Kiev, marzo de 1238.
Kiev, al borde de una gran tragedia, no se rendía. Los mongoles avanzaban desde todas las direcciones, pero la ciudad estaba rodeada de leyendas y de la fe que vivía en los corazones de cada habitante. Una ciudad que había resistido muchas invasiones y cambios se preparaba para su última batalla.
En el corazón de Kiev, entre altos árboles y estrechas calles, se alzaba la Iglesia de la Dormición de la Virgen (Desyatynna). No era solo un lugar sagrado, sino un símbolo de la Rus ortodoxa, su fe y su fuerza. El príncipe Mstislav, al mando de la defensa de la ciudad, sabía que si esa iglesia caía, sería el fin para todos. La fortaleza de Kiev estaba en su fe y en su resistencia.
— Nadie nos arrebatará nuestro santuario —declaró Mstislav, de pie en las escaleras de la iglesia, mirando a sus guerreros. Todos estaban listos. Sabían que no podrían resistir hasta el final, pero lucharían por cada paso, por cada calle.
Con el amanecer, los tártaros comenzaron su ataque. Miles de jinetes, infantería, catapultas y arietes avanzaban hacia las murallas. Sin embargo, los defensores de Kiev no retrocedieron. Se refugiaron tras los altos muros, tras barricadas de piedra y madera, deteniendo al enemigo con cada golpe.
Frente a la Iglesia de la Dormición, donde los kievitas habían levantado su último bastión, se reunieron miles de guerreros. Se alinearon hombro con hombro, listos para la batalla. En sus corazones ardía no solo la determinación, sino también la fe. Estaban dispuestos a morir por Kiev, por su santuario.
La primera oleada tártara golpeó las murallas. Los jinetes cargaron, las flechas llovieron desde todas partes y los mongoles intentaron escalar los muros con catapultas y arietes gigantes. Kiev resistía, pero las primeras grietas ya aparecían en sus defensas.
Las calles se convirtieron en un campo de batalla. La ciudad entera resonaba con el estruendo del combate: el choque del acero, los gritos de los guerreros, las explosiones y los impactos de los arietes. Los mongoles avanzaban sin piedad, sin preocuparse por las pérdidas. Para ellos, era una guerra más; para los defensores de Kiev, era la lucha por el futuro, por el alma misma de la Rus.
Batallas en las calles
Las calles de Kiev eran un caos de sangre y fuego. La gente luchaba desesperadamente por cada casa, cada puerta, cada rincón. Espadas y lanzas chocaban en duelos rápidos, y los heridos caían al suelo. Kiev ardía, pero su espíritu aún no estaba roto.
Los defensores mostraban un heroísmo incomparable. Muchos de ellos no tenían la fuerza suficiente para seguir, pero sus corazones no conocían el miedo. No podían permitirse caer. Era la última esperanza de la Rus.
En Kiev no solo se libraba una batalla física, sino también una lucha espiritual. Los lugares sagrados eran refugio tanto para los guerreros como para los civiles, que se escondían en criptas y sótanos. En los altares de la Iglesia de la Dormición, junto a los heridos, aún resonaban oraciones.
Pero las fuerzas estaban desequilibradas. Cada defensor de Kiev, desde el más joven hasta el más anciano, luchaba con un coraje inquebrantable. Sin embargo, los tártaros eran demasiados, y poco a poco se abrían paso hacia el corazón de la ciudad, rompiendo las últimas líneas de resistencia.
El asalto a la Iglesia de la Dormición
Al anochecer, tras horas de intensos combates, los mongoles llegaron a la Iglesia de la Dormición. Las enormes puertas cedieron, y los invasores irrumpieron en el interior. En ese momento, cuando el santuario estaba en manos del enemigo, cada defensor de Kiev comprendió que todo estaba decidido.
El príncipe Mstislav, con la espada en alto, lanzó su último ataque contra los mongoles. Todos los que estaban a su lado apretaron sus armas y se unieron a él, dispuestos a morir luchando.
Fue la última batalla. Flechas, espadas, catapultas... nada podía ya salvar a los defensores de Kiev. Y aunque la ciudad no logró resistir, aquella lucha final fue una victoria moral: los mongoles no solo querían destruir la resistencia física, sino también quebrar el espíritu del pueblo.
Pero aunque Kiev cayó, la memoria de su heroica defensa permaneció en los corazones de la gente. Kiev se convirtió en un símbolo de resistencia, y aquella batalla dejó una marca imborrable en todas las generaciones futuras. La última lucha por la tierra sagrada no fue en vano: su historia nunca sería olvidada.