Eran las once de la noche de un jueves cuando Pereyra apagó las luces del auto, quitó las llaves del contacto y se dispuso a esperar frente al edificio donde vivía Marta y su marido. Había estacionado casi en la esquina, el edificio que debía vigilar estaba a mitad de cuadra, y al levantar la mirada del tablero de su Rambler vio unas bolsas de basura amontonadas junto al tronco de un árbol sobre la vereda; todavía no había pasado el camión recolector, y Pereyra pensó en la posibilidad de romper algunas bolsas para revolver a gusto a ver qué cosa podía encontrar. Pero segundos después se dijo que no valía la pena. Sin embargo, ahora que se fijaba bien, estaba seguro de que aquello que se abultaba en una de las bolsas era un zapato de mujer; podía distinguir la forma del taco que estiraba el nylon, y si por un momento imaginó que podría ser un buen regalo para Susana, en caso de que ella regresara a trabajar a la oficina y él encontrara el otro zapato que completara el par, también pensó que, si lograba quitarle los tacos, él mismo podría usar esos zapatos como pantuflas. A todo esto, algo lo ponía nervioso. Se quitó las zapatillas y sacando el brazo por la ventanilla no tuvo mejor idea que dejarlas sobre el techo del auto. Segundos después, el sujeto de la foto abría la puerta principal de su edificio, miraba hacia ambos lados de la calle y caminaba hacia su Falcon. Pereyra se incorporó en el asiento, metió la mano dentro del saco, se aseguró que su Colt estuviera cargada y sin dejar de ver las acciones del sujeto puso el motor en marcha. Iba a sacar el brazo por la ventana para tomar sus zapatillas, pero ya no había tiempo: antes de perder de vista las cuadradas luces rojas del Falcon, puso primera y arrancó. Las zapatillas rodaron sobre el techo y cayeron en los adoquines de la calle. Pereyra avanzó unos metros, pero al ver las zapatillas por el espejo retrovisor se preguntó cuándo tendría oportunidad de encontrar un nuevo par. Pisó el freno y abrió la puerta del Rambler. Mientras tanto el Falcon avanzaba y se perdía de vista. Pereyra detuvo el auto y corrió descalzo hasta las zapatillas, luego volvió a correr hacia su auto y se paró en el estribo para ver a lo lejos ya el Falcon del sujeto de la foto llegar a la otra esquina y cruzar la bocacalle. Pereyra se acomodó frente al volante, puso primera y aceleró a fondo: el carburador del Rambler se llenó de nafta y estuvo a punto a ahogarse, de modo que Pereyra levantó el pie del acelerador, dejó que el auto se estabilizara un poco, y luego sí, logró acercarse al Falcon que esperaba en un semáforo. Disminuyó la velocidad, y cuando la luz se puso en verde, ambos autos avanzaron. Era difícil manejar descalzo, sin embargo lograba mantener una distancia prudente. Momentos después, las calles se volvieron más oscuras, habían dejado atrás el barrio elegante donde vivía el sujeto de la foto, ahora se adentraban en la periferia de la ciudad, y en el centro del pecho a Pereyra comenzó a quemarle la necesidad de un nuevo trago de whisky. Pocos minutos después, el sujeto de la foto dobló en una esquina, y detuvo el auto a mitad de cuadra. Él debió abandonar sus pensamientos para no perderlo de vista, y después de doblar también en la misma esquina y de pasar junto al auto del sujeto para seguir de largo volvió a doblar y dio toda la vuelta a la manzana. Algunas gotitas cayeron sobre el parabrisas, y a los pocos segundos un relámpago iluminó el cielo encapotado. Pereyra estacionó en la misma cuadra, pero lejos del Falcon verde. Apagó las luces y vio al sujeto cruzar rápido la calle. Pereyra supuso que tocaría el timbre de uno de los departamentos del edificio al que se acercaba, un complejo de monoblocks de gente trabajadora, y al cabo de unos minutos alguien bajaría a su encuentro: alguna mujer que pudiera ser su amante, pensó Pereyra, entonces cerró el puño y dio un golpe en el tablero ¿Por qué no tenía a mano una cámara de detective? Su marido la engaña y acá tiene la prueba: el brazo que rodea la cintura, la mirada infiel, el beso profundo en los labios previo al acto amoroso. Pero el sujeto no tocaba ningún timbre. Pereyra bajó la ventanilla del acompañante para evitar la mugre que se mezclaba con la lluvia que no lo dejaba ver. En efecto, el sujeto de la foto forzaba la cerradura de la puerta de aquel edificio, y después se perdía de vista dentro del hall de entrada.
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Editado: 29.05.2024