Pereyra sintió como una pelusa caliente le subía por la garganta, hasta que logró apoyarse en el marco de la ventanilla para sacar la cabeza afuera, como si así fuese a respirar mejor. Un patrullero pasó junto al Rambler, y se detuvo a metros suyo; tenía las luces de las sirenas encendidas, y con su luz azul barría las fachadas y las carrocerías de los autos. Dentro de la patrulla había dos policías, Pereyra vio a uno de ellos tomar su radio. Se limpió la boca con la manga de la camisa y se hundió en el asiento. Los policías habían leído su matrícula y ahora pedían informes a la central, de eso estaba seguro. Pereyra pensó en huír, calculó que podría bajar del auto y comenzar a correr. Pero a los pocos segundos el patrullero volvió a moverse otra vez: pensar que podían detenerlo por sospechoso, y encima con un arma en la guantera, lo llenaba de pánico, y ahora le temblaban las manos y no sabía en realidad si era por el hambre o por el miedo o si era la necesidad de más alcohol. Cuando la patrulla ya se había alejado, Pereyra abrió la puerta del auto, apoyó los pies descalzos en la vereda, se calzó las zapatillas y caminó hasta donde había quedado estacionado el Falcon del sujeto. Ahora que respiraba el aire puro de la calle se sintió un poco mejor. Y cuando levantó la mirada pensó que tal vez sí era su noche de suerte: una señora mayor se detuvo en la puerta de entrada donde había visto forzar la puerta al sujeto de la foto, y la vio buscar las llaves en su cartera. Pereyra apuró el paso y cruzó la calle, se acercó a la mujer, hizo el ademán de tocar uno de los timbres y después dijo en voz alta para que la mujer lo escuchara sí querida, enseguida subo. La mujer entró y la puerta comenzó a cerrarse detrás de ella. Pereyra esperó a que la mujer se alejara algunos pasos para trabar la puerta con la punta del pie antes de que terminara de cerrarse. Metió la mano en el bolsillo, con sus llaves hizo ruido en la cerradura como si la abriera, empujó la puerta y entró. Luego se acercó a la mujer que esperaba el elevador. No tenía la menor idea de lo que hacía, así que comenzó a subir por las escaleras. Supo que se había librado de la mujer sin levantar la menor sospecha, y en el primer piso encontró cinco puertas iguales y un sifón vacío. En el segundo, otras cinco puertas. En el tercero se detuvo un momento a descansar. No escuchaba risas ni voces, ni siquiera el ahogado traqueteo de alguna cama en donde el sujeto de la foto engañara a su mujer. Mejor empiezo por el último piso y voy bajando, pensó Pereyra. Llamó al elevador, pero antes de abrir las puertas sacó su Colt por las dudas. Según los botones del tablero, el edificio tenía once pisos. El último seguro es la terraza, se dijo ahora que presionaba el número diez y daba media vuelta para verse en el espejo sostener el arma y hacer un gesto amenazante. A mitad de camino entre el sexto y el séptimo piso, Pereyra escuchó un gemido grave y luego otro. De inmediato corrió la reja metálica y con los dedos destrabó el seguro de la puerta para poder abrirla. El elevador se detuvo de golpe y se sacudió peligrosamente entre dos pisos; salir del ascensor se había convertido en un problema. Cerró las puertas y tocó el botón del sexto piso, pero el elevador ya no se movió. Atrapado y sin poder pedir auxilio, Pereyra debía saltar. Volvió a abrir la puerta y calculó la altura: más de un metro hasta el piso del pasillo más cercano. Desde que había escuchado los gemidos, una puntada en el estómago le ensombrecía el rostro, pero si quería resolver el caso tenía que tomar los riesgos de ciertas circunstancias. Guardó su Colt en la sobaquera y al dar media vuelta le dio un golpe al Pereyra temeroso que lo miraba desde el espejo. Para salir del elevador debió dejar la puerta de rejas abierta, agacharse, sacar