Actualizado: Viernes 31 de Julio 2020
LA HUERFANITA
Capítulo 1
LA TUMBA CONMEMORATIVA
© A orillas de la ciudad de Londres, rumbo al oeste, había un camino principal que llevaba a la vecina ciudad de Birmingham; y al borde de ese camino, como a un cuarto de milla, existía un decoroso cementerio urbano, donde se ubicaba una misteriosa lápida; allí estaba una estatua (de color blanco pálido) de una niña que estaba sentada sobre un escaño; sus pies reposaban sobre un fragmento de un piso empedrado.
Aquello daba la apariencia de una niña sentada en un rincón al lado de una calle, en alguna parte desconocida de la ciudad, en cuya lápida sobre una parte del amplio cementerio, daban fe de que existió una niña de origen desconocido, y que ahora su cuerpo yacía allí, enterrada profundamente bajo la tierra.
Un domingo por la mañana era, cuando la gente devota salía de la puerta principal de la Iglesia Anglicana, ubicado a un costado del cementerio durante la primavera. Y cuando los feligreses pasaban por allí, algunos de ellos se admiraban de aquella triste imagen. Veían especialmente la carita de piedra de la niña que no reflejaba ninguna alegría; sus ojos de piedra solo parecían observar atentamente a los transeúntes. Eso intimidaba un poco a los lugareños que no se atrevían acercarse demasiado a la tumba.
Para todas aquellas personas curiosas, aquello resultaba ser un misterio dicha representación; nunca la habían conocido o sabido de ella; lo único que se sabía, es que era una huérfana, pues en la lápida estaba inscrito un nombre: «La Huerfanita». Y más abajo decía: «En su memoria por su amor y bondad, cuya niña desconocemos su nombre. No olviden ser dadivosos y nobles con los pobres. Acordarse de ellos con misericordia.»
Y con tan memorables palabras, era evidente para muchos que, quien mandó a labrar tal mensaje en la lápida, habría sido una persona que había tenido en alta estima aquella niña en un cierto período de tiempo dado. De otra forma, ¿cómo podría haber sabido su posible benefactor sus buenas cualidades? Seguramente, poco después, tras rescatarla de las frías calles, habría sucedido que la niña muriese de alguna enfermedad contagiosa.
El nuevo sacerdote de la Iglesia, más joven que el anterior (que recientemente había perecido y cuyo sucesor había presidido su funeral), así como los habitantes del lugar, desconocían al fundador de la tumba conmemorativa, quien mandó a erigir aquello en memoria de la huérfana; lo que parecía haber ocurrido algunos años atrás.
Ahora bien, entre todos aquellos feligreses (que cada vez se alejaban más del templo, rumbo a sus acogedoras casas), había una honorable familia que era muy devota, padres de dos hermosas hijas: Anna y Jenna. Todos ellos se habían presentado con una breve conversación amena ante el sacerdote anglicano, quien les dio la bienvenida, encomiándoles a no faltar a la iglesia; y finalmente ellos se despedían.
Cuando ellos iban de camino a casa a pie, habían leído a la distancia aquel mensaje de la lápida de mármol muy bien labrada; y tuvieron la delicadeza de detenerse a observar detenidamente el monumento cuando se adentraron un poco al cementerio a entorno a un campo verde entre algunos árboles. Al ver un jarrón de piedra que era parte del túmulo y que en ella solo tenía flores marchitas, las quitaron, mientras que las dos niñas de 7 y 8 años respectivamente, fueron las primeras en ir a recoger flores silvestres en los alrededores; una de ellas (Jenna), se distrajo un poco; seguía con la mirada una solitaria mariposa que revoloteaba a escasa altura e intentó atraparla con sus manos.
—Pobre niña, debió tener una vida muy triste en las calles y sin padres que la protegieran bajo sus alas —pronunció con tristeza la regordeta mujer a su querido esposo.
El hombre se quedó mirando la tumba conmemorativa con expresión dolorida.
—De seguro un buen samaritano la socorrió; tal vez fue un poco antes de morir—dedujo el marido que era flaco y demasiado alto, y que apenas pasaba por debajo del dintel de cada puerta—, de otra forma no le hubiera dado una tumba digna y hubiese terminado en una fosa común de pobres indigentes.
—¿Es que no hay orfanatos que auxilien a estas pobres criaturas del Señor? —se quejó ella con amargura.
—Los hay querida. Y pueda que esta niña, como algunas otras por allí en las calles, no hayan sido acogidas por tales instituciones, pasaron inadvertidas. También toma en cuenta que algunos huérfanos son escurridizos, les gusta vivir libres en las calles sin sentirse como en una prisión —comentó el marido que estaba al tanto de los acontecimientos, porque acostumbraba a leer el periódico cada mañana.
—¡Vaya!... Que congoja tan amargo siento en mi alma, que cosas tan tristes ocurren en la vida. ¡Oh, Dios!, ¡cuánta miseria y enfermedad! Pobre huerfanita... Un mal debió terminar con su desdichada vida; que el Señor la cubra con su manto y la tenga en su santa morada —lamentó la creyente mujer.
Poco después las niñas regresaron; ellas se dispusieron a colocar ramilletes de flores con ese entusiasmo y amor. En conjunto, las flores eran de tres colores: naranja, morado y amarillo. Tras esto, los padres quisieron hacer lo mismo. Así que entre todos lograron acumular un gran ramillete que alegró la lápida y estatua de la niña de piedra. Ellos fueron las únicas personas que se habían interesado en colocar flores frescas en su memoria, a pesar de que nunca la hubiesen conocido.