Y entonces comprendí que había estado buscando a la persona equivocada.
Miré a los ojos al hombre más viejo del mundo, tratando de encontrar al niño que se había
enamorado cuando tenía diez años.
—¿Estuvo enamorado de una muchacha que se llamaba Alma? —pregunté.
Él calló. Le temblaban los labios. Pensé que no me había entendido, y pregunté otra vez:
—¿Se enamoró de una muchacha que se llamaba Alma Mereminski?
Él extendió la mano. Me dio dos golpecitos en el brazo. Comprendí que trataba de decirme
algo, pero no sabía qué podía ser.
—¿Estaba enamorado de una muchacha que se llamaba Alma Mereminski y que se marchó a
América?
Se le llenaron los ojos de lágrimas, me dio dos palmaditas en el brazo y luego otras dos.
Yo dije:
—Ese hijo que dice que no sabía que usted existía, ¿se llamaba Isaac Moritz?
Sentí que iba a estallarme el corazón. Pensé: Ya que he vivido tanto. Por favor. Un poco más
no me matará. Yo quería decir su nombre en voz alta, gozaría pronunciándolo, porque sabía que,
en cierta pequeña medida, se lo había puesto mi amor. Y sin embargo. No podía hablar. Temía no
saber elegir las palabras. Ella dijo:
—Ese hijo que dice que no sabía...
Yo le di dos palmadas. Luego otras dos. Ella me tomó una mano. Con la otra mano le di dos
palmadas. Ella me oprimió los dedos. Yo le di dos palmadas. Ella apoyó la cabeza en mi hombro.
Yo le di dos palmadas. Ella me rodeó los hombros con un brazo. Yo le di dos palmadas. Ella me
abrazó. Yo dejé de dar palmadas.
—Alma —dije.
Ella dijo:
—Sí.
—Alma —dije otra vez.
Ella dijo:
—Sí.
—Alma —dije.
Ella me dio dos palmadas.