la llavecita pegada con
esparadrapo a la parte inferior de la mesa, la introdujo en el cajón y sacó un fajo de hojas
arrugadas y sucias que olían a moho. Las puso en el suelo. Luego, para mayor seguridad, trasladóel manuscrito escrito en yidis de puño y letra de Litvinoff, del estante más alto al más bajo. Al
salir, abrió el grifo del lavabo y tapó el desagüe. Esperó hasta que el agua empezó a rebosar.
Entonces cerró la puerta del estudio, tomó la cesta de las fresas de la mesa del recibidor y corrió
hacia el coche.