Nunca sentí tanto miedo antes de todo esto. Juro que no.
Ahora ni siquiera sé con quién hablarlo. Con mi familia adoptiva seguro que no. Los conozco. Buscarían la forma de hacerme creer que me equivoco, que son alucinaciones mías o, en el hipotético caso de que me crean, van a tener miedo. Les va a costar entenderlo. Seguro quieren deshacerse de Jim o, quién sabe, mudarnos. No pienso arriesgarme a algo como eso.
Por otro lado, está Billy. Es mi amigo más cercano, y algo de todo el asunto sí que sabe. No llegué a contarle de mis dos únicos encuentros con el muerto viviente que visita mi habitación, pero tampoco estoy segura de si tengo razones para no hablarle de esto. Podría asustarse, sí, pero él no vive aquí. Soy yo la que tiene que enfrentarse a todo, y aunque lo más probable es que quiera ayudarme o meterse más de lo debido en el tema, todo eso se resuelve con hablar con él.
O eso creía.
En cuanto llegó a casa hoy, a pesar de que ya era tarde le indiqué que me siguiera y nos desviamos del camino. Llegamos a una vieja casa abandonada que, hasta lo que sabía, lleva sin que nadie la habite hasta al menos cinco años. Diversas personas de la ciudad van a ella, algunas para robar, otras para tener sexo, y luego estoy yo que llevo a mi mejor amigo para contarle que veo fantasmas.
Antes de que llegáramos, Billy se me adelantó y justo en la entrada de la casa me hizo detenerme.
—¿Qué mierda hacemos en este lugar?—cuestionó. No parecía alegrarse de nuestro desvío, o eso pensé hasta que de la nada sacó una sonrisa lasciva para mí—. ¿Quieres hacerlo conmigo, cariño?
Dejé mi bicicleta a un lado y lo miré despectivamente.
—Si ni siquiera lo hago con mi pareja, menos lo haré contigo.
Hizo un gesto extraño mientras bajaba de su bicicleta para dejarla justo al lado de la mía.
—Uy, golpe bajo, Foster.
Avancé hasta la puerta de la casa sin decirle que me siga. Supongo que lo entendió sin la necesidad de palabras, porque de todas formas lo hizo. Pudimos entrar sin ningún problema porque alguien, hace cuatro años, rompió esa puerta y como nadie es dueño de la casa, nunca fue reparada. Por eso así, sin más, nos encontramos en la sala principal de la pequeña casa abandonada. No es como si estuviese embrujada o algo por el estilo, pero a los vecinos de ella les gusta decir que algún tipo de maldición tiene para que nadie quiera comprarla.
Hay un sofá que Billy clasificó como anticuado justo en la entrada. Él se sentó allí, pero al instante vio que a su lado había un preservativo masculino utilizado, y no tardó en levantarse con cierto asco. Se quedó de pie, mirándome.
No había demasiada luz. Por supuesto, nadie pagaba por la casa, así que eso tampoco funcionaba. Ni hablar del agua. Había, también, un horrible olor a encierro, sexo y cigarrillo. La casa solo cuenta con un piso en el que hay una cocina, un baño, dos habitaciones y la sala de estar que es, al mismo tiempo, la sala principal. Todo es viejo, está roto y las paredes tienen manchas por la humedad. Por suerte, las ventanas también están destruidas, así que por allí entraba la luz que me permitía verle la cara a mi amigo.
—Vi a Jim Fredicksen en mi habitación hace un par de días—solté como si fuese un comentario más.
Los ojos de Billy apenas se abrieron un poco más de lo normal, como si no estuviese sorprendido.
—¿Es broma, verdad?
Negué con la cabeza.
—Estaba sentado en la silla giratoria de mi escritorio, y yo estaba acostada en mi cama cuando apareció—expliqué, y noté cierto entusiasmo en mis palabras—. Cuando me puse de pie no pasó nada, pero cuando quise tocarlo desapareció. Pero hablamos. Aunque no fue importante.
—¿Me estás jodiendo?—exclamó Billy—. ¡Hablaste con un muerto y dices que no fue importante!
Intentó decirlo lo más bajo posible, pero aún así seguía siendo hablar bastante alto. Le hice un gesto para que bajara el volumen y pareció entenderlo, o eso creí.
—No digo que no fuera importante, digo que no dijo nada importante.
—¡Y una mierda!—volvió a exclamar—. ¡Billie, hay un puto muerto en tu casa que te habla y estás diciéndome que no importa lo que sea que te haya dicho! ¿Acaso te escuchas cuando hablas?
Le dije que se tranquilizara, quité el preservativo que estaba en el sofá y lo obligué a sentarse. A duras penas conseguí que lo hiciera, y luego intenté explicarle que prefería que no exagere las cosas. En mi cabeza no era ni es la gran cosa. Creo que, en cierta medida, logré convencerlo porque tan solo cinco minutos bastaron para que saliéramos de esa casa y fuéramos al instituto.
Llegamos más tarde que de costumbre, pero por alguna razón no pasó nada debido a eso. Entré a mis clases, discutí con algunas personas, saqué una buena nota en filosofía y, a eso de las once de la mañana, me crucé con Sarah Lynn por uno de los pasillos. Como siempre hago, me acerqué para saludarla y entonces vi algo extraño.
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Editado: 10.12.2019