Blancas líneas rectas y brillantes entraban por la ventana, se deslizaban por las paredes y se curvaban al tocar el piso, e iluminaban con su reflejo lunar el silencio de aquel despacho, hasta llegar a esos pies quietos de mujer, demasiado quietos. Pereyra estaba ahí, a unos metros de ese cuerpo, con la sensación de que aquella no era su oficina; no podía ser verdad que hubiera un cadáver sobre la alfombra, esa mujer no podía ser Susana, sino una réplica exacta de su secretaria, una muñeca tamaño natural tirada sobre un escenario donde habían reproducido su departamento. Faltaba que cayera el telón, que se encendieran las luces, que los aplausos de un público escondido llenaran el aire, y de un momento a otro las cosas volverían a su normalidad; Susana apoyaría las manos sobre la alfombra, se incorporaría y al sacudirse el polvo de la ropa diría cuidado señor Pereyra, el sujeto de la foto está detrás de usted, como si la escena que estaba contemplando continuara más allá de la ficción. Pereyra dio media vuelta, pero no encontró más que la quietud del living; el movimiento repentino lo hizo tambalear. Estaba solo, más solo que nunca, ya no le quedaba ni siquiera ese refugio que antes había sido su departamento, donde había vivido con su mujer tantos años, convertido luego en esta fracasada oficina de detective privado. Un sudor frío le corría por las piernas, el enemigo había entrado a sus cuarteles, lo había perdido todo. Apartó la vista hacia el mueble donde Susana guardaba sus expedientes, pero puesto que nunca habían resuelto ningún caso, ahí no había otra cosa más que una botella de whisky por la mitad que había ocultado en caso de emergencia. Abrió las puertas del mueble con cierta brusquedad, fastidiado de tener que despedirse de pronto de todas sus cosas; no quedaba tanto whisky como creía, apenas un par de tragos. Ahora pensaba en la posibilidad de llamar a una ambulancia, decir que Susana había tropezado con un pliegue de la alfombra y al golpear la cabeza contra el escritorio el cable del teléfono se habría enredado en su cuello hasta matarla. Se imaginó rodeado por hombres vestidos con uniforme azul, revisando el cadáver, y sintió un hormigueo en las manos y una bola de trapo en el estómago; o ahora todo su cuerpo era de trapo y las hormigas comenzaban a devorárselo. Tomó un nuevo trago, y se prometió comprar una nueva botella con los últimos pesos que tenía encima, pero la bola de trapo debía absorber todo lo que bebía porque no lograba sentirse mejor. Supo que debía irse de allí, huir hacia algún lugar seguro, necesitaba pensar con claridad, ya no quedaba tiempo, la policía vendría de un momento a otro. Y de repente le pareció ver una sombra junto al escritorio del living, cerca del cuerpo de Susana. Con manos temblorosas buscó el mango de su Colt en la sobaquera, sin soltar la botella de whisky, aunque ya no quedaba nada. Quién anda ahí, dijo en voz alta, a modo de súplica más que de amenaza, sin saber a quién le hablaba en realidad. Le apuntó al aire ensombrecido del living, y se cubrió tras el respaldo del sillón; esperó unos segundos, el mareo de a poco le nublaba la vista. Un ruido leve lo paralizó; prestó atención, había alguien en el baño. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? La puerta estaba cerrada, pero la luz estaba encendida. Pereyra apuntó su arma en esa dirección, bastaba con tres o cuatro disparos que perforaran la puerta para eliminar a quien estuviera ahí dentro. Escuchó ruidos, el grifo que se abría, la puerta se entornaba de a poco, había una figura parada frente al lavabo. Ahora Pereyra descubría a un hombre ahí, en su baño; se lavaba las manos sin prisa, unos guantes negros de látex le asomaban por los bolsillos del pantalón. Y de repente se quedaba inmóvil, ese hombre bien iluminado por el foco que colgaba del techo del baño, giraba lentamente, y lo miraba. Miraba a Pereyra, que sin darse cuenta había caído de rodillas, en un rincón del living, junto al cuerpo muerto de Susana, como si suplicara algo que no lograba salir de su boca. Ya no apuntaba su arma hacia ningún lado, no había tenido el coraje de disparar. El sujeto de la foto cerró el grifo, se colocó dedo por dedo los guantes negros de látex que llevaba en el bolsillo, después salió del baño. Y sin que su expresión evidenciara ningún sentimiento, por unos segundos observó el cuerpo de la mujer que minutos atrás había asesinado, como se mira el resultado de un trabajo bien hecho. Entonces se acercó a la puerta, pero antes de salir de aquella oficina rumbo al pasillo, y luego hacia la calle, miró también a Pereyra, sin sorprenderse de encontrarlo allí, arrodillado con su Colt colgando de una mano y la botella en la otra. Le apuntó con el dedo índice, enfundado en ese látex negro, como si su mano fuese una pistola, y cómplice le disparó dos veces, de mentiritas. Luego cerró la puerta, el sujeto de la foto, cuidando de no hacer demasiado ruido, y así como todo volvió a quedar quieto y en un completo silencio, desapareció.
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Editado: 29.05.2024