-Está bien. Lo seguí, a su marido. Se encontró con una mujer cerca de la avenida Santa Fe y Callao, a media noche. Una mujer rubia, gorda. No, gorda no…rellenita diría yo…de unos... cuarenta años. Bonita podría decirse.
Pronto se arrepintió de elegir Santa Fe y Callao, nadie se encontraría con su amante ahí. Pero Marta parecía creerle. Pereyra miró hacia el mueble del living, donde había ocultado la botella. Cuando ella bajó la vista, él supuso que lloraba. Entonces quiso correr el escritorio y abrir la cama para darle las flores que había ocultado a último momento. Tuvo deseos de abrazarla, de besarla. En la mejilla al menos. O mejor, cerca de los labios.
-Marta, dijo Pereyra al fin. Iba a decir no llore, pero no se atrevió a tanto.
-Quiero verlas…
-¿Ver qué cosas?
-Las fotos, idiota.
Pereyra le perdonó el insulto, dadas las circunstancias. En espacial porque en el fondo estaba un poco de acuerdo con Marta.
-Las tengo conmigo, en un sobre. Pero me experiencia dice que es preferible no hacerlo.
Ella se incorporó y se alejó del escritorio. Comenzó a caminar en círculos.
-Muéstremelas, por favor. Necesito ver quien me robó a mi esposo.
Por la ventana aparecían nubes que a lo lejos hacían pensar en alguna tormenta. Pereyra supo que esta vez había ido demasiado lejos. Apoyó los brazos sobre su escritorio y levantó la vista: si miraba, no hacia las nubes sino hacia el mueble donde se ocultaba su whisky, le parecía que podía ver la forma de la botella detrás de las vetas de la madera, el liquido dorado detrás del vidrio y la etiqueta negra, y se estiraba su mano, no hacia la mano de Marta que ahora dibujaba algo sobre el vidrio de la ventana sino hacia el mueble donde se ocultaba su whisky, le parecía que podía alcanzar la botella, quitar la tapa y llevarse el pico a la boca.
-No las tengo, Marta. Las rompí.
-¿Qué cosa hizo?
Ella dio media vuelta y lo miró enojada.
-Para protegerla, contestó Pereyra. Las rompí por su propio bien. No vale la pena, se lo aseguro.
Se acercó, pero ella dio unos pasos hacia atrás. Se había soltado el pelo y el rímel corrido por las lágrimas oscurecía sus ojos y le daba un aspecto fantasmal. Es hermosa, pensó Pereyra. Y con cierta sorpresa supo que le gustaba verla así: él le decía que ya no podían seguir juntos y ella se echaba a llorar desconsolada sin saber qué hacer. No más compras en el supermercado juntos, ni cupé taunnus negra. Pereyra la tomó de un brazo y la acercó hacia él. Ahora parecían los personajes de la telenovela que Susana miraba todos los mediodías.
-No lo sé, dijo Pereyra. La miró a los ojos. Pero me parece que usted merece otra cosa.
Ahora sí la escena se parecía a eso que miraba Susana al mediodía. El aroma de los jazmines inundaba el cuarto.
-Quiero protegerla.
-¿De quién?
-De usted misma.
Pereyra se sorprendió de estar así, tan cerca de ella, de ser capaz de sujetarla del brazo con la fuerza de un hombre de verdad, de poder decir aquellas palabras. Y acercó sus labios a esos labios que temblaban. Pero ella se soltó suavemente. Pereyra se quedó de pie, junto al escritorio. Cerró los ojos, justo cuando comenzaba a odiar el aroma a los jazmines.
Segundos después escuchó la puerta de su oficina cerrarse, y cuando volvió a ver, Marta ya se había ido. Pereyra fijó la mirada en la alfombra gastada del living, y pensó en su whisky, en el sujeto de la foto.
En el beso que había perdido para siempre.
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Editado: 29.05.2024