Eran alrededor de las diez y media de la mañana, y Pereyra no pudo evitar oír desde su nido de sábanas el movimiento de llaves en la cerradura. Era Susana, su secretaria. Por la puerta entornada de su despacho la vio pasar y acomodar la silla, sentarse en el escritorio de recepción, comprobar que el teléfono tuviera tono y cruzarse de brazos. Por el resto de la mañana no había otra cosa más que hacer que esperar en vano a que el teléfono sonara reclamando los servicios de su jefe. Pereyra bajó la mano al piso y sin mirar encontró la botella, y por su peso supo que no quedaba mucho, eso significaba que debía racionar los tragos; uno al despertar, cerca del mediodía, otro a la tarde, dos más a la noche, antes de irse a dormir. Aunque sabía de antemano que no iba a cumplir con eso que se prometía. Se tapó con las sábanas hasta el cuello y se quitó las medias con los pies. Los ruidos del tránsito llegaban con el calor de la calle. Susana encendió la radio, una spika mal conservada. La mañana pasó entre el ruido de la calle y los boletines informativos que no informaban nada en realidad. Cuando por fín comenzó la novela venezolana, con los diálogos dramáticos que provenían desde living, Pereyra imaginó entre sueños la escena en la panatalla del televisor; alguien entraba, preguntaba por la muchacha de la limpieza, una mujer respondía con monosílabos, ruidos de sillas, una música suave, ruido a besos, a ropa que se desprendía de repente. Segundos después, su cuerpo se volvió blando y pesado, el rumor del tránsito se atenuaba y perdía sentido, así que de espaldas sobre la cama se dejó hundir dentro del pecho, hasta que una sensación de alivio o de perdón o de sueño le permitió relajarse y volver a dormir.
-Pereyra... La voz de Susana.
Él abrió los ojos.
-Teléfono, Pereyra. Despierte. Es para usted.
Pereyra se incorporó. Susana hacía que veía para otro lado, parada junto a la cama le acercaba el teléfono. Pereyra estiró el brazo y atendió. Pero del otro lado de la línea no hubo respuesta. Susana salió del cuarto, cierre la puerta por favor, dijo Pereyra. Colgó y esperó unos minutos, pero no volvieron a llamar. Antes de levantarse, se llevó la botella a los labios y por un momento respiró el aroma del whisky; ya había tomado el trago que correspondía al desayuno, ahora debía esperar hasta la tarde. Empotró la cama, corrió el escritorio y las sillas y el dormitorio se transformó en su despacho. Tapó la botella, se acomodó en su escritorio y se dispuso a mirar por la ventana. Como Susana, él tampoco tenía otra cosa más que hacer. Pensó en el sobre de figuritas que todavía conservaba en el bolsillo del saco, pero logró superar la tentación. Cruzó los brazos sobre el escritorio y apoyó la cabeza. Si se quedaba inmóvil, si miraba alguna mancha en el vidrio de la ventana, si lograba de algún modo perder la noción del tiempo, entonces llegaría la tarde, y con la tarde, un nuevo trago, y así pronto llegaría la noche, y con ella, dos tragos más. Era lo que se había prometido. Un trago por la mañana, uno por la tarde, dos por la noche. Abajo, en la calle, la gente parecía tener cosas que hacer.
Ahora Susana estaba ahí, apoyada en el marco de la puerta, desde donde lo miraba. Había dejado su escritorio para venir a molestarlo otra vez. Pereyra se levantó de su silla y así como estaba –calzoncillos rojos, camiseta blanca- se dispuso a ir al baño.
-Buenos días, dijo Susana con su mejor tono de sarcasmo.
-Déjeme pasar.
Susana le cedió el paso. Sin que se diera cuenta, Pereyra había entrado al baño con la botella de whisky colgando de la mano. Cerró la puerta y puso el pestillo. Ahora que sentía el alcohol arder en la garganta, llegar al estómago revuelto, invadir la sangre, y desde el espejo dos huecos oscuros lo miraban con reproche, quiso evitarse y se sentó en el piso del baño –la espalda contra la puerta- y en el eco azulejado de su respiración se prometió ya no volver a tomar. Por lo menos hasta la mañana siguiente.
Minutos después salió del baño, se cambió. Bajó a la calle.
En un quisco de diarios leyó:
JUNTA MILITAR PROMETE ELECCIONES PRESIDENCIALES
MASIVO ACTO RADICAL EN PLAZA DE MAYO
Y en letras más pequeñas, abajo:
PROHIBEN UNIFORME DE MARINERITO EN OBRA INFANTIL
Al pasar por delante del bar del Tuerto uno de los mozos le hizo un gesto con la mano, como si llamara a un perro. Quiere que pague lo que debo, pensó Pereyra. Se acercó a la puerta para mentir la semana que viene paso, cuando el Tuerto lo vio desde la caja.
-Tenemos que hablar, dijo el viejo.
Era un hombre grande ya, pero seguía dando pelea. Había perdido un ojo en una pelea a cuchillo, muchos años atrás, una noche por las calles de San Telmo, decía; la verdad era que en un partido de pool la punta de un taco había causado un horrible accidente. Pereyra debía plata ahí, consumiciones que se habían estado acumulando, pero especulaba con que su deuda se cancelara con el último suspiro de este hombre ya mayor. El mozo que lo había llamado salió a la puerta, lo tomó de un brazo.
-Venga, le conviene, dijo sin llamar la atención del resto de la gente que pasaba por la calle.
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Editado: 29.05.2024