La infancia de una vida

Un paseo en limosina

El olor a bosque ya era muy normal para mí, al igual que aquel idioma tan extraño. Con tan solo cinco años ya dominaba todo mi pequeño mundo, o al menos eso quería creer.

Un diminuto pueblo podía ser todo un universo cuando se es una niña, y yo me sentía dueña de él. Si lo pensamos bien, yo era toda una dictadora; siendo hija única acaparaba las atenciones de mis padres, por lo que era inconcebible para mí el que ellos no me hiciesen caso. O me dejara olvidada.

Un día más en la escuela había terminado, así que debía formarme junto con los demás niños para subir al autobús escolar. Ese que nos llevaría a nuestros hogares.

No recuerdo mucho la estructura interna del autobús, lo único que sé es que siempre me colocaba al lado de una ventana para poder apreciar el paisaje. Otra cosa era que a mi lado siempre se sentaba una chica mayor, ella me prestaba una libreta junto con sus colores y me dejaba dibujar durante todo el trayecto a casa. Nunca entendí por qué lo hacía, pero me agradaba su amabilidad. Aún ahora, me encantaría saber quién era ella.

Ya hemos hablado acerca de mi situación: yo era hija única y mis padres nunca paraban de atenderme. Debido a que solo tenía cinco años, a los chicos como yo debían recogerlos sus padres o un tutor oficial para vida de dejarlos bajar del autobús. Mis padres cumplían con este mandato a la perfección, sin llegar tarde ni uno solo de sus días; entonces, tendrán que creerme cuando digo que, debido a que cierto día ellos no aparecieron, me temí lo peor. Comencé a asustarme como solo una chica de cinco años puede hacerlo.

Poco a poco los demás estudiantes empezaron a desaparecer, poco a poco yo fui la única en el autobús. Algo interesante fue notar todas esas nuevas calles y casas las cuales nunca tuve el placer de observar. Podía ver esos nuevos árboles de color áureo, y esa interminable lluvia de hojas. El asombroso sonido del silencio que era interrumpido con levedad por los gorgoteos del viejo motor, era una sensación plácida.

Solo el conductor y yo, era como un paseo en limosina.

El ensueño duró poco. Dando una vuelta por la calle más hermosa pude notar las baldosas de la escuela, y su color rojo inconfundible. Un golpe de realidad. 

Me despedí con solemnidad del conductor y al llegar a tierra firme mi madre salió a mi encentro. La preocupación se dibujaba en su rostro, mientras que en el mío una enorme sonrisa se abría paso. De algo estoy segura, nunca olvidaré ese espectacular paseo.

Después de muchos años, cuando tuve la edad necesaria para hacer la pregunta, mi madre me dijo que no pudo salir a recogerme por tener un grave caso de diarrea. 




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