las piernas al vacío que se balancearon entre el piso del palier y el hueco del elevador, y girar sobre sí mismo para deslizarse boca abajo y saltó. Saltó. Pero no cayó como había calculado, las zapatillas resbalaron sobre las baldosas y su espalda dio de lleno contra el piso. El hueco del elevador comenzó a tragar su cuerpo hasta que de un manotazo logró aferrarse del marco de la puerta. Quiso pedir auxilio, pero no lo hizo. Contuvo la respiración e intentó tranquilizarse. Colgaba a ocho pisos de altura. Y si el elevador comenzaba a bajar, no tendría otro remedio que soltarse y caer al vacío. Para colmo sus dedos contra el metal del marco no podrían sostenerlo mucho tiempo más. Pereyra supo que no había forma de sobrevivir a una caída así. Colgado en el aire como estaba, escuchó un nuevo gemido, esta vez más fuerte, y después un estruendo sordo, apagado, como una explosión silenciada. En algún piso superior se abrió una puerta. Ya no podría escapar. Ahora alguien bajaba por las escaleras. Pereyra levantó la mirada, pero a ras del suelo no podía ver bien; primero divisó un zapato, una pierna, y luego el resto del cuerpo de un hombre que se detuvo cerca de su cabeza. Bastaba con que le pisara los dedos para hacerlo caer al vacío. Pero no. El hombre se quedó en silencio, lo observó durante unos segundos, luego le tendió la mano y lo ayudó a salir de donde estaba. Pereyra apoyó las rodillas en el suelo, se incorporó, dio unos pasos hacia atrás y empuñó su arma. Ahí fue cuando pudo verlo mejor: el hombre que lo había ayudado era el sujeto de la foto. Cuando quitó el seguro de su Colt, la luz del pasillo se apagó. Escuchó un disparo. Y pasos a su alrededor. Algo le quemaba en el pie. A tientas caminó por el pasillo hacia ese botoncito iluminado para encender otra vez la luz, pero tenía que hacer un esfuerzo enorme para poder moverse. Cuando el pasillo volvió a iluminarse, el caño de su Colt exhalaba un humo blanco. El sujeto de la foto ya no estaba. Y su propia sangre manchaba las baldosas del piso. Pereyra llegó hasta la escalera, por la que penosamente subió un piso, donde había escuchado bajar al sujeto de la foto, y avanzó hasta una de las puertas de un departamento que había entornada. Entró. A cada paso que daba dejaba unas gotitas oscuras rebalsaban de su zapatilla, pero la bala solo le había arañado la piel, aunque la explosión de su arma todavía retumbaba en los pasillos del edificio y más aún en sus oídos. Avanzó dentro de aquel departamento donde había encontrado la puerta abierta, con la esperanza de hallar a la amante del sujeto tendida sobre un sillón, desnuda, la cabeza inclinada hacia atrás, una sonrisa cómplice en los labios, después de haber hecho el amor con el sujeto de la foto. Pero lo que encontró fue a un hombre joven y bien vestido, tirado sobre lo que alguna vez había sido una alfombra blanca. Tenía la boca abierta, por donde asomaba un hilo de sangre, los ojos abiertos, y balbuceaba unas palabras incomprensibles. Con lo poco que le quedaba de vida, alzaba la mano y mostraba lo que tenía: era la otra mitad de la foto que Pereyra guardaba en el cajón de su propio escritorio: en esa foto estaba el ojo que faltaba, la otra media nariz, la otra media boca, el resto de las letras que completaban un nombre y un apellido. Pereyra se guardó esa media foto en el bolsillo, y levantó la mirada; en las paredes había pequeñas manchas rojas que comenzaban a deslizarse hacia abajo. De un tirón le abrió la camisa y vio la herida en el pecho; el hombre tenía un agujero producto de un disparo. Pereyra lo miró a los ojos, y antes de huir de aquel departamento se animó a revisarle los bolsillos: todo era una desgracia, el tipo tenía encima apenas cuatro billetes de cien.
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Editado: 29.05.2024