Pereyra sintió la respiración del tipo mezclarse con el silbido de su propia respiración agitada.
-Escuchame bien lo que te digo porque no te lo voy a repetir.
Con la otra mano le pegó un cachetazo en la cara.
-Los borrachos me rompen las pelotas y en esta comisaría ya tenemos bastantes problemas, ¿me expliqué bien?
Pereyra pensó en defenderse, pero no tenía fuerzas y además llevaba todavía las manos atadas.
Otro cachetazo. Esta vez más fuerte. Luego el tipo que le pegaba retiró su mano del cuello y dejó de ahorcarlo. Pereyra abrió la boca como un pez fuera del agua. Una patada en las piernas lo sacudió en la silla. Pero en ese momento alguien más entró en la habitación y Pereyra escuchó que decían
-Le paso una llamada, señor.
-Ahora no, respondió el tipo que lo había sujetado del cuello.
-Es mejor que atienda, comisario.
Volvieron a cerrar la puerta. El tipo rodeó el escritorio y atendió de mala gana. Pereyra pudo verlo, era un hombre de unos sesenta años, y llevaba un uniforme de la Policía Federal bien arreglado. Habló durante unos segundos en voz baja, y al cortar se quedó en silencio. Por la expresión de su rostro, Pereyra supo que había escuchado algo que lo preocupaba. El tipo lo miró a los ojos, y Pereyra desvió la mirada hacia un rincón del cuarto. No quería que le pegaran más, los golpes que le daban comenzaban a despertar los moretones de la noche anterior.
-Pero hombre, me lo hubiera dicho antes... dijo el tipo con una voz llena de un falso arrepentimiento. De pronto se acercó, le acomodó la camisa y lo peinó con la mano.
-No sabíamos que usted era amigo del señor... Bueno, ¿pero cómo podíamos saberlo?
Con una llavecita lo liberó de las esposas. Amigo de quién quiso saber Pereyra, pero sabía que lo mejor era quedarse callado.
- Acá no ha pasado nada, ¿verdad? ¿No sabe que son tiempos violentos? La próxima vez no se quede dormido en la calle.
El tipo le dio una palmada en el hombro y salió de la habitación.
Minutos después, un oficial vino a buscarlo y lo sacó al hall central; le metieron unos pesos en el bolsillo y le devolvieron el cinturón y las llaves. Firmó una planilla que no le dejaron leer, y tampoco se atrevió a preguntar por el resto del dinero ni por su reloj ni por el otro zapato que le faltaba. El mismo oficial lo acompañó hasta la puerta y lo despidió con un empujón en el hombro que lo dejó en medio de la vereda.
A la luz del día Pereyra pudo ver que tenía los dedos manchados de tinta. Caminó rengo, como si tuviera una pierna más corta que la otra, hasta llegar a una avenida que supuso era la avenida Santa Fé, y después de acercarse hasta el cordón de la vereda, de extender la mano y de notar que los taxis vacíos seguían de largo, continuó hacia donde supuso quedaba su oficina.
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Editado: 29.05.2024