Danaria no había podido dejar de temblar, máxime tras la carrera que el caballo de Yxos había emprendido hasta recorrer las llanuras para llegar a la entrada subterránea de Mynsal, con el viento frío golpeándoles en el rostro. Desmontaron con la noche cerrada aún sobre sus cabezas y los relámpagos lejanos advirtiendo de amenazas mucho más temibles que una simple tormenta.
—¿No hay guardias a la entrada? —preguntó Yxos, confuso.
—No. Aquí no hay tesoros ni oro ni nada por el estilo. Guardamos solo libros.
—Solo libros... —murmuró él.
Después de dejar atrás la escalera en forma de espiral y las grutas que conducían hasta los niveles inferiores, Danaria paseaba entre las interminables estanterías, abarrotadas con un sinfín inagotable de libros, buscando aquellos que Yxos le había solicitado, libros que no lograba encontrar. Frustrada, regresó hasta la sala principal, en cuyo centro se abría un pequeño lago de aguas verdosas. Yxos permanecía agachado frente a él, con gesto pensativo.
—No encuentro nada —le anunció ella.
—¿Por qué hay un lago en medio de la biblioteca?
Danaria frunció el ceño y se acercó más a él.
—No lo sé. Es algo... ornamental...
—Ornamental...
Yxos se puso en pie y se despojó del jubón de piel que portaba, mostrándole a Danaria un torso firme y bien definido, cubierto en buena parte por las pinturas típicas de Fortaleza, sus signos, sus runas y las marcas de los dioses, además de las cicatrices propias de todo guerrero avezado en el arte de la lucha. La joven se quedó embobada, mirándolo mientras el rubor le acaloraba las mejillas.
—¿Qué vas a hacer? —logró preguntar.
—Buscar donde tú no lo has hecho. Donde probablemente, nadie lo ha hecho.
Sin tan siquiera pensárselo, saltó de cabeza al lago y su figura se perdió en la profundidades.
—Fortalezanos... —masculló Danaria.
Observó el entorno, preocupada ante la posibilidad de que alguien pudiera llegar hasta allí y descubrir la presencia de un fortalezano en el lugar más sagrado, junto al templo, de Mynsal, un acto que, sin duda, acarrearía un severo correctivo; no un castigo físico, pero sí uno que le recordase lo inconveniente de volver a llevar a cabo aquello. Los segundos transcurrían y el nerviosismo se acrecentaba en la boca de su estómago. Se arrodilló junto al lago y trató de escudriñar algo en sus verdosas aguas, que adquirían aquella tonalidad, merced de la gran cantidad de algas que crecían en el fondo. Yxos apareció de repente, topando su cabeza contra el rostro de Danaria, que cayó hacia atrás, profiriendo un pequeño grito. El muchacho se mantuvo en el agua y se apartó el cabello hacia atrás, mientras observaba a la joven con el ceño fruncido.
—¿Qué estás haciendo?
—Esperarte, qué otra cosa si no.
La muchacha se llevó una mano a su sangrante labio mientras él colocaba sobre el suelo un grueso volumen de envejecida cubierta negra.
—¿De dónde... dónde lo has encontrado? —preguntó Danaria, acercándose de nuevo.
Yxos salió del agua y tomó asiento en la orilla, con los pies aún a remojo.
Ella lo miró al no recibir respuesta y se encontró con el rostro del guerrero observándola con gravedad. Por primera vez lo vio libre de las franjas rojas que solían surcar su cara, pinturas de guerra que el agua había eliminado y que le permitían distinguir unas bonitas facciones, unos ojos claros y unos labios carnosos y sugerentes.
Yxos paseó su dedo pulgar sobre la sangre que manaba del labio de Danaria, allí donde él mismo la había golpeado al salir.
—Lo lamento... —murmuró, con la respiración aún agitada por el tiempo bajo el agua.
Ella aún necesitó unos segundos para reaccionar ante aquel contacto, la abrumadora mirada del fortalezano y la dulzura en su voz.
—No es nada —respondió—. ¿Cómo sabías que estaba ahí?
Yxos tomó el libro y lo abrió con cierta dificultad, al estar la tapa pegada prácticamente a las páginas amarillentas, convertidas casi en pergaminos. Danaria se acercó aún más.
—No lo sabía, pero... ¿Crees que los libros que hablan de cosas prohibidas están el alcance de todos? —preguntó el muchacho.
—Cosas prohibidas...
El joven pasaba las páginas con el ceño fruncido, valorando todo aquello que venía allí plasmado. Danaria, por contra, era incapaz de mirar otra cosa que no fuese a él, a las gotas de agua resbalándole sobre el pelo; su pecho subiendo y bajando, mientras acompasaba la respiración y sus manos, llenas de heridas y cortes, deslizándose sobre las páginas con cautela.
—Dijiste que conocías a Fyros —le dijo el guerrero, despertándola de su embelesamiento—. ¿Qué sabes?
—Bueno, lo único que sé de él es que era un dios al que mencionaban los libros antiguos. Su existencia nunca pudo probarse y los sabios determinaron que solo había sido una invención, una forma metafórica de explicar los orígenes de los verdaderos dioses.
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Editado: 03.03.2019