La Historia que Nunca Tuvimos

LA CALLE EQUIVOCADA

—¿Qué harás después de clases? —preguntó David, acomodándose el tirante de la mochila mientras caminábamos por el pasillo principal.

—Nada importante —respondí—. Solo lo habitual: existir y pensar demasiado.

—Perfecto, justo lo que necesito. ¿Quieres perderte conmigo?

Lo miré, fingiendo sospecha.

—¿Qué tan perdida es esa pérdida?

—Prometo devolverte antes de las nueve —dijo con una mano en el pecho, como haciendo un juramento sagrado—. O antes, si empieza a llover.

—¿Y si empieza a llover y ya estamos perdidos?

—Entonces nos refugiamos bajo un techo oxidado como aquel día, compartimos dulces, y me dejas pensar que la suerte está de mi lado.

Sonreí. Porque sabía que iba a decir que sí desde antes de preguntar.

Caminamos sin rumbo por calles que yo no conocía, pero que él decía recorrer todo el tiempo. No llevábamos mapa. Ni idea del destino. Solo el viento, nuestras mochilas, y la seguridad absurda de dos adolescentes que creen que el mundo les pertenece por una tarde.

—¿Confías en mí? —preguntó al doblar en una calle sin salida.

—No del todo. Pero me gusta esa sensación.

Nos reímos.

Después de andar por lo que parecieron siglos, terminamos frente a una casa abandonada con el portón medio caído y una buganvilia gigante cubriendo la fachada.

—¿Es aquí donde me vendes al mercado negro? —pregunté, con las cejas levantadas.

—Estuve tentado. Pero creo que vales demasiado —respondió con seriedad fingida.

Rompí en carcajadas.

—¿Qué es este lugar?

—Solía venir aquí de niño. Está deshabitado desde hace años. Hay una banca detrás, donde puedes ver cómo el sol cae directo sobre los tejados. Me gusta ese momento.

Lo segui.

Y, efectivamente, al fondo del jardín, había una banca de madera, vieja pero firme, rodeada de hojas secas y flores enredadas por todas partes.

Nos sentamos. No dijimos nada por un rato. Solo miramos.

El cielo tenía ese tono entre ámbar y dorado que hace que todo lo que toques parezca valioso.

—¿Siempre traes chicas aquí? —bromeé.

—Solo fantasmas. Pero tú eres la primera que contesta.

Después de ese comentario, todo fue más liviano.

Hablamos de cosas absurdas: de películas malas que amamos, de lo feos que eran nuestros primeros correos electrónicos, de qué superpoder escogeríamos si mañana amaneciéramos mutantes.

Él eligió teletransportarse. Yo, desaparecer por ratos.

—Ya haces eso —dijo, mirándome con ternura.

—¿Desaparecer?

—Sí. Estás… pero a veces no.

Me mordí el labio.

—Lo sé. Pero contigo, cada vez me cuesta menos quedarme.

—¿Recuerdas lo que dijiste una vez, en clase de filosofía? —preguntó sin mirarme— Que si los momentos se repiten, tal vez es porque son demasiado importantes como para vivirlos solo una vez.

Sonreí, sintiendo cómo el corazón me latía más fuerte.

—No pensé que me estabas escuchando.

David me miró por fin. Tenía los ojos llenos de algo que parecía miedo, pero también ternura. El tipo de miedo que uno siente cuando va a decir algo que podría cambiarlo todo.

—Siempre te escucho, Natalia. Aunque no siempre sepa qué decirte después.

Incliné un poco la cabeza, curiosa.

—¿Y ahora sí sabes?

David tragó saliva. Sus dedos jugueteaban con una pequeña rama que encontró en el borde de la banca.

—No del todo. Pero creo que si no lo digo… me va a doler más que arriesgarme.

No podría ni parpadear en ese momento.

—¿Decirme qué?

Él respiró hondo, luego bajó la mirada un segundo, como buscando las palabras en su propia sombra.

—Que eres importante para mí. Mucho. Más de lo que debería sentir tan pronto. Más de lo que tiene sentido. Y no sé por qué. Solo sé que… cuando te veo, siento que ya te conocía. Como si una parte de mí siempre hubiera estado esperando encontrarte otra vez.

Sentí el pecho apretarse. No por lo que decía, sino por cómo lo decía. Con voz temblorosa, con los ojos brillosos y una timidez tan real que parecía imposible no creerle.

—No tienes que responder —agregó él rápidamente, con una risa nerviosa—. Solo quería que lo supieras. Porque no quiero que esto se quede en lo absurdo. Porque tú… no eres absurda. Eres de esas cosas que uno no entiende, pero tampoco quiere dejar pasar.

Yo no pude decir nada de inmediato. Solo lo miré. Y nuevamente, tuve la sensación de que lo conocía desde mucho antes de que nuestros caminos se cruzaran.

Ya de regreso, mientras buscábamos cómo salir de esa maraña de calles sin señalización, le pregunté:

—¿Y si nos perdemos de verdad?

—Entonces me das la mano —dijo, extendiéndola—. Y nos perdemos juntos.

La tomé sin pensarlo y no la solté en todo el camino.

Esa noche, al llegar a casa, me tumbé en la cama con los zapatos aún puestos y la mochila a un lado.

Y pensé en él. En lo fácil que se sentía todo con David.

Como si lo difícil que había sido mi vida hasta ahora no se borrara… pero al menos se hiciera más soportable sabiendo que alguien estaba dispuesto a perderse conmigo.

Día dos.

Y ya me costaba imaginar la vida sin sus pasos al lado de los míos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.