-Tomá, lo de esta noche, agregó el tipo. Se lo escuchaba cansado.
Pereyra deseó tener el coraje de rechazar lo que le ofrecía, y tomar el dinero sólo para tirárselo en la cara. Sin embargo sabía que no podía darse ese lujo; tendió la mano y guardó los billetes en el bolsillo de su pantalón. Al cabo de un momento, el encargado se levantó de donde estaba y lo dejó solo, subió a la cocina y una vez allí, a través de las puertas vaivén llegó hasta el salón y se acomodó detrás de la caja registradora. Pereyra esperó unos segundos a que se calmara el temblor en las manos que había comenzado a sentir por la rabia que le daba quedarse sin trabajo, pero la rabia iba en aumento, así que caminó hasta la escalera de material, pero al poner el pie en el primer escalón se arrepintió de lo que estaba por hacer, que no era otra más que subir a la cocina para salir a la calle por la puerta de servicio y regresar a su departamento; entonces afirmó mejor el pie y comenzó a subir como si aquella fuese otra escalera, la de un vestuario en un estadio de futbol, y Pereyra estuviera por salir a la cancha a jugar una final. Cuando llegó allá arriba, hizo lo mismo que el encargado, empujó las puertas vaivén de la cocina y salió a ese lugar prohibido que era el salón lleno de comensales. Las luces de las arañas que colgaban del techo lo encandilaron un poco, pero no lo intimidaron. Pronto comenzó a caminar entre las mesas, y ante la mirada atónita de los clientes, fue tomando y llevándose a la boca lo que encontraba a su paso: de una paella de mariscos, algunos mejillones rodeados de arroz, de unos vermicelli con frutos del mar –que una señora apenas había probado— un puñado de calamares, de un puchero a la gallega, el mejor trozo de gallina que logró ver a la pasada, y ahora que escuchaba los gritos del encargado y los pasos apurados de los mozos detrás suyo él también corría, y antes de ganar la calle alcanzó a tomar una botella de vino tinto todavía por la mitad. Escapó, dobló en la esquina, varias veces estuvo a punto de perder la botella que se le resbalaba de las manos, y a las pocas cuadras eligió el zaguán de una casa vieja para descansar. El corazón le golpeaba en el pecho, y no sentía las piernas. Por suerte no lo habían seguido, incluso Pereyra juraba haber escuchado las risas de los mozos que a los pocos metros al salir del restaurante desistieron de la cacería. De un tirón tragó casi todo el vino que había robado, y entre la adrenalina y el alcohol que se mezclaba en la sangre, ahora le parecía que todos los autos que pasaban por la calle eran un Falcon verde, y que en todos esos Falcón verde iba al volante el sujeto de la foto.
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Editado: 29.05.2024